las12

Viernes, 7 de febrero de 2003

TERRITORIOS

Jardin de carton

En José León Suárez, desde donde parte el Tren Blanco de los cartoneros cada tarde, funciona una guardería nocturna para los hijos de quienes trabajan rescatando entre los deshechos lo que se pueda reciclar.
Es un proyecto pensado para evitar el trabajo infantil que los chicos cumplen cuando acompañan a los padres, aunque detrás de él se puedan contar otras historias. Historias de miserias que no se encuentran en la basura.

 Por Marta Dillon

Faltan quince minutos para la medianoche. La hora de las brujas parece empujar a los que se apuran por el callejón de mejorado, cincuenta metros más allá del pavimento de la Avenida Central, en José León Suárez, a la entrada del barrio La Cárcova. Vienen empujando las carretas, o carritos, o como se pueda llamar a esa armazón de hierro con ruedas, más o menos convencional, que sirve para cargar los kilos de cartón o papel que se arrastran desde la Capital Federal. Es una larga caravana que se mueve lento, como penitentes, pagando con el calor y el sudor vaya a saber qué falta. La de haber nacido en el lugar equivocado, tal vez. Los faros de la avenida los iluminan desde atrás, los convierten en figuras negras que recuperan sus contornos, sus rasgos, todo eso que distingue a cada uno, cuando llegan a la puerta de un inmenso tinglado de portones celestes y personajes de cuento dibujados sobre la chapa. “Ahí empiezan a llegar”, se dice desde dentro cuando la luz lechosa de los tubos fluorescentes que alumbran el galpón devuelve su rostro a las personas que guían las carretas.
–La Jeny y el Emilio –dice una mamá parada frente al cerco de sillitas enanas que marca el límite entre el adentro y el afuera de la guardería. Y los nombres hacen eco en otras bocas hasta que la Jeny y el Emilio salen, besan a la maestra, se cuelgan de la remera de la madre y se montan en la carreta que ella empuja hasta que el mejorado se convierte en camino de tierra y se angosta, como el resto de las vías que surcan la villa.
Faltan diez minutos para la medianoche. Eso es lo que desconcierta en esta escena común: una mamá que va a buscar a sus hijos menores a la guardería cuando termina su jornada laboral. Sin embargo es tan de noche que causa extrañeza, como si se descubriera un celular apareciendo del bolsillo de una levita, en una foto de época. No hay de qué sorprenderse. Si se trabaja de noche, es bueno que exista un lugar en dónde dejar a los chicos. Son más de 25 mil las personas que cartonean a la hora en que otros duermen, lo extraño es que este galpón pintado con motivos infantiles y convertido en comedor sea el único abierto a la hora en que es necesario.
La medianoche ya pasó. El último tren blanco sale de Retiro más o menos a esa hora, doce, doce y cuarto. En la guardería lo saben las maestras y los chicos que siguen dibujando febrilmente con sus crayones de colores, se hacen bromas por escrito, anotando globitos que salen de la boca de los animales que podrían colorear. Y esperan. A la una de la mañana, minutos más, minutos menos, los pasarán a buscar. Y ni siquiera entonces habrá llegado la hora de dormir. Falta descargar las carretas, ordenar los bultos, revisar lo que se ha cirujeado más allá del papel y el cartón. Los chicos no se caen de sueño, sólo los bebes se rinden. Porque para ellos el descanso es un intervalo intermitente que no tiene nada que ver con el día, ni con la noche.
“A veces tenés suerte y los supermercados te sacan un montón de mercadería. La otra vez dejaron una caja entera de gaseosas ¡porque tenían la etiqueta sucia!”. Malena tiene diez años, y cuenta del oficio de cartonear como una experta. Y la verdad es que lo es. Hace dos que sale con su mamá en la misma procesión de vecinos que cada tarde marcha hasta la estación del tren blanco en busca del cartón cada vez más esquivo. Porque cada vez son más los que rastrillan las veredas de Buenos Aires husmeando entre los residuos para salvar del descarte lo que les pueda servir y porque “desde que los diarios y las revistas publicaron los precios del papel, los porteros quieren venderlo por su cuenta y algunos te juntan cajas pero después te las quieren cobrar, ¡veinticinco centavos te piden algunos!”, se queja una mujer vestida con una pechera blanca que la identifica como mamá cuidadora. Ella también cartoneaba, hasta que el proyecto de la guardería, inaugurada en junio del año pasado, la convocó para trabajar por el Plan Jefas y Jefes de Hogar. “Nos dieron un curso de seis meses y empezamos. Nos enseñaron cómo cuidar a los chicos. No es lo mismo cuidar a los tuyos que a los ajenos, por eso tuve que aprender a pesar de que tengo seis propios”. Las “mamás cuidadoras” cambian los pañales de los chiquitos y colaboran con las tres docentes de la guardería que mantienen una rutina rigurosa, igual que si todo sucediera cuando comienza la tarde. “Todo está programado: una hora de cuentos, otra de deporte, después la cena, descanso, música, y en la última hora, dibujo”. ¿No es demasiado para una guardería que empieza su turno cuando otras cierran? “El turno es largo, es cierto, pero los chicos necesitan estímulo, igual que los grandes. Nosotras los escuchamos, por ahí no podemos hacer nada, pero ya darles un abrazo, un beso, eso es importante para que no se sientan discriminados.” Raquel Bustamante dice que la contención es la parte más importante de su trabajo, que los cartoneros necesitan acciones que “los devuelvan a la sociedad”. Habla de sus vecinos, ella vive enfrente de la guardería y fue por su impulso que el galpón se transformó en lo que es: “Esto estuvo cerrado muchos años, con un cartel que decía que aquí se iba a instalar un centro de salud. Pero como nunca lo hicieron le sugerí a la municipalidad que abriéramos un comedor”. Raquel es la coordinadora de la guardería y del comedor Rincón de Luz que funciona durante el día en el mismo lugar. Hace veinticinco años que vive en el barrio, pero cuando se le pregunta cuánto ha cambiado, cuánto se nota entre esas casas precarias el peso de la crisis, no quiere contestar: “Esa es una pregunta muy política y yo en política no me quiero meter. De eso no voy a hablar”. En una de las mesitas bajas donde se desparraman los crayones un niño dibuja un pájaro que mira al piso, de su pico largo, como de cigüeña, sale un globito. Dentro, una pregunta: ¿qué está pasando acá?

“Esto es municipal, las partidas son municipales, las docentes son empleadas municipales y el galpón es del municipio.” No caben dudas, ya lo ha dicho la señora Lidia Naim, secretaria de Desarrollo Social del municipio de San Martín y esposa del intendente. “Porque sí, es verdad que primero se firmó un acta con la Conaeti –Comisión Nacional para la Erradicación del Trabajo Infantil–, pero después ellos se borraron y bueno, quedó la municipalidad. Y te digo la verdad, esta es una idea que yo tuve. Porque creo que hay que jugarse a fondo por los chicos de menos de seis años, los más grandecitos, ya de siete o más, ahí el trabajo es distinto. Pero los chiquitos hay que ver cómo cambian cuando se los estimula. Imaginate que no estaban acostumbrados ni a comer ni a hacer deberes ni a nada”. Naim es especialmente enfática en cuanto a las normas de higiene. Dice que los chicos estaban acostumbrados a vivir entre la basura y que ahora, en cambio, saben que tienen que lavarse las manos antes de comer. La conversación ha sido telefónica, no es posible saber con qué gestos subraya sus palabras, pero la imaginación permite adivinar alguno cuando dice “basura” o “revolver la basura”. –Lo que quiero aclarar es que esto no es de los cartoneros. Van los hijos de los cartoneros, pero es de la municipalidad –termina Naim, antes de autorizar la visita a la guardería y recomendar especial cuidado ya que en la zona, dice, hay gente joven delinquiendo. “Tuvimos que hacer un pacto con los padres de los chicos para poder instalar la guardería, debido a que está ubicada al lado de un asentamiento peligroso como es La Cárcova.”
Las palabras de Naim enrarecen el aire húmedo de la noche. Ella no está cuando se hace la visita, pero su presencia es palpable. “Yo cumplo órdenes”, se excusa Raquel. Aun antes de saludar ha pedido a las visitas que se identifiquen presentando su credencial. El miedo la hace transpirar. Teme que las fotos la comprometan, que algo de lo que diga no caiga bien a los oídos de sus jefes. “Ellos son los dueños, yo no puedo hacer nada, a mí me dicen lo que se puede hacer y lo que no y yo cumplo. ¿Qué hago si me sacan de acá?” Ella también quiere que quede claro que esta obra no es de los cartoneros, ni de las asambleas populares de Colegiales y Palermo que han acercado donaciones. “Todos se quieren meter y no puede ser así. Porque la guardería tiene cosas, tiene la comida, todo lo que nos da la municipalidad. Ahora andan diciendo que yo no quiero recibir dinero. ¡Pero es que no puedo! Si quieren dar algo que compren cosas y las traigan, pero dinero, no.”

Hasta la una y media de la mañana la guardería permanece abierta. Algunas noches hay hasta noventa chicos que juegan y hasta hacen los deberes, mientras que sus papás o mamás empujan sus carretas hasta que pesan tanto que ya no las pueden empujar. Es un lugar necesario, sin duda. Que las guarderías existan para facilitar las tareas de las madres es un reclamo de las organizaciones populares que en muchos casos es difícil de hacer visible, es una necesidad, sobre todo, de las mujeres. Ellas son las que, mayoritariamente, se hacen cargo del cuidado y la educación de los hijos. “Para mí es un alivio por dos motivos –dice otra mamá cuidadora– porque este trabajo me gusta más y porque los chicos comen acá todas las noches. A nadie le gusta ver a su bebé durmiendo encima de los papeles que juntás, pero no te queda otra.” Por eso es que desde que se abrió el espacio de la guardería muchos cartoneros, y especialmente cartoneras, quisieron aportar para convertirla en un lugar propio. Los bancos de madera sobre los que descansan las mamás cuidadoras los han hecho los mismos padres y hubo quienes empezaron a movilizarse para conseguir juegos didácticos o colchonetas o lo que pudiera servir para que las horas de la noche pasen más rápido. ¿Cuál es la necesidad de aclarar todo el tiempo quién es el dueño del proyecto? La historia de la guardería nocturna, entonces, se transforma. Se habla de ella como si fuera una manzana que unos cuantos niños disputan para poder quedar bien después con la maestra. Los que están con los coordinadores de la guardería, están en contra de los que dialogan con las asambleas populares, los que están con las asambleas populares dejan de ser cartoneros; se juntan con la clase media.
Un niño camina forzando su cuerpo hasta convertirlo en una ese, hace el gesto de quien fuma exageradamente y da unos cuantos pasos en puntas de pie. Está imitando a una de las delegadas cartoneras de la zona, a quien su padre ha elegido como blanco y sobre ella dispara. Que quiere que todo sea de ella, que hace política, que es zurda. Ella hace más de diez años que conoce el oficio de separar de la basura lo que se puede reciclar, “sí, a ella la respetábamos, pero cuando vivía Don Cacho, con él era distinto”. Perdido el sostén del varón, la delegada perdió también autoridad. El que habla también es delegado cartonero, se llama Ariel, fue chofer de colectivos hasta hace cuatro años. Con el correr de los meses supo que tendría que conseguir su propio carro para acompañar a los vecinos en la larga marcha de todas las noches. El no hace política, dice, pero no ahorra ninguna palabra que pueda servir para señalar a los otros.
Ha pasado una hora desde la medianoche. Los portones de la guardería tapan la garganta de luz que se volcaba sobre la calle. Todavía quedan algunos chicos que ya empiezan a cabecear sobre las mesitas. Sus mamás tienen que terminar con el trabajo que les toca, baldear el piso del galpón, ordenar las sillas para el otro día. Desde la avenida se escucha un rumor de motores que asusta. Las carretas cargadas de cartón que quedaron en medio de la calle se acomodan con la velocidad del pánico donde debería estar la vereda y sólo hay tierra. Los patrulleros pasan a velocidad de autopista. Pasan y pasan, son más de ocho, además de unos cuantos autos sin identificación y un camión para traslado de detenidos. Este es un lugar peligroso, lo aseguró la secretaria de Desarrollo Social. Los cartoneros que se habían demorado conversando en la puerta de la guardería se preocupan por los hijos adolescentes. “¿Tenés documentos?”, le pregunta el padre a uno de los chicos y él se tantea la ropa en busca de algún bolsillo. Raquel Bustamante vuelve a preguntar qué es lo que se va a escribir sobre ella. Quiere que las cosas queden claras, que ellos ayudan a los cartoneros. Los cartoneros reciben ayuda y contención y abrazos para que no se sientan discriminados. Pero no organizaron esto, no lo hacen por sí mismos. En el barrio Independencia, separado de La Cárcova por las vías del tren blanco, se ha prometido abrir otra guardería. Faltan trámites burocráticos nada más, que los bomberos cedan el predio. Pero no a los cartoneros, que quede claro, a la municipalidad.

Compartir: 

Twitter

 
LAS12
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.