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Viernes, 18 de julio de 2003

TEATRO

Nora quería volar

Con interpretaciones antológicas de Ingrid Pelicori, Alberto Segado y Horacio Roca, muy bien acompañados por todo el elenco, acaba de estrenarse Lo que pasó
cuando Nora dejó a su marido, mordaz pieza de Elfriede Jelinek. La puesta en escena valoriza esta suerte de despiadada continuación de Casa de muñecas.

Por Moira Soto

Lo peor de Nora es que abandona a sus hijos (“traiciona de esta manera los deberes más sagrados”, le dice su todavía marido en el cierre de Casa de muñecas) para tratar de educarse a sí misma, de adquirir experiencia, de pensar por su cuenta e intentar comprender. Por supuesto, también deja a Torvaldo Helmer, al dar su famoso portazo (que unos minutos antes iba a ser un suicidio sigiloso en el “agua negra y helada”), gesto sin duda audaz para una damita burguesa, consentida y coqueta de fines de siglo XIX, en alguna ciudad noruega muy tradicional y convencional. Norita, recordemos, había pedido un préstamo, falsificando la firma de su padre para atender la salud de Torvaldo. Pero ciertos avatares llevan al prestamista a denunciarla ante su marido. Y ahí es cuando el papito pigmalión sobreprotector Torvaldo muestra la hilacha mezquina, el terror por el qué dirán, que disfraza pomposamente de honor, y la maltrata verbalmente hasta reducirla a la criatura más indigna e irresponsable. Pero aparece el pagaré y el hombre vuelve a ser el amoroso perdonavidas de siempre, paternalista infantilizador (“dejaría de ser un hombre si tu incapacidad de mujer no te hiciera el doble de atractiva a mis ojos”). Pero su Nora se da vuelta como un guante y así, en cueros metafóricos, sin recursos de ninguna especie, sale al mundo exterior.
¿Cuántas veces las/os espectadoras/es, lectoras/es de Casa de muñecas de Henrik Ibsen se habrán preguntado que habrá sido de la alondra de Torvaldo? Algunas piezas de ficción –como el film Kramer vs. Kramer– intentaron actualizar la situación y dar una respuesta, dentro de cierta ortodoxia más o menos feminista. Pero hubo en 1979 una gran escritora austríaca, poco difundida en nuestro país (apenas se suele mencionar como referencia La profesora de piano, con Isabelle Huppert, película basada en su segunda novela, de 1988, La pianista), novelista y dramaturga que dio su propia versión –feroz, negrísima, despiadada, en la mejor tradición satírica austríaca– de lo que podría haber ocurrido con Nora en la Alemania de los años ‘20.
Elfriede Jelinek, militante de izquierda que asume el feminismo como un compromiso político más, siguió escribiendo otras obras teatrales después de Lo que pasó cuando Nora dejó a su marido. Una pieza cuyo estreno se lo debemos a Rubén Szchumacher, que la descubrió en Francia y acaba de estrenarla en una magnífica puesta que extrae y potencia la novedosa y perturbadora propuesta de Jelinek. Ojalá que esta presentación impulse el estreno de, por ejemplo, Una pieza deportiva (1998) o Tótem Auberg (1991).
Varios críticos locales se han empeñado en llamar a la Nora de Ibsen “icono feminista” (y alguno hasta ha protestado porque E.J. destruyó ese supuesto símbolo). La verdad es que si bien la pieza de Ibsen es estimada por sus nobles intenciones, y fue elogiada por Simone de Beauvoir y Kate Millett en su momento, lejos están las teóricas feministas del último par de décadas de considerarla un emblema, como reconoce la psicoanalista Irene Meler quien, frente a la partida abrupta de Nora, acota humorísticamente: “Ponete algo encima, hermana, si vas a salir a la intemperie...” El excelente elenco local de esta pieza de choque, que no deja títere con cabeza, lo integran Ingrid Pelicori, Horacio Peña, Alberto Segado, Roberto Castro, Horacio Roca, Graciela Martinelli, Noemí Frenkel, Irina Alonso, Paula Canals, Julieta Aure, Berta Gagliano, Pablo Messiez, Javier Rodríguez y Ricardo Merkin. A continuación, las actrices toman la palabra para contar qué les pasó al afrontar este texto tan divertido como revulsivo, y reflexionan sobre sus alcances.
Julieta Aure: –El impacto fue fuerte, pero la pude separar de Casa de muñecas. La primera sensación fue que se trataba de obra muy sentenciosa; me preguntaba cómo íbamos a actuarla con estos discursos tan armados que dicen los personajes. Me entró por ese lado, entonces, y también me impresionó la catarata de temas que va enarbolando Jelinek. Es muy inteligente la manera en que hace el pasaje al siglo XX. Había que entrar en esa especie de llanura, entender el humor, porque no estamos hablando de meros chistes. Pero la mayor inquietud era: ¿cómo se actúa en una pieza tan retórica, tan discursiva?
Berta Gagliano: –Hice una primera lectura muy rápida y lo primero que dije fue: qué obra fea. Porque me resultó muy dura, a mí también me pareció sentenciosa y complicada en relación con la puesta. No conocía nada de la autora, no había visto La profesora de piano. En lecturas siguientes empecé a encontrar cosas que me asombraron bastante: reconocí textos, situaciones de Casa de muñecas, de otros escritores, algo después en el trabajo con Rubén se hizo más claro y evidente. Lo que más me pegó fue este mecanismo del discurso que pasa por las bocas sin un pensamiento detrás. Creo que esto es esencial en la pieza, todo se dice sin que pase por el cuerpo, por la compresión real de lo que se dice. Todo esto con un humor constante. Ya es hilarante la idea de andar diciendo cosas de la boca para afuera, y algunos momentos se vuelven realmente muy graciosos, dentro de lo tragicómico.
Paula Canals: A mí me pasó algo parecido. Me resultó muy chocante, y me costaba encontrarle la teatralidad. No se me ocurría la manera de visualizarla como acción teatral. Creo que la comprensión comenzó para mí cuando estuvo medianamente montada, empecé a verla en mis compañeros, a vivirla en mi propio cuerpo. Y ahora me parece de una precisión perfecta, de una certeza que me admira. Tiene como muchos velos y, al ir más allá y quitarlos, se descubre que no hay nada azaroso ni arbitrario. Es un mecanismo prácticamente perfecto, que requiere de una hiperteatralidad para poder comprenderla. Es algo que no me pasó nunca con ningún otro texto, por más complejo que fuese. Me produce una gran admiración esta autora. También hubo un momento en que me dije: esto hay que recibirlo y darlo, no tratar de buscarle o ponerle un hilo lógico de pensamiento en esa línea cotidiana, occidental y sumamente masculina que todos tenemos incorporada. Dentro de lo fragmentario, de lo aparentemente caótico, tiene una enorme coherencia.
Graciela Martinelli: Debo decir que yo al principio reaccioné casi negativamente. Rubén me la mandó por mail y la leí en la computadora salteándome páginas. Tuve la sensación de que no me interesaba. Cuando empezamos a trabajar, me costó mucho entender el personaje de esta mujer que crió a Nora, bastante ridícula en sus apreciaciones, que reduce su valoración del sexo al tener un hijo y entregárselo al hombre amado. Porque ni siquiera lo tiene para ella. Asumir esa mentalidad me costó mucho. Pero a medida que iba viendo el proceso de creación, coincido con las chicas, no sólo se amplió mi comprensión: no puedo ni imaginar otra puesta para esta obra. Sobre todo respecto de esta cosa toda para afuera que nos pidió Rubén. Nada de pensar, de reflexión, de sentir. Todo exterior. Eso es lo que me parece que le da sentido.
Irina Alonso: A mí, la primera lectura me pareció muy divertida, tremendamente graciosa. También, por supuesto, vi que era una obra muydura. Pero me hizo reír esa contraposición entre el discurso de la economía y cierto discurso feminista. Y lo que me gusta de la actuación es esto que decían las chicas de ir para afuera, olvidar cualquier cuestión psicológica. Es muy liberador poder hacerlo, y me encanta que ocurra en una sala donde se suelen ofrecer obras quizás con menos sorpresas, o no tan inquietantes. Que rompa con la lógica habitual de la mayoría de las piezas que se ven es lo que más me incentiva. Estar junto a mis compañeras en lo mismo me potencia, con todo este discurso que portamos las obreras, muy tontas, muy sometidas, muy en la tradición de qué debe hacer una mujer en una sociedad machista. Extrañamente, se disfruta mucho el poder ser tan tonta.
J.A.: –Las obreras, salvo Eva, son más machistas que nadie. Ellas se lo bancan todo, adhieren a lo que les venden: la socialdemocracia, lo que venga, se creen lo que les dicen. Confían en la bondad del patrón...
Noemí Frenkel: –Retomo un poco la pregunta original sobre el impacto de esta pieza, por sí misma y con relación a Casa de muñecas. Ver lo que hace Jelinek con Nora, esta protagonista sensible y artista, que es como un icono. Ver en qué situaciones la pone, a qué lugares la lleva, a qué punto de degradación... Me impresiona la lucidez con que la autora hace estallar ese mundo, como si la hubieran instalado a Nora en la boca de la ballena. ¿Vos querías saber lo que era salir al mundo? Bueno, enterate, querida... Y así ella es confrontada con la zona más terrible, más corrupta de la realidad en los años ‘20, en el prenazismo, lo que me parece todo un hallazgo. Y como entidad de personaje, el tratamiento es totalmente diferente al de Ibsen, un autor del siglo XIX por otra parte, pero que dejó una marca muy fuerte. La Nora de Casa de muñecas tiene una resonancia que todavía persiste. Aun después de ver Lo que pasó cuando Nora..., la original sigue persistiendo como un personaje arquetípico que un artista creó. Justamente el tener esa plenitud como construcción de personaje permite que alguien venga y lo desmenuce y lo despanzurre como un sapo en una mesa de disección. Siento lo femenino de Jelinek, pero por supuesto no lo que se ha considerado siempre representativo de una feminidad dulce y complaciente sino como si fuera una bruja que sin miramientos mete mano en lo más negro de la olla, entre las serpientes, las peores alimañas, no le hace asco a nada. Desde el lenguaje, me resultó muy divertida a partir de la primera escena: cómo ella se ve a sí misma, cómo relata su propia experiencia, la manera de describirse con el personaje...
–Jelinek juega con Casa de muñecas dando vuelta los roles, retorciendo las situaciones. Hace hablar a los personajes con fragmentos de discursos de pensadores que ya son clásicos, maneja de una manera muy ingeniosa el teatro dentro del teatro. Y así llegamos al punto culminante, el despojo en que se va convirtiendo Nora a través de esta obra. A propósito, Ingrid, ¿alguna vez te tocó encarnar a la Nora original?
Ingrid Pelicori: –No, hice otras obras de Ibsen como Los pilares de la sociedad, que es la otra pieza citada por Jelinek, y Peer Gynt. Pero no Casa de muñecas, que nunca deseé especialmente interpretar. La vi hace mucho, cuando la hizo Carolina Fal en este mismo teatro, en la Cunill. Y la verdad es que me había quedado como una pieza que ya no tenía tanta vigencia. Pero, al volver a verla, le encontré más sustancia, mi recuerdo era un poco esquemático. Comprobé que se sostenía, que realmente es la obra de un gran autor. Los personajes son complejos; Helmer, que ha quedado como el villano, no es nada lineal, a su manera la ama, la mima, la trata mejor que lo que muchos hombres de su clase y su época trataban a sus mujeres... A la pieza de Jelinek me la alcanzó Rubén, la había conseguido en francés y de hecho hice una primera traducción que fue la que mostró Kive Staiff. Lo que pasó cuando Nora... me interesó mucho de arranque, me pareció un material muy atractivo, lleno de enigmas, de desafíos de toda índole. Y eso me encantaba. Ahora, a la luz de lo quehemos recorrido, después de mucho pensar sobre la obra, confirmo que tiene muchas cosas muy interesantes: temáticas formales, lo que provoca como un juego actoral, lo que permite teatro dentro del teatro o teatro autorreferenciado... Pero una de las cosas que en relación con Casa de muñecas me parece más atractivo pensar no es tanto el recorrido de la mujer sino esta idea del siglo XIX de que el mundo se iba a volver transparente, que íbamos a comprender todo... Nora lo dice de algún modo al final del Ibsen. Llega el siglo XX y en lugar de cumplirse esa promesa, irrumpe una ensalada de discursos que nos atraviesa. Por cierto hay en Jelinek una intención más política, como lo ha subrayado en algunos reportajes, que tiene que ver con la economía y el mundo del capital. Para decir simplemente lo que plantea la obra: en un mundo regido por estas reglas del capital, ninguna emancipación es posible, menos un final feliz. Esta idea de que me emancipo de mi marido y así entro en la verdadera vida, no funciona por sí misma. En la vida hay otras explotaciones, tanto o más tremendas.
–Jelinek sitúa su obra en la época en que se está incubando el huevo de la serpiente. Al eclosionar el nazismo, que se anuncia claramente en la última escena, la mujer sería devuelta a lo que Hitler y su pandilla consideraban su lugar, cocina, niños, iglesia. Y si bien la pieza es cruel, sin la más leve concesión hacía los personajes femeninos, resulta más crítica hacia los personajes masculinos, que finalmente son los que detentan los diversos poderes. En los femeninos se advierte su status de víctimas de un sistema perverso, de una ideología patriarcal. Las mujeres son realmente objetos de usar para el propio provecho mientras sean bellas y jóvenes, y después tirar.
I.P.: –Sí, claro. Por eso todo el tiempo la mujer es comparada con el capital que se reproduce y se embellece, mientras, se afirma, la mujer, al reproducirse, se desgasta y se afea... Sí, la mujer vista como mercancía. En la obra están expuestos muchos discursos relativos a la mujer: la maternal, la liberada... hay citas de Freud, de Marx, de Max Weber. Como una especie de recorrido sobre lo que se ha dicho de la mujer, incluso lo que han dicho las mismas mujeres. No es una obra fácil de capturar en su totalidad. Jelinek utiliza mucho esa técnica de montaje, el espectador debe estar muy alerta a esta heterogeneidad. Pero por esto mismo, cuanto más se la piensa a esta pieza, mayor riqueza y complejidad le encontrás. Sin duda, a esta comprensión contribuyó mucho la forma en que la encaró Rubén, cómo dio forma y llevó adelante este microuniverso tan representativo. Es muy atractiva esa tensión entre la dureza de ciertos textos nada coloquiales y el tono de juego, de zafarrancho que aflora y pone así de manifiesto el humor. Sin embargo, pese a lo que se podría deducir, no es una pieza elitista. Acá en el San Martín siempre se hace una pasada antes del estreno con asistencia del personal del teatro, que a su vez invita a amigos y parientes. Y la reacción fue increíblemente entusiasta: risas, muchas risas, aplausos a telón abierto... Rubén se frotaba las manos, divertido: “Estoy hablando con Spadone para ir a Mar del Plata”, bromeaba. Evidentemente, esos discursos tan reiterados, aunque no se los conozca de memoria, a la gente le resuenan en algún lugar.
P.C.: –Es que Jelinek habla sobre nuestra cultura: lo que nos dice, nos concierne a todos. No se trata de una crítica sobre una sociedad lejana o imaginaria. Remite al corazón de la cultura occidental del siglo XX que ingresa en el XXI, aunque esta pieza es de 1979. A mí, por ejemplo, las diversas formas de relación entre hombre y mujer que se dan en la pieza me sonaron mucho, me reconocí en algunas de ellas, desde ganadora o desde perdedora, desde dominadora o desde pollita entregada.
–¿Y a ustedes de qué modo las afectó como mujeres este destino de los personajes femeninos de Casa de muñecas, empezando por el descenso de Nora, incapaz de ver la realidad, manipulada y humillada hasta la mayordegradación? Sin duda, había algunas semillas en la pieza de Ibsen que aquí germinaron como plantas monstruosas.
I.P.: –Si pensamos que ella dejó a sus hijos y a su marido para buscarse a sí misma, la respuesta es despiadada. En su recorrido, ella es Nora y también es como si hablara de distintos tipos de mujer: la enamorada, la erótica, la puta, la mujer de negocios...
P.C.: –Casa de muñecas está llena de elementos poéticos, ella actúa un papel, y llegado el momento incluso se pone directamente un disfraz.
I.P.: –Lo que pasó... es como la pesadilla de Casa..., me parece que se ubica por ahí.
–Helmer la quería una niña perenne y los hombres de los años ‘20 la aprecian sólo mientras se mantiene joven y bella.
I.P.: –Ellos son todos viejos, gordos y pelados, pero tienen el poder, el capital.
G.M.: –Como algún empresario local, envejecido y horrible, que repone chicas jóvenes permanentemente.
J.A.: –Más que enfocar la obra desde el punto de vista de la mujer, yo me quedé muy enganchada con este tema de los perdedores. Es cierto que ella pone una mirada más benévola sobre las mujeres, porque son víctimas, sin duda. Pero hace un doble juego.
B.G.: –A mí con los personajes femeninos de la obra me pasan muchas cosas. Siento por momentos una piedad infinita por las obreras. En otros, un gran desprecio hacia Nora, me dan ganas de matarla, de sacudirla a ver si se despierta... Me parece que esto es lo bueno que tiene la obra, nada de lo que se dice allí, de lo que sucede, te es ajeno. Es muy obvia la situación de víctima de la mujer, pero sin dejar de señalar que ella entra en el juego: por ingenuidad, porque así ha sido educada... Me provoca emociones encontradas esta obra que recorre tanto, es tan vasto lo que muestra, sobre todo habla de un mundo muy miserable que afecta fundamentalmente a la mujer.
P.C.: –Los personajes son esclavos: de ellos mismos, de sus ideas, de su condición como hombres y como mujeres, como obreros, burgueses, políticos, empleados. Mi Cristina es un arquetipo femenino fatal: la supuesta mosquita muerta que se deja pisotear, en realidad es una turra, que en el final de Casa... está tejiendo, cosa que le critica Helmer. Esta es una araña tejedora, una supuesta pobrecita manejadora de hilos. Así es como pasa de ser víctima a victimaria por el mismo hilo, con el mismo moño. Se arrastra primero, y termina siendo torturadora, responsable del secreto y lo devela a su modo retorcido. En esta pieza hace lo mismo: promete no decir a nadie del juego sadomasoquista, y lo primero que hace es contarlo. Es muy reconocible, creo que yo tengo –y trato de combatir– alguna vez esa conducta, que se suele considerar femenina, de “ay, no sé, pobre de mí”. Y así, una consigue cosas. Respecto de otros personajes, hay instancias que me dan ganas de llorar, como la primera escena de las obreras, me duelen de verdad: querer estar con los hijos y no poder. O Nora tratando de ser un sujeto y no un objeto. También me reconozco en esas voces. Por otra parte, es interesante el personaje de la secretaria ejecutiva, que se mimetiza con los hombres, pierde su condición de mujer. La idea es que en un lugar de poder hay que manejarse como un hombre, como cierto estereotipo de hombre.
G.M.: –Bueno, mi Ana María, que pone tanto énfasis en la maternidad y le aconseja a Nora tener otro hijo, ha dejado al suyo por un trabajo en Casa de muñecas, y acá se la pasa levantando el dedito y poniendo como valor supremo la maternidad. Respecto de los personajes femeninos en general, me dan mucha lástima, a la autora quizás le falta un poquitito de piedad hacia ellas. Y sé que son como arquetipos, pero aun así son lamentables. Todas hechas bolsa.
I.A.: –Ya dije que a mí lo que más me gusta es la mirada humorística sobre todas estas minas. Verdaderamente no me inspira compasión ninguna, y me dan risa todas. Incluso a Eva, que es la que parece más heroica, Rubén le buscó la vuelta para que resultase ridícula hasta en sus aciertos. Me encanta el acento irónico de Jelinek que está puesto sobre los discursos. Quizás por eso no me provocan piedad los personajes. En cambio, debo decir que los hombres me generan más bronca. Toda esa transa económica, esa corruptela que manejan, me da mucho odio. Helmer me provoca un poquito de lástima porque es un perdedor... un ganso perdedor: creo que si hay algo de piedad es desde el humor.
–Es alentador que el público se ría con este tipo de humor que exige una segunda lectura. La risa, además de ser liberadora es, entonces, inteligente. A través del humor, Jelinek, con su estilete afiladísimo, lleva a la comprensión crítica de ciertos aspectos de la cultura, cosa que sería muy difícil de lograr a través de la solemnidad; con la risa se traspasa cualquier frontera. Pasemos ahora a Eva, la querendona cargosa pero políticamente lucida.
N.F.: –Ya desde la primera lectura me encantó el brote en que termina el personaje. Por un lado tiene reminiscencias de la profetisa Casandra, todo el tiempo anunciando calamidades que se van a cumplir. Pero ella está aislada de sus compañeras, y esa conciencia que tiene sobre el problema la lleva al propio estallido. Sola no llega a ninguna parte. Celebro la crudeza con que Jelinek la muestra en su aislamiento. Como decía, una crítica de afuera, si Nora se hubiese aliado a Eva, otra habría sido la historia. Pero Nora se va con Weygang y cae en un espejismo amoroso. Eva, con ese nivel de conciencia que tiene de lo social, de las correlaciones de fuerza, entiende el capitalismo desde el marxismo... pero en su relación con el hombre es lo más primitivo y rústico que pueda existir. Creo que tiene que ver con la disociación entre la cabeza y la emoción. Así es como termina aniquilada ahí adelante, como uno de los tantos caídos del sistema.
I.P.: –Todas las relaciones amorosas o sexuales están atravesadas por esta lógica mercantilista. Jelinek ha dicho que esta obra es sobre el capital. El capital como un organismo vivo. Y es fantástica esta idea de volver a juntar a Nora y a Helmer, ella ya sin posibilidad de registro de nada, mientras se anuncia el advenimiento del nazismo, el señalamiento de judíos como chivos expiatorios.
P.C.: –Es digno de subrayar que este texto tan revelador y audaz fue escrito por una mujer. Porque estamos acostumbradas a que este tipo de propuestas merezcan un “guau, qué inteligente, qué atrevido este tipo”. Es bárbaro que tanta potencia provenga de una mujer. Me hace sentir orgullo de género, a pesar de lo degradada que aparece Nora.
I.P.: –Es muy liberador poder decir la palabra celulitis arriba de un escenario. “Apretate los muslos”, le dice Weygang a Nora, “la condena a muerte es inmediata”. En todo sentido esta pieza tan profunda y brillante encuentra resonancias actuales, que conciernen tanto a las mujeres como a los hombres.

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