ARTE
la trama guarani
Durante un año, la artista misionera Mónica Millán observó y aprendió de la tradición del tejido Ao Poi, una técnica de hilado de la que subsiste desde hace varias generaciones el pueblo paraguayo Yataity. De las voces de las tejedoras, de la delicadeza de las tramas y los vínculos que se forman en torno de los telares, trata la muestra que montó en Buenos Aires: el vértigo de lo lento.
Por Marta Dillon
Cuando Mónica Millán no sabía cómo seguiría su trabajo, iba a verlo a Enrique Narvaja. Se sentaba a su lado, reconocía en el asiento del hombre las señas de su cuerpo, escuchaba el sonido de la bobina que él mismo construyó después de mucho calcular, y esperaba. Esperaba que el hombre que dice tener la edad vieja encontrara el tiempo de donar sus secretos. La paciencia es necesaria, aprendió Mónica. No hay nada que se pueda sonsacar a esta gente de un pueblo encerrado en el centro de un país que también está en el centro, encerrado en el corazón de América del Sur. La gente se abre cuando se la sabe esperar, cuando se puede entrar en el ritmo de las manos que van y vienen sobre los hilados, de la aguja que entra y sale, del dibujo que el bordado va pariendo en su camino como una gallina clueca que pone aquí y allá. Mónica esperaba y Enrique le ofrecía sus recetas de cocina. Ella las ensayaba por la noche y al otro día volvía con un bocado de prueba, como quien abre un círculo y lo cierra, como quien cumple con un ciclo, igual que el bocado dentro del cuerpo, igual que la tela que se forma y que un día de 1947, según Enrique, salió de Yataity y se fue a Asunción del Paraguay, y desde allí a los cinco continentes. “Es como un pájaro el Ao Poi”, dice el hombre de la edad vieja nombrando este hilado como se lo nombra en guaraní, la lengua rítmica que da su cadencia aun cuando se use el castellano. “Va por el mundo entero el Ao Poi, educando a la gente, cada gente pregunta ¿cómo se hace este trabajo? Y así es, así es.” Es lo que dice Enrique y lo que Mónica Millán, artista plástica y alumna de la paciencia en el pueblo de Yataity, ha transcripto bajo ese retrato filigranado del hombre que le donó sus secretos y de las muchas mujeres que lo comparten y sostienen la tradición de una tela que en esos continentes donde ha sabido volar tiene un valor que los que la hacen jamás conocerán. Situación de estudio, el vértigo de lo lento, es el nombre que la artista eligió para la muestra que presenta en la galería Luisa Pedrouzo y que es tan suya como de las y los tejedores que le enseñaron ese particular vértigo que ahora exhibe.
Las fronteras son débiles entre Paraguay y Misiones, dice Mónica. De hecho esa provincia argentina alguna vez fue parte del país de la tierra roja. Por eso, cuando esta mujer llegó a Yataity, tuvo la sensación de estar volviendo, de haber caminado en círculo hasta el principio de su infancia en un pueblo misionero, San Ignacio. Ella también es bordadora, sus abuelas le enseñaron a hacerlo, como le enseñan todavía otras abuelas a los niños y las niñas de Yataity, desde que pueden sostener una aguja, antes, incluso, de aprender a leer y a escribir. A Mónica, el bordado (y su infancia) se le coló en la pintura antes de pensar que viviría de abril a abril en ese lugar encerrado por la vegetación y las sierras, por los animales sueltos, los jardines floridos y los cortes de rutas que también expresan las luchas de los campesinos paraguayos, primero por la tierra, después por la industrialización del algodón. Pintaba vírgenes ornamentadas según las tradiciones de los distintos pueblos de la cuenca del Paraná. Viaje por el río se llamaba ese primer proyecto en el que elladescubrió sorprendida la marca del bordado infantil en los velos de las vírgenes. Después de haber ganado una beca de la Fundación Rockefeller y del Museo del Barro en Paraguay para investigar sobre la identidad en tránsito de las tejedoras de Ao Poi, de nuevo se sintió extrañada de su propia obra. ¿Por qué estaba dibujando si ella acostumbraba pintar? ¿Por qué permanecía contra la pared, con la única iluminación de una foto proyectada, tan quieta que hasta la respiración parecía molestarla mientras encerraba con la afilada punta de un lápiz los contornos de la sombra y la luz? Con ese lápiz que traza líneas negras, pero que a la vez parece perforar, ella estaba bordando. Si la intención primera había sido homenajear a esas personas de paciencia infinita que pueden tomarse un mes completo para hacer un solo mantel exquisito haciendo sus retratos, la obra se plantó ante la artista y le ofreció ese lenguaje del lápiz y la luz para homenajear también la fragilidad del bordado, la obra de esos otros artistas que crean para comer todos los días.
En Yataity todos tejen, todos bordan. Los hombres, las mujeres, los ancianos y los niños. Ese pueblo no podía ser más que encantador, pensaba Mónica, si las manos de sus habitantes eran capaces de dar al mundo esas telas que no visten sino acarician, esas camisas que bien planchadas se transforman en exquisitos trajes. Y todos lo hacen a la intemperie, derrumbando las pretensiones de lo privado, bajo los árboles de mango, en los patios que dan a la calle, en el mismo lugar donde se comparte la mesa y la chipá, las manos van y vienen para acumular a los pies metros de Ao Poi, calando el bordado Ju, ese finísimo enrejado de hilo. Entre esos patios circula una niña con su bicicleta cargada de tejidos. Va de una casa a otra dibujando otros caminos, vínculos que van y vienen, que no terminan porque siempre vuelven a empezar. La niña es quien lleva la tela de una casa a la otra para que las especialistas vayan sumando en cada parada un detalle de su arte. Alguien le hace los festones, alguien el diseño central, alguien más las flores que se entrelazan sobre la base del Ju. En este pueblo la obra no es de uno, es de todos. Si alguien quisiera apropiarse del proceso completo para poner su rúbrica a la creación debería tomarse al menos seis meses en terminar un mantel. Pero esa no es la idea ni la tradición. La tradición es circular, como en círculo se sientan para recrear el mundo como se viene haciendo desde siempre. Se fuma, se pasa el tabaco, y en el centro alguien desgrana los mitos de la creación en los que la lluvia, la humedad, el agua, son distintas formas del elemento primordial que abrió paso a todo lo demás. Se sientan en ronda como redondos son los bastidores para el bordado en los que también se recrea el mundo. Ellos tejen y a la vez tejen el entramado social. Mónica también tejía, hacía sus bordados de jardines para compartir su saber con quienes tanto sabían. Y mientras tejía su obra, se tejía otro entramado, círculos dentro de círculos. En las horas que pasaba sentada junto a las bordadoras Arístides Escobar tomaba fotos que ella después proyectaría sobre la pared y José Escobar escuchaba y convertía las entrevistas en narraciones. Si esta muestra lleva la firma de Mónica Millán es porque en ella siguen habitando las voces de quienes le susurraron sus secretos. Por eso ella se demora siempre en la última de las piezas que montó: una mesita baja como la que se puede encontrar en cualquier hogar de Yataity con una pila de tejidos prolijamente ordenados. Mónica los abre e invita a gozar de su maravilla, los estruja contra sí, siente el abrazo de la trama, busca palabras para describir lo que a ella le producen. “No sé, dice, tal vez es cómo está la vida, pero yo siento en esto una dignidad tan grande...”
Nidos de pájaros, panales, montañas orgullosas de su trama intangible, coronadas por diminutas palmeras tejidas al crochet que arrastran su cola de encaje como novias, diseños leves como espuma. Son tres piezas, cada una en su mesita. Detrás, los dibujos que le dieron origen, visiones de laartistas de las sierras Ybyturuzú que interrumpen el horizonte de Yataity. La montaña macho y la montaña hembra un día se disgustaron y nació la tormenta, inventó Mónica emulando a los que recrean el mundo sentados en círculo. Esa historia diminuta es la que ofreció a las mujeres que bordaron el Ju como nunca lo habían hecho, en tres dimensiones, para conformar a una artista ocurrente que se había hecho parte del pueblo. No fue fácil que aceptaran, ¿para qué podría servir semejante cosa? Pero después quisieron aprender ellas también a construir los moldes. Las mujeres de Yataity entendieron que tenían mucho que aprender de Mónica y Mónica de ellas, cerrando o abriendo un nuevo círculo. Es que Mónica hace cosas diferentes, si ellas repiten, la artista crea. Pero la artista se rebela, entiende que en la repetición hay pequeños detalles, diseños, a lo mejor no más que un pétalo, puesto ahí por puro gusto, para conformar un placer inútil. Eso es arte, esa mínima variación para complacer al gusto. Este pueblo está lleno de artistas, dice Mónica, que nos regalan su obra porque jamás tendrán noción de cuánto realmente vale cuando sale de allí en busca de su destino errante.
“Llegar a Paraguay es como sentir que baja una cúpula y te aísla y te protege del mundo”, dice la artista con cierta nostalgia por todas esas tradiciones que en su pueblo han sido arrasadas. ¿Serán entonces un homenaje a lo que ha permanecido a pesar de todo, esas “guaridas”? Si los tejidos, los retratos y las voces remiten a lo íntimo, esas montañas de barro, paja y miel de caña que reposan sobre el piso son el paisaje. Es lo primero que vio Millán, gigantescos hormigueros de carcaza sólida, protuberancias que emergen de la tierra y son la tierra. Takurús se llaman en guaraní, que no sólo evocan a los tatacuá (hornos de barro) si no que son su molde original. Antes de saber cómo construir los hornos para la tortilla y el chipá, los pobladores de la zona vaciaban los hormigueros y los usaban para cocer los alimentos. Con ese fragmento del paisaje se quedó Mónica Millán y lo expuso, lo moldeó con su mano izquierda y ahí está su huella, como un homenaje, como una caricia hacia esos objetos que se pierden en la cotidianidad y que la artista ha decidido rescatar. Igual que a los tejidos y las voces que le dan vida.