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Viernes, 16 de agosto de 2013

CINE

Me verás caer

El vampirismo de cuatro mujeres en el mediometraje de preestreno Las amigas, de Paulo Pécora, celebra a un género de códigos propios, que invita a mantener viva la experiencia iniciática del cine.

 Por Rosario Bléfari

Siempre existirá un tiempo paralelo en el que vamos al cine a ver el cine. Como quien va a ver fotografías en movimiento, a contemplar la pintura, a escuchar la música, sintiendo que los túneles de nuestros sentidos, pupilas, oídos son navegables. Vivir esa experiencia de encuentro con la materia misma del séptimo arte no sólo es posible con ánimo archivesco, revisando aquellas piezas del origen, las líneas evolutivas del lenguaje cinematográfico son múltiples y como no es uno sólo el camino trazado, un delta sobreviene de aquella vertiente inicial y algunos llegan hasta el presente, navegando ciertas aguas sulfurosas. Así nos encontramos con Las amigas. Por un lado la adhesión a una poética narrativa, una historia que sube por los peldaños. “La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste, y también tan distintos y tan íntimamente unidos.” Así comienza “Berenice”, el cuento de Poe que reúne los elementos propios de un cuento de vampiros sin ningún vampiro, pero hay dientes que resultan una obsesión, hay una enterrada viva, hay transformaciones y estados alterados, como el que afecta al protagonista y lo llevará a cometer una profanación de tumba. En Las amigas tampoco vuela ningún murciélago sobre la ciudad, aunque las laceraciones del negativo parecen sugerir su presencia; nadie clava colmillos, aunque una de las amigas mira el cielo con ansias después de leer en un libro algo sobre las arpías que le resuena, igual que en “Berenice”, donde también se lee una frase: “Me decían los amigos que encontraría algún alivio a mi dolor visitando la tumba de la amada”. Antropofagia o profanaciones, catalepsia y encierro. Las amigas finalmente son personas aisladas que leen y están condenadas a la eternidad, ese consuelo para los mortales, pensar en la eternidad como una pesadilla de la que nos libramos. Las historias de vampiros se multiplican y difieren entre sí en la manera en que se comete finalmente la sustracción o en la arquitectura de los aposentos, pero los elementos están cerca nuestro, en la vida misma y, de allí, no sólo de las historias transilvanas llegan las ideas: la transfusión que trae de vuelta a la vida al moribundo, ocurre ahora mismo al lado nuestro: esa imagen de los paquetes de sangre que manipulan las enfermeras –¿quién no la ha visto?– y la escena siguiente: el color que asciende en pocos minutos a las mejillas que parecían irreversiblemente macilentas; la inevitable asociación erótica que se establece entre la prolongación de la vida y la necesidad de sangre fresca, incluso de carne. Morder, lamer y chupar como gestos necesarios en la consumación del deseo sexual, la boca, la entrega, el asomo del dolor, incluso los olores residuales, todo eso, exagerado un poco, subiendo el volumen hasta distorsionar, nos lleva a una historia vampira sin demasiadas escalas. Influenciados por la cultura europea, que hace eco en estas asociaciones sin época ni frontera, imaginan vampirismos varios creadores de estas tierras. Horacio Quiroga, por ejemplo, precursor de la crítica cinematográfica, asoció el cine y los vampiros. En el cuento “El vampiro”, de 1927, una actriz muerta vuelve a la vida a partir de su imagen presa en el celuloide, pero necesita sangre para mantenerse y aquél que la convoca al regreso será su primera víctima. Así también incursionaron en el tema vampírico Rubén Darío, Cortázar, Delmira Agustini, Benedetti, Carlos Fuentes, Griselda Gambaro, Pablo de Santis y otros. El mito del vampiro también ha sido analizado como metáfora del deseo sexual a partir del surgimiento de la teoría feminista y su interés en las representaciones sobre las que se ha construido la sexualidad en el orden simbólico dominante. Adriana Gordillo en Transformaciones del vampiro en la literatura hispanoamericana (*) ahonda en el tema y nos lleva a enfocar la figura de la poeta Delmira Agustini, quien dio un giro a las figuras del modernismo, entre las que estaba también la del vampiro, abriendo paso a la sexualidad de la mujer –una mujer que era idealizada y pedestalizada–, colocando al hombre en el lugar de objeto del deseo y tomando la voz de sujeto activo a cargo de sus ganas. Vale agregar que la crítica literaria del momento se empeñó en desviar la atención de esto con interpretaciones que la aniñaban o la volvían mística, siendo que al leer sus poemas es inevitable para cualquiera advertir el erotismo que vibra en ellos. Estas vampiras de Pécora podrían entonces haber llegado hasta nosotros de las manos de tres vertientes: el amor al cine y su materia primera, esa oscilación hipnótica de parpadeo-jadeo-sueño de las luces y sombras; el espejo que invierte la imagen europea de los escritores decimonónicos que nos legó Delmira en su poesía –América responde en femenino– y su propia concepción de lo erótico acertadamente entretejida con sus miedos en clave gore para que el cuadro sea completo y presente.

Preestreno. Martes de agosto a las 20. Centro Cultural Borges, San Martín y Viamonte. Se proyecta precedida por el cortometraje El nombre de los seres, de Goyo Anchou. Entrada: $ 30. Estudiantes y jubilados: $ 20.

(*) En este pdf el texto completo https://www.apsu.edu/sites/apsu.edu/files/polifonia/e6.pdf

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