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Viernes, 31 de agosto de 2012

PERFILES

La pionera

Creció al abrigo de la oscuridad de las salas de cine, pispeando detrás de la pantalla como quien espía su propio destino: Lita Stantic no se iba a conformar con ver, ella quería hacer cine. Y lo hizo, lo hace, más como productora que como directora, abriendo camino para otras mujeres, arriesgando siempre un poco más aunque use con titubeos la palabra “cobarde” cuando recuerda su propia historia en los ’70. Más de 40 años después de empezar su historia con el cine, Lita Stantic fue declarada Personalidad Destacada de la Cultura.

 Por Flor Monfort

Tuvo una infancia donde el pullman era para ella sola y su mejor amiga, una madre estricta a la que llamar de usted y un padre que estuvo lejos durante muchos de los años importantes. Quiso saberlo todo sobre ese reflejo imponente por el que paseaban las estrellas y se hizo tan devota que se escapaba de todos lados para ver sola 10, 12 películas por semana a una edad en que la gente prefiere estar en grupo. El Gran Bourg, El Supremo, el 25 de Mayo... refugios donde se podía pelear el precio de la entrada y ver las películas en la escalera si hacía falta. De allí surgieron reflexiones que no la dejaban dormir, como “El cine es automóvil y poema”, que leyó a los 15 años, una frase que devino en mantra y escribió en el pizarrón del colegio, desatando una pequeña revolución allí donde sólo había oraciones divididas en sujeto y predicado. Lita Stantic se construyó como pieza clave del cine argentino, tomó la decisión consciente de respirar con el cine y allí sigue, hace más de 40 años. Dedicó su vida a filmar las historias de otros y otras y fue una figura central en la generación que produjo lo que se llamó el Nuevo Cine Argentino, con películas como Mundo Grúa o La ciénaga entre sus exponentes más festejados, un cine que hablaba en primera persona del mundo del trabajo, de las clases medias rotas, del escombro y el presente de una generación hija de la dictadura. Stantic acaba de ser declarada Personalidad Destacada de la Cultura en la Legislatura porteña por su aporte y su militancia, que ejerció cuerpo a cuerpo incluso cuando dirigió su única película, Un muro de silencio, por eso se expone, no sin quejas, a repasar su vida y obra.

UNA INFANCIA

La familia Stantic vivía en la cuadra del cine Parque Chas, sobre la avenida Triunvirato. A su mamá eslovena le gustaba mucho ir al cine y tapizaba las paredes del almacén donde vivían con las luminarias del momento: Libertad Lamarque, María Félix, Jorge Negrete, Tita Merello... Tenía en la trastienda del negocio una pared llena de fotografías que le daba Angel Speroni, el administrador del cine y papá de Marta, la amiga de las hermanas Stantic. Gracias a esa amistad, Lita paseaba por el cine como si fuera su casa. “Me sentía bastante importante porque los padres de Marta no dejaban entrar a otras nenas; mi hermana y yo éramos las únicas. Nos subíamos al escenario, nos sentíamos un poco dueñas, y los días que eran exclusivos para chicos y no se habilitaba ‘la’ pullman, nosotras íbamos solas. Me acuerdo de haber negociado entradas en El Supremo, en una película de John Ford, a los 13 años, una edad en la que quería ser crítica cinematográfica, y mi amiga Marta y yo llenábamos cuadernos de 200 hojas con noticias de cine.” Veía todo lo que podía y en la medida en que se extendía su campo de acción empezó a ir a los cines del centro. Se acuerda especialmente del Lorraine, las películas de Garbo, la revisión de Bergman en continuado y Livia de Visconti. “Escribí algo así como que no la había entendido bien pero que parecía una película muy importante. Marta escribió la crítica de La Strada, que se estrenó por esa época”, cuenta.

EN CONSTRUCCION

Cursó la escuela secundaria en un comercial por herencia de su hermana mayor, que a los 15 años le regaló dos tomos inmensos de la Historia del Cine, de Angel Zúñiga, que todavía conserva y que se aprendió casi de memoria, pero el libro que le cambió la cabeza fue Reflexiones sobre cine, de René Clair, “porque hablaba del paso del mudo al sonoro, primero lo criticó pero después entendió que había nacido otro arte. Con Clair me enganché con el cine europeo, en la escuela recomendaba películas para ver”. Cuando terminó el colegio pasó por la Escuela de Periodismo del Sindicato de Prensa, pero la hermana le dijo: “Una buena escritora tiene que hacer una carrera universitaria”, entonces se inscribió en la UBA para hacer Letras. “Debía tener 21 años cuando murió Marilyn Monroe, me acuerdo el día muy preciso: resolví que la facultad me angustiaba, que era muy conservadora, sentía que quería hacer otra cosa, más ligada al cine. Teníamos algunos profesores buenísimos, como Ana María Barrenechea (con quien veíamos a Cortázar), pero había otros que te clavaban un año estudiando cuál era la primera edición de El Lazarillo de Tormes.” En esa época se enteró de que en la Galería Antígona había un curso de guión cinematográfico que dictaba Simón Feldman. Al año siguiente, se inscribió en la Asociación de Cine Experimental, se empezó a enganchar con la cinemateca, se quiso inscribir en el Cineclub Núcleo y su madre, implacable, no la dejó. Pronto conoció a alguien que cambiaría bastante el rumbo de las cosas. “Pablo Szir estaba armando otro curso con Feldman que se llamaba ‘Del guión a la dirección’ y quise hacerlo. Hicimos un pequeño corto, se eligieron dos guiones y yo integré el grupo de Pablo, que me eligió como asistente. Pablo tenía algunos proyectos de documentales, entre ellos Diario de campamento, que pudo filmar al año siguiente, tenía también el proyecto de hacer una película en el Borda, y con él en el año ’65 nos inscribimos en el curso piloto de la escuela de cine del Instituto. Fue muchísima gente; estaban David Kohon, Antín, Rodolfo Kuhn... Antín consiguió material virgen para que hiciéramos un corto en 16, y lo hicimos. Eso fue muy bueno porque fue pasar a la acción. Luego hicimos con Pablo Diario de campamento, y después dirigí El bombero está triste y llora.”

¿A esa altura Pablo ya era tu pareja?

–Sí, no nos casamos porque él venía de un matrimonio anterior y tenía dos hijas, se había casado muy joven. Para conformar a mi madre nos casamos de esas maneras raras, a través de México o Paraguay, ya no me acuerdo, pero el papel era trucho. Eso fue en el ’65 y yo mantuve esta relación oculta para mi madre, porque para ella era terrible que Pablo fuera separado. El día que se lo conté fue un drama. Dijo “un hombre casado, con hijos, judío y más bajo que vos”.

¿Cómo era tu mamá?

–Cuando cuento anécdotas de mi mamá nadie me cree. Creo que Briski tenía una obra de dos amigos que competían para ver quién había sido más torturado por sus padres... Ahora recuerdo esas anécdotas entre amigos y nos reímos, pero mis padres pasaron la Primera Guerra, eran muy distantes, nosotros no nos tuteábamos, si se escapaba un “vos” tal vez ligabas una cachetada: una estaba tipo Woody Allen tapándose la cara. Pero también pasó que mi padre se enfermó de los pulmones, se fue a vivir a Córdoba, lo operaron y vivió solo durante seis años. Volvió cuando yo tenía 13. El era para mí y para mi hermana la salvación, sobre todo cuando se curara. Fue todo muy bravo. En mi casa mandaba mi vieja, era un matriarcado. Mi papá cuando se iba nos decía algo así como “cuando yo vuelva va a estar todo mejor”. Fueron muchos años de espera. Cuando volvió fue un poco así, porque de alguna manera conseguimos más libertad. Después nos mudamos y teníamos el cuarto al lado de la puerta de calle y entrábamos sin hacer ruido para que mi madre no se despertara, pero ella era muy estricta. Murió a los 82, exactamente el sábado anterior a que yo empezara mi película Un muro de silencio, y el mismo día que mi hija se fue a vivir a Holanda.

SINCRONICIDADES

La madre había tenido un derrame siete meses antes y ya estaba totalmente incomunicada. Cayó en terapia intensiva y murió exactamente a la misma hora en que su hija Alejandra se iba del país, a los 21 años, en 1992. “Volví del aeropuerto, estábamos trabajando porque el lunes empezaba el rodaje y me llamaron a las 3.20 del sanatorio para decirme que se había muerto. El avión de mi hija había salido a las 3. Mi hija tenía la misma edad que mi mamá cuando vino acá. Todavía vive en Holanda, está casada y tengo dos nietas de 11 y 8 años.”

¿Y cómo es tener a tu única hija lejos?

–La veo mucho, dos veces por año como mínimo y a veces cuatro. Cuando tengo la posibilidad de viajar por festivales, paso por allí... Lo sobrevivimos viéndonos bastante. Mi madre ya estaba muy mal, para mí fue más dura la ida de mi hija que la muerte de mi madre, que se estaba anunciando.

Mucho antes de ese rodaje, para el que se preparó como asistente, productora, trabajando en publicidad, haciendo documentales, la relación de Lita Stantic con Pablo Szir, el padre de su hija, calaba hondo en la historia que hoy cuenta, en el recorrido que la transformó en productora de cine; un mundo, como tantos, donde no reinaba el matriarcado sino los varones. “Había algunas mujeres en producción de publicidad, pero en SICA fui la primera inscripta como jefa de producción. En la época pre Cámpora me llamó Mario David e hice La piel del amor como jefa de producción. En el medio, pasó el Cordobazo, Getino y Solanas dirigieron La hora de los hornos, con Pablo empezamos a pensar que el cine tenía que ser revolucionario. Luego nace Alejandra y en el ’72 estuvimos con la filmación de Los Velázquez, el primer largo de Pablo, que se hizo en etapas: la parte documental, una parte que se filmó en la Vucetich como si fuera el Chaco. Fue un rodaje muy complicado.” Los Velázquez puso en contacto a la pareja con Descamisados, con quienes se empezaron a reunir una vez por semana y para quienes hacían una apoyatura audiovisual de acciones en villas. Szir tenía un negocio de artículos para el hogar de dos pisos, que terminó quedando en manos de un cadete en la medida en que él se metió en política, más concretamente en Montoneros. “Pablo quería profundizar, yo a través del cine, pero no a través de las armas. Nosotros nos separamos en el ’73.”

¿Por esto?

–Un poco sí. Nos separamos en buenos términos. Formó otra pareja y se la llevaba a Alejandra todos los fines de semana, cosa que para mí era muy angustiante porque no sabía dónde estaba. El estaba totalmente metido en la organización. Pablo tuvo cuatro hijas mujeres, dos antes de Alejandra y una después.

¿Cómo fue el secuestro?

–Yo estaba en México haciendo un documental con Raúl de la Torre. Cuando volví me llamó mi hermana y me dijo que la que era en ese momento la mujer de Pablo la había llamado y me mostró unos diarios en los que aparecía él con su nombre de guerra, que yo conocía. Decían que lo habían matado en un enfrentamiento. Alejandra tenía 5 años, para nosotras Pablo había muerto. Pero al año siguiente mi madre me dijo “llamó Pablo y dijo que va a volver a llamar el sábado a las 11”, y le pregunté “¿qué Pablo?”. Yo me había mudado, Pablo no tenía mi teléfono. Efectivamente llamó a lo de mi madre el sábado a esa hora. Yo no entendía nada, me dijo que quería verme, que quería ver a Alejandra. Ahí me contacté con su familia, que había dejado de ver, porque cuando a él lo secuestraron yo no quise que Alejandra viera a las hermanas, fundamentalmente porque la madre estaba tan comprometida como Pablo. Me conecté con la hija mayor de él, que en ese momento debía tener 15 años, y me contó que lo habían visto, escoltado por dos personas. El estaba en la comisaría de Villa Insuperable, en el Sheraton (o Embudo, como le decían) con Roberto Carri, Ana María Caruso y Oesterheld, entre otros.

¿Cómo era eso de que los dejaban ver a las familias, escribir cartas?

–A él lo llevaron a una escribanía, lo citaron al hermano y él le dio un poder para vender las propiedades del padre. Hay cartas, las que les escribió Ana María Caruso a sus hijas (una de ellas la directora de cine Albertina Carri) donde dicen que escuchaban discusiones sobre si ellos podían servirles o si había que matarlos. En la ESMA estaba la idea de que podían ser útiles, Oesterheld por los dibujos, tengo entendido que a Pablo y a Carri les habían dicho de hacer un documental. Estaba la idea dividida, evidentemente triunfó la otra.

UN LADRILLO EN LA PARED

Stantic tuvo un solo encuentro con Pablo Szir y creía que era el único que estaba en esa situación tan especial: secuestrado con “permisos”. El la llamó nuevamente y se vieron en un bar, con la escolta de dos tipos que fueron siempre los que acompañaron a quienes salían del Sheraton. “Quería verlo, quería saber qué pasaba, yo no entendía, pensaba ¿se pasó de bando? Me contó con quiénes estaba, que tenía pocas esperanzas de sobrevivir, que quería ver a Alejandra. Después no volvió a llamar. Sé que fue una vez más a la casa del hermano con esta gente y que estuvo un año y pico en esta situación. Se dice que las últimas noticias de todos son un traslado a Mercedes en febrero del ’78, pero es un rumor.”

¿Cuándo entendiste la dimensión de lo que estaba pasando?

–En el ’77 no sabía que había campos de concentración. Viajé en el ’78 con La isla a un encuentro de productores en Milán, y ahí la gente hablaba de los campos. Yo no tenía relación con gente que estuviera en derechos humanos en esa época, pero esto era insólito además. Yo tenía un miedo atroz de que algo de lo que había hecho... que me vinieran a buscar. Sabía que la gente desaparecía pero no sabía que estaban vivos y que eran tantos. Yo pensaba que los desaparecidos estaban muertos.

¿Te sentís una sobreviviente?

–Sí, cualquier persona que me nombrara... Había cosas que yo había escrito en la época de Cámpora que me comprometían, me perseguía haber filmado en la escuela Vucetich porque engañamos a la policía, que creía que hacíamos una película que no tenía nada que ver con la política. Siempre digo que soy y me siento una sobreviviente porque no siento que me haya dado cuenta de nada, siento que no me animé... Es muy difícil situarse en ese momento, estoy en contra de la violencia, pero en ese momento la violencia parecía una salida hacia la revolución, la única salida. Yo no quiero pensar que fui más viva, porque conozco mucha gente que desapareció y obviamente no creían que eran violentos sino que creían que era su deber. Se metían porque pensaban que era una salida hacia un mundo más justo, entonces no puedo sentir que yo fui más viva que los otros, sino que siento... no quiero decir la palabra cobarde, pero siento que no me animé a seguir ese camino, entonces sobreviví y me pesa, me pesa cuando recuerdo a los que no sobrevivieron, a Pablo, a unos cuantos más que conocí y a muchos más que no conocí.

La historia de ese encuentro y de toda esa época se convierte en un guión, que después fue tu primera y única película, Un muro de silencio, muchos años después. ¿Cómo fue ese proceso?

–Tenía una necesidad de hablar de lo que había pasado desde la perspectiva de los que sobrevivimos. Yo empecé con una idea en el ’86 cuando estuvo Julie Christie acá, por eso está la premisa de la inglesa que pregunta, que quiere saber, y se fue transformando en este guión. Quería hablar de la lucha entre la memoria y el olvido. Cuando Pinti vio la película me dijo: “La memoria es como una mancha de humedad en la pared, uno la tapa pero vuelve”, y yo creo que es eso. Teniendo personas tan cercanas que desaparecieron, la única forma de sobrevivir es con la memoria. Dirigirla, a pesar del tema, de la ida de mi hija, de la muerte de mi madre, fue bastante complicado y un riesgo económico muy grande. En ese momento no había subsidios por medios electrónicos, había que hacerlo por espectadores, la película hizo unos 60 mil, pero eso significaba una deuda inmensa. Entonces hubo un año en que la peli se proyectó en escuelas, universidades, etc., para poder hacer espectadores y zanjar el problema de la deuda.

En la película, el personaje de Vanessa Redgrave es una directora de cine inglesa que viene a investigar para filmar qué fue lo que pasó acá durante la última dictadura, pero las escenas más interesantes son los flashbacks de la pareja que se reencuentra, como vos con Pablo. ¿Por qué la inglesa que viene a investigar y no directamente contar la historia de los ’70, la que vos viviste?

–Si la volviera a filmar hoy, dejaría como personaje a la inglesa, me parece interesante la idea de alguien que quiere conocer y otro que se niega a hablar. Ahora va a salir en DVD la película y estuve en la remasterización y me enganchan mucho más las escenas de Ofelia Medina que las de Vanessa con su dificultad para el idioma. Pero entro en la película, por ahí no tanto al comienzo; de hecho le saqué una escena de Vanessa, que es lo que menos me gusta, pero porque se dio de una forma muy especial: vino 12 días corridos y filmamos sus escenas todas juntas. Lo que no tuve con ella fue un tiempo para charlar y ensayar, vino a filmar y ya, y tal vez eso se nota.

¿Por qué no volviste a filmar?

–Porque no me siento directora. Yo quería filmar esa historia: lo que le pasó a nuestro país desde el punto de vista del familiar y de su lucha con el recuerdo, de cómo la memoria se impone siempre. Querer tapar puede llevar a la locura. Como las críticas fueron buenas estuve un tiempo pensando en volver a dirigir y después llegué a la conclusión de que me sentía bien como productora. Escribí un par de guiones pero quedaron ahí.

OTRAS DIRECTORAS, OTROS MUNDOS

Lita Stantic conoció a María Luisa Bemberg en 1980. En esa época, era jefa de producción de Los miedos, de Alejandro Doria. Bemberg había escrito el guión de Crónica de una señora, de De la Torre, había fundado el Teatro del Globo y había tomado clases con Strasberg en Nueva York. Probablemente esta breve biografía no le haga justicia, pero tampoco conviene acotarla a mencionar que era heredera del imperio Quilmes: Bemberg tenía el deseo de filmar a pesar de sus 58 años y por eso se acercó a gente que tuviera experiencia en cine, como Stantic. “Fue una relación de diez años muy fuerte: de un cine sin mujeres a fundar una productora con una directora como María Luisa el cambio fue enorme. Sus películas además eran coherentes con ella misma: siempre filmó historias de mujeres que pateaban el tablero, como ella, y tenía una muy buena respuesta del público, sobre todo con Camila, que fue la tercera. Con Momentos puso dinero, pero después las películas se fueron financiando. Se la subestimó no sólo por ser mujer sino por venir de la clase alta, ser grande... María Luisa era muy respetuosa del equipo, sabía escuchar, sus rodajes eran silenciosos. Yo trabajé muy pegada a ella, pero fundamentalmente en la preproducción. Camila fue una idea mía. Viendo las críticas de Señora de nadie, que se exhibió durante la guerra de las Malvinas, le decía que tenía que hacer una historia de amor, y Camila es la historia de amor de todos los tiempos. Yo creo que María Luisa es un poco responsable de que haya tantas directoras mujeres hoy.”

De Bemberg a Lucrecia Martel, otra directora que acompañaste desde el principio produciendo sus películas, ¿cómo fue el recorrido que llevó a tantas mujeres a la realización de cine?

–Muchos años de La Mujer y El Cine, donde el concurso afianzó y animó a muchísimas mujeres a dirigir y a estar en cine. De hecho yo conocí a Lucrecia por su corto Rey muerto, que ganó el concurso. Al tiempo, la Secretaría de Cultura pidió documentales hechos por mujeres y yo la llamé. Ahí le pedí leer su libro, La ciénaga, y enseguida me encantó. Muchas veces me dije “estoy loca” porque era tan difícil filmar esa película, pero evidentemente valió la pena. Con ella estamos preparando un libro, Zama, de Antonio Di Benedetto, ya hay un guión terminado y se filmará el año que viene. Ahora estoy en la post-producción de una ópera prima de María Florencia Alvarez que se llama Habi, la extranjera, una casi adolescente en la búsqueda de ella misma a través de una aventura que vive con la comunidad islámica.

¿Te interesa más producir a mujeres?

–No, pero se da que se acercan más mujeres que hombres y los libros que me llegan de gente joven me interesan más que los de la gente de mi generación. Yo sólo produzco películas que me interesa lo que cuentan.

¿Qué está pasando en el cine argentino ahora?

–Debe estar gestándose una nueva generación, lo que pasa es que se filma mucho, quizá demasiado, muchas veces sin el rigor de terminar bien un libro. Como es muy fácil el acceso a la tecnología y muy fácil armar cooperativas, hay muchas escuelas de cine, muchos estudiantes, etc., se filma mucho. Hay muchas cosas que son válidas y otras que terminan una semana en el Gaumont. Pienso que es un momento difícil, antes había más apoyos de afuera, ayudas que ahora, por la crisis europea, no hay. Hoy en día no sería muy fácil hacer una película como Camila. Hay muchos documentales, algunos buenísimos y otros no tanto. Yo pienso que tendría que haber menos películas y más películas de producción. Me llama la atención que haya películas donde no pasa absolutamente nada, pero se rescatan algunas. Creo que los momentos de crisis son productivos, la crisis del 2000 lo fue. Y otra cosa que me llama la atención es que ahora no hay películas del tipo Esperando la carroza, Plata dulce, No toquen a la nena... Esas películas que hablaban de problemas concretos, la dificultad de ser ético en un mundo como el nuestro. A mí me gusta mucho ese cine de defectos, de dilemas morales: ese cine no se da mucho en la Argentina ahora.

¿Qué cine estás mirando?

–Veo mucho menos que antes, no hay tantas opciones tampoco. El cine norteamericano no me interesa y no me enganchan las series. Es una etapa, pero en el último año no vi mucho cine. De lo último que vi me gustó La separación.

¿Te considerás feminista?

–Sí, pero creo que en este medio, el cine, de una manera muy extraña, en las mujeres con las que he trabajado, Paz Encina, Lucía Cedrón, Lucrecia, veo que el trato con el equipo es muy igualitario. Un técnico lee el libro de una mujer sin prejuicios, como podía pasar antes. También yo tuve suerte de cruzarme con gente muy abierta. Para dirigir hay que tener personalidad, ser director es convencer a un grupo grande de gente de que estás en la línea correcta y que tiene que seguirte en esa línea, caminando adelante. A esta altura una mujer puede hacer eso perfectamente.

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