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Viernes, 29 de enero de 2010

Figurita difícil

La inventora francesa de un lenguaje femenino tan ajeno a todo lo que se espera de una dama tradicional y también de lo que se supone debe ser una mujer liberada resulta desde hace mucho tiempo muy difícil de hallar en librerías. La reedición de su novela Dúo que el próximo domingo estará en los kioscos, como parte de la colección Los 40 de Anagrama que edita este diario, es una excelente oportunidad para hablar de ella, para recordar quién era y quién quiso ser esa señora llamada Colette.

 Por Marisa Avigliano

Le gustaba decir que a los seis años, cuando usaba vestidos de terciopelo y de seda debajo del delantal negro que la laicidad imponía, leía a Daudet, Hugo, Mérimée y sobre todo a Balzac, su predilecto. “Nací en Balzac”, repetía orgullosa.

El otro nacimiento fue el 28 de enero de 1873 en Saint-Sauveur-en-Puisaye, Borgoña.

Sido, su madre, figura mítica de su literatura, casi muere después de un parto de “más de cuarenta y ocho horas”; se esperaba el peor desenlace, todos los cuidados fueron para la parturienta porque la recién nacida era “azul y muda, nadie creyó útil ocuparse de mí” (Colette, Le Fanal bleu).

Gracias a la leche de Mélie, su nodriza, una joven madre soltera y a los cuidados de Sido, Colette creció sana y recibiendo un sobrenombre nuevo cada día, Minet-chéri (Gatita querida), era el que usaban con más frecuencia y con el que la seguían llamando incluso cuando ya había dejado de ser una niña.

Lecturas apasionadas –cuentan biógrafos seducidos que a los siete años tenía ya en su biblioteca el teatro completo de Eugène Labiche–, poemas escolares declamados de la mano de su maestra, la señorita Terrain –quien exaltaba su sentido del humor y una rara e inesperada precisión en el estilo–, iniciaron el garabateo inconsciente, el camino de Colette escritora capaz de lograr una peregrina fusión entre sus emociones y lo infinito del mundo. Aquella señorita Terrain y su ayudante, la señorita Duchemin, serían años después la señorita Sergent (a la que describía como feísima) y su asistente Aimée, una pareja de lesbianas en Claudine en la escuela. Cuentan que cuando se enteraron quedaron azoradas, ofendidas, incómodas y arrepentidas de haber fomentado la creatividad en aquella pequeña alumna.

Se pregunta Kristeva en su libro El genio femenino dedicado a Colette y editado por Paidós: “¿Por qué Colette? Porque ella inventó un alfabeto (...) donde una Colette nocturna explora los abismos de nuestras identidades y los llama un caos nauseabundo sin comienzo ni fin pero donde ‘ciertos arabescos se leen como caracteres de alfabeto’.” Portadora de una prosa que funda un reino de sexualidad femenina que la propia Colette definió como “más dispersa que el espasmo y aún más ardiente”.

ABAJO DEL DIVAN

Las palabras para Colette son rasgos que conviven y se mueven en la misma ruta que marcan las golondrinas, entre los rayos del sol, rodeando a los vegetales ya florecidos y también entre cuerpos que se cruzan y rozan. La escritura colettiana no existe sola, existe en tanto forma un dibujo en el mismo bastidor, es parte del mismo bordado hecho con “zarcillos de vid”. Una virtud que se desprenderá el goce y que hace gala de su temperamento polifónico en armonía con un estilo misterioso que busca que en cada arabesco el ritmo de los deseos se mueva al compás de las percepciones.

Arrojada de cuerpo entero a un combate feroz que buscaba imponer su libertad de mujer y su firma de escritora, Minet-chéri les asignó a las letras francesas –mucho antes del éxito– una sensualidad que desafiaba la inhibición casta y prudente del común de la gente; pero lo hizo sin postular un erotismo victorioso, terreno ganado por sus compañeras, las llamadas “liberadas”, y sin siquiera rozar el otro extremo, el de una decencia presupuesta y por demás atormentada.

Estimulante, audaz en el escándalo de sus costumbres, Colette transgrede sin predicar ninguna transgresión. Dice Julia Kristeva: “Consigue darle a su experiencia de libertad sin complejos el lenguaje de una profusión dominada por una retórica clásica que remite a los lectores modernos a la serenidad del milagro griego.”

En el año 1900, mientras Freud publicaba la interpretación de los sueños, apareció Claudine en la escuela, saga que continuó con Claudine en París (1901), Claudine y el matrimonio (1902) y Claudine se va (1903). Si bien fueron clasificadas como lectura de fácil éxito, no era difícil ver que detrás de esa apariencia sencilla, las vivencias de Claudine revelaban una imagen muy diferente de la que en el mismo momento revelaba el erotismo femenino freudiano. Mientras una voz confesaba una sexualidad traumática y apocada al oído al médico vienés, la otra se complacía en mostrar los pormenores de sus placeres sin negar las angustias debidas.

LA MAJA SEMIDESNUDA

Colette es la provinciana rodeada de animales, la burguesa avara que se esconde detrás de algunos escándalos, la silueta ideal para despellejar en varias páginas de revistas femeninas, la sobrevalorada actriz del music-hall, la hermafrodita mental, el mimo devenido en conferencista y también la genial escritora dueña de un lenguaje monstruoso y privilegiado que trasciende cualquier rol de mujer que su siglo le haya designado. Colette errante, cruel, inmoral, incestuosa o antigua, tiene un don especial, como si pudiera una y otra vez posar desnuda y escandalizar tal como lo hizo aquella noche del 3 de enero de 1906 en el Moulin Rouge durante la presentación de la pantomima “El sueño de Egipto”, cuando personificó a una momia que, tras volver a la vida gracias a los artilugios de un sabio austero y despojada de las vendas, besó y abrazó desnuda y en plena luz del día a su salvador. No es difícil imaginar que bajaron el telón rápidamente y suspendieron la función. Al día siguiente la prensa condenó el exhibicionismo y la policía prohibió el espectáculo.

El gossip fue perfecto, enredos de alcoba (ex marido, amigos y mujeres amantes) abajo y arriba del escenario, una función estelar con Willy, Meg, Missy y la propia Colette, naturalmente. La gira teatral o la vida, que en este caso era lo mismo, recién empezaba y Colette estaba dispuesta a todo, hasta de tomar lecciones de boxeo para adquirir (según algunas versiones) el punch más vicioso que alguien haya visto jamás.

Para Colette se trataba de eso, de estar viva, viviendo; así lo describió en una carta a Gérad d`Houville (seudónimo de Marie de Régnier): “Tal vez sólo nosotras dos entendamos algo de la muerte, usted por serenidad y yo por indiferencia, puesto que yo no puedo interesarme en nada que no sea la vida.”

Años después llegarían los halagos de Simone de Beauvoir: “Es en Francia la única gran escritora mujer y hablo de una verdadera escritora”; el nombramiento que en 1945 la convirtió en la primera mujer elegida para la Académie Goncourt, los reconocimientos académicos y la recuperación de su literatura, una literatura que se conoce mucho menos que la marquesina de la vida de su autora. Quizás ella lo presagió cuando inspirada en Proust eligió este epígrafe para uno de sus textos: “¿Imagina usted al leerme que pinto mi retrato? Paciencia, es sólo mi modelo”.

LAS OBRAS, LAS OBRAS

Poco se encuentra de Colette en estos días por las librerías y traducido al español, Amores contrariados (que Alba Editorial distribuirá en la próxima Feria del Libro) reúne tres de los últimos textos escritos por Colette cuando tenía ya setenta años. En “El quepis” cuenta la revancha de una mujer que creía que ya no volvería a tener sexo; “El pimpollo” es un juego de condiciones y curiosidades eróticas: “¿De dónde me vino el gusto por las jovencitas? Creo que fue por una amistad viril. Entre los quince y los veinte años, tuve un amigo, uno de esos compañeros de adolescencia a quienes el corazón de un chico normal es más fiel que a una amante”. Y en “La luna de la lluvia” prorrumpen el fracaso y la venganza de una mujer abandonada. Nada ajeno para el mundo colettiano, todos temas muy propios que han aparecido a lo largo de su producción literaria y que la autora ha experimentado lingüísticamente una y otra vez según épocas e intenciones. En sus relatos la excitación erótica es siempre una perversión natural, porque para Colette todas las zonas erógenas y todos los objetos del mundo son fuente de frustración o de satisfacción. En simple, la intención natural de revelar el goce femenino marcó su estilo, un estilo carnal, una carne que revela el mundo, escribe Kristeva: “El despertar de las flores, las ondulaciones de los animales, las apariciones sublimes, los monstruos contagiosos”. O como la propia Colette lo decía: “Un potente arabesco de carne, en una clave cifrada de miembros entremezclados, monograma simbólico de lo inexorable”. Recorrer su vida facilita cualquier explicación, porque ella misma experimentaba esa metamorfosis en su propio cuerpo siempre excitable y a la vez celosamente dominado por la disciplina de la escritura (una vez más excitación y escritura van juntas).

Siendo adolescente Colette se imaginaba como “reina de la tierra” con una “frente cuadrada de varón (...) ¡yo seré marinero!”. El carácter andrógino caracteriza la ambigüedad de sus maridos y amantes; ella atribuía la igualdad en las preferencias sexuales a que en su medio la belleza femenina y masculina se valoraban por igual, por eso la reina de la bisexualidad despliega un manto de igualdad sin embargo en sus obras y sobre todo cuando se trata de un menage à trois, el vencido es siempre el hombre.

En “Lo puro y lo impuro”, un texto que ha adquirido el valor de testamento literario, la pureza está del lado de la pareja homosexual siempre y cuando esa pareja logre deshacerse de “las violencias de la carne y alcance lo infinito”. Definitivamente lo impuro sólo está del lado de la guerra de los sexos a la que ella denomina “enemistad” y en la que ubica a los donjuanes, vampiros y mujeres con conductas alienadas entre otras.

Aquí, algunos de los personajes –amigos y conocidos del París de los años ’20– aparecen con su propio nombre: su amante, la actriz Marguerite Moreno, la escritora Renée Vivien, otros, permanecen ocultos detrás de seudónimos como Amalia X, Lucienne o madame Charlotte. Charlotte (¿la emuladora de Colette?) es la primera protagonista de ese placer puro, como si ella misma lograra ser el milagro del saber fingir antes que el “enigma de la frigidez histérica”.

Escribe en “Lo puro y lo impuro”: “Pero del seno de ese mismo silencio nació imperceptiblemente un sonido en una garganta de mujer, un sonido que se insinuó ronco, se aclaró, adquirió firmeza y amplitud al renovarse, como las notas plenas que el ruiseñor repite y acumula hasta hacer que se desgranen en un gorjeo... Una mujer, allá arriba, luchaba contra su placer invasor, lo apresuraba hasta su término y su destrucción, primero en un ritmo calmo, tan armoniosamente, tan regularmente precipitado que yo me sorprendí siguiendo, con un cabeceo, su cadencia tan perfecta como su melodía”.

Las mujeres en las obras de Colette suelen hacer dúo con el paisaje, con la luz de luna que se filtra por una ventana, con el respaldo de un sillón, con el apoyabrazos. Los personajes femeninos y en especial Mitsou y Gigi, son mujeres dueñas de una sensibilidad sutil y diferente del resto de los humanos, son mujeres capaces de reflejar el ideal de la femineidad, arman el rompecabezas y combinan perfectamente con cada una de las palabras que las describen.

EL PAJARO Y LOS GATOS

Les temía a los pájaros, prefería a los animales de cuatro patas, adoraba la merienda, era su comida preferida, adivinaba el perfume del pan de las cuatro de la tarde sobre la mesa, publicó sus novelas inaugurales con un seudónimo (las firmaba con el nombre de su primer marido), se casó tres veces, hizo libros ilustrados, cine, escribió teatro y notas críticas, tuvo una hija justo cuando moría su cósmica madre, fue amiga de Proust, Cocteau, Picasso, Ravel, Jarry, publicó más de cincuenta libros y en los últimos tiempos por causa de la artritis, ya casi no salía de su departamento del Palais-Royal.

Sidonie Gabrielle Claudine Colette murió en París en 1954.

Pocos días después, Jean Cocteau le escribió a su amigo Michel de Bry, “Estaba lejos de Palais-Royal cuando nuestra Colette simuló partir. Ya no iré a verla a su casa, porque ha recuperado su juventud y entra en mi cuarto sin abrir las puertas, como los gatos.”

Muchas son las imágenes que de Colette aparecen y dejan verla, imaginarla, volver a significarla como en esa foto que muestra su mano apoyada sobre un texto, sosteniendo una lapicera pluma, sin el capuchón y acompañada por una atenta mirada felina, como si al espiar la mentirosa intimidad buscáramos sacar provecho de una película en blanco y negro que rodamos en silencio mientras corre sangre y linfa de un relato hecho con memoria ajena.

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Colette en 1935 llegando a Nueva York.
 
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