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Viernes, 16 de julio de 2010

SOCIEDAD

SUSANITA ES MADRE SOLA (Y YO TAMBIEN)

Las familias sin mamá y papá, llevadas adelante por madres solas (por opción o resignación), son muchas en un país con un 30 por ciento de jefas de hogar. Una redactora de Las12 cuenta la vida de una mujer fuera del formato clásico que pregonan los sectores conservadores, aunque hubiera querido un formato clásico que no pudo ser.

 Por Luciana Peker

Perdón Simón (De Beauvoir), la gestora de la idea de que las mujeres no estamos sólo para gestar, pero yo bendecí desde el 6 de junio –de mis 11 años– a la menstruación que llegaba para darme una casita para mis hijos. Me escapé en tren en busca del deseo, a los 14 años, por un hombre que dejara mi cuerpo libre. Y me escapé del miedo a que mi papá –que tenía una vida tremenda y que no pudo zafar de esa herencia– me pegara. Me pegaba igual –aunque me regalara libros que adoro de Eduardo Galeano– con todas las contradicciones que tiene la violencia de la clase media y huí entre amores que se apagaban porque nunca creí merecer, la rebeldía de cambiarme en el zaguán para enfrentar la calle con mi femineidad enguantada en vestidos rojos y el refugio de la sopa de mis abuelos.

Cuando mis abuelos –Tita y Benito– murieron, el desamparo no tuvo más tardes en La Perla, de Mar del Plata, ni lecturas de la revista Gente, ni terapias intensivas en donde mis caricias eran tan esperadas como el alta médico, ni apuestas a ver quién elegía a quién en ¿Usted se quiere casar? de Roberto Galán.

Durante años pasaba algún galán a dejarme un chocolate y una noche de mimos. Pero ya sabía que llamar –esa misma acción que me hacía ganarme el pan (o las tortas de manzana) en el periodismo– era lo mismo que decir atrás, satanás. Lo sigo sabiendo y lo sigo haciendo. No sé si porque no aprendo –es posible– o porque busco que el deseo de encuentro deje de dar miedo, aunque las margaritas se marchiten al segundo intento de deshojar preguntas o alojar roces.

Por esa época, harta de estar sola, decidí que mi remedio era mi enfermedad (soy de la generación que adoramos a Fabi Cantilo y sus polleras tremendamente cortas) y viajé sola a México. Volví poderosa después de sentarme sobre la selva de Palenque y entrenzarme en el mar azul de Tulum. Me tocaron la puerta para pedirme amor. Me pareció casi una incoherencia decir que no. Compartí ocho años con un marido y padre. Hasta que nació mi segunda hija y él se fue a los tres meses. Creí que ese momento era el peor. Y no. La cotidianidad de la vida se puso mucho más brava.

Me mudé apechugando frente a los muchachos del flete. Trabaje más de lo que trabajaba. Aprendí a pedir prestado cuando hay que servir la mesa sin otro hombro para pucherear y a comprar las zapatillas, la flauta, los ojalillos. Sé que hay que llamar a los compañeros de colegio cuando le faltó copiar tarea a mi hijo mayor, aunque el reloj del cierre me corra y aunque del otro lado sólo oiga cómo el teléfono se corta.

Yo no quería ser una mamá sola. Como esos carteles naranjas de la marcha del martes –de los que me diferencio por discriminadores, conservadores e inquisidores–, me identifico en que también quería una familia con una mamá y un papá. Y si no era una familia –cuando ya hace más de cuatro años acepté perder el calorcito a la hora de irme a dormir– al menos con un dúo que funcionara como equipo.

No soy la única, es cierto. Somos muchas las que elegimos o nos bancamos tener una familia de una sola palabra (mamá) como quiero que tengan derecho a elegir los gays y las lesbianas a formar familias de mamá y mamá o papá y papá o mamá/papá/mamá. Como siento un compromiso de por vida con Jazmín –una de las tres hijos/as de Silvina Maddaleno y Andrea Majul– que dice que tiene el corazón de “Luchana” y para mí (que le regalé casi sin darme cuenta un corazoncito que colgaba de mi cartera cuando les hice una de las notas más lindas y trascendentes de mi vida) eso implica casi un madrinazgo ideológico/amoroso para que ella crezca con acceso a las mismas leyes que mis hijos.

No soy la única. Pero soy una de las que parimos todos los días criar a nuestros chicos/as sin otros brazos, sin abrazos y con la popa puesta en pelearla, el viento en contra y el mote de “quejosas” si encima sufrimos por no poder ser la mamá que ahora debería estar en el colegio amasando una pizza (¡y suerte que me acordé que había que llevar salsa mientras escribía esta nota!) para que mi hijo no me lo recrimine a la vuelta de la escuela.

No era lo que quería. O mejor dicho, yo sí quería una familia con papá y mamá, igual que los que pregonan esa Argentina para pocos disfrazada de naranja. Hoy ese color sólo nos recuerda que si no somos nosotras las que compramos las naranjas no hay naranjas en nuestras cocinas (y ni hablar después de la culpa de no haberles hecho juguito cuando llegan los resfríos).

Ojalá me pareciera a la familia que pregonan los de “familia hay una sola”. Yo –que no somos todas– hubiera elegido el sabor clásico. No es que no pudo ser. No fue por muchas razones que se enmarcan en tramados sociales (que la Iglesia, generalmente, no combate) y tienen que ver con la violencia doméstica, el machismo, la sobrecarga sobre las madres, el amor líquido, la apropiación de chicos que después reproducen sus abandonos primarios, el individualismo, las dificultades en la justicia y miles de etcéteras más (a veces individuales y, muchas más de las veces, sociales) que cargamos muchas de las mujeres que criamos sin un papá al lado o que –aunque exista un varón padre– somos las que sostenemos desde las zapatillas hasta la bufanda para el frío o las preguntas temidas de la noche cuando la luz se apaga y aparecen los miedos. De nuestros hijos y de nosotras que temblamos ante la duda de si podremos –también– mañana.

Tenemos la inseguridad –más que la jactancia– de la duda permanente. Pero algunas –como yo que me siento embanderada en esta lucha– creemos que el matrimonio igualitario es de las peleas más dignas y lindas de esta vida: es una pelea por el amor.

Es para que los y las que se puedan elegir se elijan. Y se sepan –como cuentan Andrea y Silvina– que una le usa los tacos a la otra y la otra le tiene paciencia cuando las hormonas se revolucionan con la menstruación. Algo tan parecido al amor como la sopa de mis abuelos.

Por ese mismo amor, por todas las mujeres que sabemos de la mochila de sabernos solas frente a la crianza de nuestros hijos y por la libre elección es que defiendo el modelo de la familia mamá y papá para quienes lo desean y lo logran. Y los nuevos modelos con los mismos derechos para quienes elijan otras formas de amarse con el mismo arroz caído como bendición.

Pero que a todas las Mafaldas o Susanitas que no quieren, o no pueden, o no las dejaron compartir de a dos que nadie venga a decirnos qué es una familia. Nosotras la peleamos todos los días. No necesitamos discursos. Damos y recibimos amor con lo que construimos y para construir pibes y pibas que puedan elegir su propio amor.

Mi familia es de a tres y así la amo.

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Imagen: Pablo Piovano
 
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