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Viernes, 7 de febrero de 2003

TEATRO

Desde el borde

 Por Moira Soto

Llega con su tailleur pantalón sin mangas de lino rosa mate, su carterita celeste cielo, el flequillo rubio sobre los ojos claros, lista para soltar la risa al menor pretexto, y nadie –sin conocerla– diría que esta mujer es uno de los vértices conductores de El Periférico de Objetos, grupo creador de notables espectáculos teatrales, reveladores de las zonas más sombrías y perturbadoras de la condición humana. De lo primero que se ríe –no sin un dejo de emoción– Ana Alvarado al llegar a la casa de la cronista, es de una botellita de vidrio marrón, como de remedio antiguo, que adentro tiene un papel quemado en los bordes que anuncia la presentación en el Parakultural de Ubú Rey, de Alfred Jarry. La original gacetilla fue enviada en 1990, cuando El Periférico ya tenía un año de vida y lo integraban, además de Ana, Emilio García Wehbi, Daniel Veronese y Paula Nátoli.
A punto de cumplir los 14 –con Alvarado, Emilio y Daniel como directores desde hace varias puestas–, acaban de estrenar su décimo montaje, La última noche de la humanidad, en el remodelado Espacio Callejón (Humahuaca 3756), mientras que se repuso recientemente en El Portón de Sánchez (Sánchez de Bustamante 1034) la penúltima creación del celebrado grupo, El suicidio. “El otro día alguien escribió el ‘mítico’ Periférico”, vuelve a reír Ana Alvarado, que evidentemente no se la cree. Aunque de verdad el vanguardista grupo que integra y codirige –cuya historia repasa en esta entrevista–, por su permanencia, evolución y rigor, bien se ha ganado ese adjetivo que en el lenguaje corriente remite a una leyenda viva, con su propia tradición, su saga de espectáculos, su carácter innovador y referencial.
Muy jóvenes, los socios de esta fructífera aventura surgieron de las filas de titiriteros del Teatro San Martín que con tanto talento condujo Ariel Buffano. Eran las primeras épocas de El gran circo criollo, y Ana y sus compinches, al mismo tiempo, empezaron a tomar contacto con títeres, objetos, figuras escénicas de otros sitios del mundo. Ella y Veronese fueron becados al Instituto de la Marioneta, en Francia; García Wehbi viajó a Estocolmo. “De ese sacudón nació El Periférico. Yo venía de la plástica, y había un deseo compartido de salir del títere propiamente dicho y entrar en otra zona de objetos. Despegamos con Ubú Rey, que hacía tiempo que no se hacía acá, y menos con títeres para adultos.”

De la vida y la muerte
(de las marionetas)
–¿Ustedes empezaron a llevar una doble vida como titiriteros, de día en el San Martín, de noche en el Parakultural?
–Sí, claro... De ahí nació esta cosa espuria que es El Periférico. Cuando el Parakultural cerró, nos trasladamos a Babilonia, que abría en ese momento. Allí desarrollamos toda una etapa. Seguramente, el punto de inflexión para nosotros, cuando realmente empezó otra cosa, fue en el espectáculo siguiente, Variaciones sobre B..., de Daniel. Con un lenguajemás propio, que se salía de la estética al uso. Ubú... fue como de transición, todavía en el rol de titiriteros. Con Variaciones... entramos en el universo de Beckett. Convocó a mucha gente de teatro, un público diferente del que iba al Parakultural.
–¿Ahí empezó el mito que hoy te sorprende?
–Bueno, empezó a llamar la atención este grupo que se metía con la vaca sagrada y hacia una cosa con unos muñequitos sobre Beckett. Era un descaro total, y encima ni siquiera estaba ese autor en directo. Creo que ahí empezó a armarse nuestro público. En la escena de los ciegos arrancamos con lo que después resultó nuestra marca de fábrica: este lugar del actor que está haciendo un personaje-personaje y paralelamente manipulando a otro personaje. Una disociación más subrayada, y por otra parte, la acción violenta sobre el objeto, y del objeto sobre el manipulador. La tensión recíproca hacia la violencia de ese vínculo. También aquí empieza el sexo por la cabeza, algo típico de nuestras obras.
–¿El centro del erotismo, por otra parte?
–(Risas) Sí, claro: las muñecas con la cabeza rebanada, el coito por la cabeza, los ojos ciegos. Entonces usamos las muñecas antiguas, que se volvieron parte nuestra identidad, aquí y afuera. Por eso les hicimos el gran homenaje en Monteverdi método bélico, para tratar de asesinarlas después. Era la única salida...
–Cuando se conforman como grupo, ¿cómo se distribuyen los roles, las responsabilidades? ¿Cómo se sostiene la cohesión a través del tiempo?
–El Periférico se creó por impulso de Emilio, él dirigió Ubú... Después fue la propuesta de Daniel en Babilonia, y se hizo cargo de la puesta. En la siguiente, El hombre de arena, decidieron hacer una dirección conjunta, sobre texto de los dos. Román Lamas, Paula Nátoli y yo estábamos más en la actuación. En mi caso particular, sumaba aportes desde la teoría, influía desde allí. Cámara Gesell también la hicieron Daniel y Emilio. Cuando decidimos el siguiente espectáculo, yo ya me había instalado mucho como opinión en el proceso creativo. Bueno, se legalizó esa opinión y se conformó el ménage à trois (más risas), el triangulito que sigue en pie desde Máquina Hamlet y tiene una dinámica muy particular: tres personas juntas debatiendo idea por idea, muy militantemente. Máquina Hamlet y Zooedipous son hitos decisivos en mi vida. El fenómeno de la creación unido a un gran placer. En ambos casos trabajamos con intelectuales que nos dieron un soporte importante: Dieter Welke y Tomás Abraham.
–Aparte de lo que podías sumar desde tu formación de plástica, ¿aportás un contrabalanceo, una nivelación específica de género?
–En Máquina Hamlet claramente: me pelée con Heine Müller, con el texto, y con Welke a full. Batallas campales. Me costó mucho ver lo femenino según lo entendía Müller, me resistía a ciertos planteos. Pero, claro, él era el autor: tratamos de encontrar imágenes que también nos representaran a nosotros, sin traicionarlo. Ofelia era la destructora, la que prendía fuego. Un personaje con un nivel de violencia tipo bacante, y yo no terminaba de creerme ese rol, la mujer como el cuerpo que va a salvar por la destrucción. Nosotros metimos un poco más la víctima en ella, que es la única que hace algo, toma una dirección... De todos modos, creo que El hombre de arena fue más transgresor. Era oscuro, oscuro, oscuro... Ahí pudimos trabajar nuestros fantasmas de manera más personal. Nuestra presencia junto a los muñecos, mandándolos bajo tierra, era de una violencia insólita.
–Con Zooedipous suman a la polémica los animales vivos...
–Nos costó mucho concretar esa obra: teníamos tanto material, Deleuze, Kafka... Sí, ahí nos largamos con otros seres vivos. Y ahora, en La última noche de la humanidad, tenemos cucarachas de las grandes. Son bichos muy particulares, sobrevivientes de miles de años. La actriz que sostiene una de ellas –distinta cada noche, claro– le habla, le toca las patitas, y la cucaracha mueve las antenas, parece escuchar. Para nosotros el tema de qué manipular se fue volviendo más complejo, veíamos muchas posibilidadesmás allá de los muñecos. Entre los titiriteros es muy común la manipulación del pollo pelado, pararlo, hacerlo bailar... De ahí pasamos naturalmente a la idea de la gallina viva.
–¿Con la intención también de shockear un poco al público?
–Bueno, sí, somos chicos muy malos (carcajadas). Nos hacemos, por lo menos... En Zooedipous, la gallina lograba impresionarnos a nosotros cuando no lográbamos agarrarla. Tuvimos cantidad de despelotes con ese animal afuera, nos mandaban veedores. Hasta que se dieron cuenta de que la que aparecía muerta era de látex, aunque muy realista. También el traslado de otros bichos ocasionó trastornos, por ejemplo, los bichos bolita que estaban en esa obra y no existen en otros países. Y no los podés llevar en el bolsillo porque es traslado de fauna... Y ahora con las cucarachas, porque presentamos primero La última noche... afuera, volvieron los problemas, porque no todos autorizan a matarlas en escena. Imaginate, una hipocresía total. Acá también se armó un poco de debate sobre el tema el otro día.
–¿Monteverdi... anticipaba la temática de La última noche de la humanidad?
–Monteverdi... fue un esfuerzo sobrehumano, una producción muy pero muy compleja. Y sí, creo que anticipaba algunas ideas de lo que estamos haciendo ahora. Fue muy impresionante la experiencia de estar en escena con ese tipo de cantantes que despliega una energía que no se parece a nada. Con Monteverdi..., además de nuestros seguidores habituales, tuvimos otro público. Diez funciones en la Coronado del San Martín, quedó mucha gente afuera. Una gran experiencia.
–El caso es que ustedes se juntaron en el ‘89, zarparon en el ‘90, atravesaron esa década de oprobio y el siglo XXI los encuentra unidos y con renovada salud artística.
–Es un momento particular para nosotros: de dos festivales de afuera nos ofrecieron producirnos espectáculos diferentes para las mismas fechas, y pensamos primero en hacer sólo uno. Pero después nos largamos a preparar los dos, simultáneamente: El suicidio y La última noche de la humanidad. El primero era la obra que teníamos pensada antes de que apareciese el pedido de Viena de hacer a Karl Kraus. Nos interesó tomar el tema del suicidio y poetizarlo. Hicimos algunos relevamientos muy interesantes, como los textos del psiquiatra Ramos Mejía, que clasificó los suicidios del siglo XIX. El 20 de diciembre de 2001 nos agarró durante los ensayos y nos provocó como una explosión de lo argentino: el espectáculo quedó atravesado por un imaginario muy local.
–¿El texto completo de La última noche... es tan apabullante como lo sugiere el montaje que están presentando ustedes?
–Son seiscientas páginas. Es tremendamente impactante si se piensa en la época en que Kraus lo escribió: todo lo que este hombre intuyó que representaba la guerra, los intereses económicos en juego. Anticipa la Segunda Guerra y el nazismo, advierte el lugar de la prensa, prevé esta cosa mediática cuando las guerras se vuelven negocio en ese terreno. Sobre la base de esas ideas construimos las dos escenas: de lo que habló Kraus y de lo que no llegó a hablar. La primera, radicalmente sucia, sin atenuantes; la segunda, radicalmente blanca, donde no apareciese ni huella del combate, de la trinchera. Kraus fue el punto de partida, después empezamos con las improvisaciones. El primer acto lo armamos a partir de la música de Cecilia Candia, muy buena compositora de música contemporánea que ha trabajado mucho con nosotros. Quizás se pueda decir que El suicidio es nuestra obra más amoral por lo duro del tema. Pero en Máquina..., en Monteverdi..., en La última noche... nos ubicamos en un lugar y tiramos cosas, a veces con polémica entre nosotros. Mantenemos ese espíritu de los ‘70 en cuanto a intercambio, debate, las ideas sobre la mesa, todo lo cual suele implicar planteamientos morales, tomas de posición. Sí, todavía nos metemos en honduras, tenemos un compromiso con ciertos principios. No nosda lo mismo que Bush haga la guerra o no... Por eso creo que en estos momentos se redoble la vigencia de La última noche...

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