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Viernes, 14 de agosto de 2009

VISTO Y LEíDO

La máquina de dudar

 Por Verónica Engler

Testigo_Modesto@Segundo_Milenio.HombreHembra(c)_Conoce_Oncoratón(r).
Feminismo y tecnociencia

Donna Haraway

Editorial Universitat Oberta de Catalunya, España
357 páginas

El barroco título del libro es una dirección de correo electrónico que la autora otorga a quienes la leen, una contraseña para situar las cosas en la red de la tecnociencia, esa matriz generadora en la que no todos sus actores son científicos e ingenieros.

A Haraway –doctora en biología e historiadora de la ciencia en la Universidad de California– desde hace tiempo le interesa cuestionar la ciencia y su funcionamiento, discutir las formas de generar verdades dentro del “laboratorio” y las maneras en que esas certezas implican oportunidades de vida y muerte, de liberación y opresión, distribuidas de manera desigual.

La autora introduce la figura de “El Testigo Modesto”, figura acuñada en los albores de la Revolución Científica, en el siglo XVII, para iniciar los relatos sobre la “objetividad”. Se trata de un hombre (las mujeres estaban excluidas) cuyos relatos pudieran ser acreditados como espejos de la realidad. Su modestia, entonces, devenía de su capacidad de desaparecer en el acto de transmitir aquello que había logrado conocer. “Esta autoinvisibilidad es la forma científica específicamente moderna, europea y masculina de la virtud de la modestia. Esa es la virtud que garantiza que este testigo sea el ventrílocuo legítimo autorizado del mundo de los objetos, sin agregar nada de sus propias opiniones, de su influenciante corporeidad”, señala la autora.

El objetivo de Haraway no es eliminar a este testigo ni su modestia, sino, digamos, pervertirlos, desprestigiar la confianza construida en torno de este ciudadano razonable, para permitir un tipo de testigo modesto más corporal, desviado y opaco. Para que este testigo de la tecnociencia sea alguien que trate de decir la verdad, que garantice cosas importantes, y dé base suficiente para permitir la creencia precisa y la acción colectiva y, de paso, que sirva para evitar el narcótico adictivo de las fundaciones trascendentales. Para este testigo de nuevo cuño, la realidad no es un tesoro esperando ser descubierto (por el científico) sino el efecto de una cuidadosa interacción. Pero, a no confundir, esto no quiere decir que la realidad sea “inventada” en la práctica científica. Obviamente, Haraway no pretende que, por ejemplo, la “ley de gravedad” se suspenda al pasar de una cultura a otra. “Estoy tan dedicada a la necesidad permanente de estabilizar hechos contingentes para fundar serias reclamaciones sobre cada uno de ellos, como lo estaría cualquier hijo o hija de la Revolución Científica”, aclara enfática.

Este testigo modesto feminista y antirracista, aún en gestación, necesitará cultivar una virtud: la reflexividad, un elemento indispensable a la hora de construir una “objetividad fuerte”. Esta objetividad –que Haraway retoma de la filósofa feminista Sandra Harding– requiere de métodos para examinar sistemáticamente todos los valores que conforman un proceso de investigación determinado, no solamente aquellos por los que difieren los miembros de una comunidad científica. Por otra parte, la elección del final del Segundo Milenio cristiano para localizar a su testigo modesto no es una mera coincidencia con el momento en que fue escrito el libro –que ya lleva su década larga de vida, pero que tardó algunos años en ser traducido al castellano y otros tantos en llegar, recientemente, con cuentagotas a nuestro país–. Haraway señala que las figuraciones cristianas todavía modelan gran parte del sentido tecnocientífico de la historia y el progreso. “Desde una perspectiva milenaria, las cosas siempre están empeorando –afirma irónica y blasfema, como casi siempre–. La evidencia de la decadencia es estimulante y movilizadora. De manera extraña, creer en el desastre anticipado es en realidad parte de la confianza en la salvación, llegue ésta a través de las revelaciones profanas, revoluciones, dramáticos avances científicos o éxtasis religiosos. Por ejemplo, para activistas de la ciencia radical como yo, la mercantilización capitalista del baile de la vida avanza siempre de forma amenazadora. Siempre hay evidencia de dominaciones tecnocientíficas cada vez más desagradables. Siempre hay una emergencia a mano, reclamando la necesidad de políticas transformadoras.”

Para nuestro provecho, propone Haraway, deberíamos aprender a dudar de nuestros miedos y certezas sobre los desastres, así como de nuestros sueños de progreso. “Deberíamos aprender a vivir sin los rígidos discursos de la historia de la salvación”, insiste. Porque hay muchas relatos posibles, como estructuras de narración para contarlos.

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