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Viernes, 5 de diciembre de 2003

SOCIEDAD

No es puro deseo

Es fácil detectar que cuando se habla de embarazo y VIH este cruce aparece como un accidente, algo que pasó sin que intervenga la voluntad de la mujer, aunque ella podría actuar después, haciéndose el test, cumpliendo con los tratamientos. Sin embargo, no son pocas las que conociendo su diagnóstico deciden conscientemente ser madres, esquivando los prejuicios y los riesgos, aunque éstos son cada vez más bajos.

 Por Florencia Gemetro

Curioso deseo el suyo si piensan traer hijos/as al mundo, anhelo extraño a pesar de tanta fecundidad porque el mundo no los/las recibirá con el pan debajo del brazo, al menos no por ahora, cuando vivir con VIH aún sigue siendo una palabra no dicha, impronunciable, asociada a malentretenidas/os, o dicha a medias, dicha en la intimidad, por sobreentendidos, o ampliamente dicha, públicamente dicha si se asume el desafío de iniciar un camino de exposición, de desnaturalización, de referencias a la corrección política. Muchas de ellas no eligen el sendero público, lo dejan para otras, aunque decidan parir hijos/as desconociendo la larga tradición de madres legítimas –desde la Esparta de Licurgo, cuando las mujeres debían probar su fertilidad a través del matrimonio, hasta la actualidad, año 2003, cuando la OMS debe desmentir la bobada del vocero del Vaticano, el cardenal López Trujillo, que aseguró sin sonrojo la falibilidad de los condones por estar “llenos de pequeños agujeros que permiten el paso del sida”. Existe un mínimo riesgo de transmisión para sus hijos/as –casi nulo en condiciones óptimas–, se podría decir que no es tanto por la posible infección, si se toman los recaudos, sino por la estigmatización, el prejuicio, el mote con que se las vincula o se vincularía a ellas y a su prole. Y si existiera el riesgo, ¿qué? ¿Acaso alguien más que ellas podría decidir sobre sus cuerpos si sus niños/as fueran diferentes?
La extensa simbólica –y no– que se proyecta a partir de la figura del “enfermo” despliega su ordenamiento sobre todas/os aunque de manera diferenciada. El plus social que se agrega al acontecer femenino implica una vivencia mediada por la culpa, una percepción que adjetiva, que modifica el deseo de forma imperceptible. Así lo vivió Lorena –ninguna entrevistada ha querido dar su nombre– cuando se dijo en silencio “acá se termina todo”. Imaginaba su vida “para vestir monjas”; tiempo después conoció a su pareja: “Un muchacho separado, pero no fue fácil, siempre pensaba en cuidar al otro, lo del preservativo era y es todo un tema, los hombres no se quieren cuidar, les tenés que decir que no es joda, en un momento le dije ‘yo no le quiero cagar la vida a nadie’, lo entendió, mi tortura entonces era que nunca iba a poder quedar embarazada”. Su vientre ligeramente ovalado recién asoma los tres meses de su segundo embarazo, todavía no termina de aparecer como el de Sonia, una pequeña y maciza mujer empeñada en ligar sus trompas cual inequívoca solución tras fallidos intentos de convencer a su marido de usar preservativos: “Para él es difícil, tiene 53 años, yo soy más de veinte años menor, y no quiere hacerme sentir que se cuida porque soy una enferma, que lo voy a contagiar”.
Los resultados de un informe de Transmisión Perinatal realizado por el equipo interdisciplinario del Servicio de Inmunocomprometidos del Hospital Ramos Mejía (grupo integrado por distintos profesionales de la salud que atienden pacientes viviendo con VIH, donde acudieron todas las entrevistadas), revela que no se ha detectado ni una infección de madre ahija/o en por lo menos cuatro años, el estudio comenzó hace diez (hace dos meses fue distinguido por la última mención bianual que otorga el hospital al mejor trabajo científico). “Los datos son muy optimistas –dice Marcelo Losso, médico coordinador del servicio–, muy positivos, si las cosas se hacen bien la tasa de transmisión es bajísima.” ¿Cuáles son las estrategias para evitar la transmisión?
–El abordaje consiste en darle tratamiento antirretroviral a esa mujer con el objeto de bajar la cantidad de virus en su sangre y la que tendrá en sus secreciones genitales en el momento del parto; la segunda estrategia es eminentemente obstétrica, decidir cuál es la vía de parto, si es vaginal o se va a una cesárea electiva, una intervención quirúrgica durante la que se decide sacar al chico antes de que se desencadene el parto, y la tercera es suprimir la lactancia porque sabemos que puede transmitir la infección.
El equipo médico ha realizado un trabajo casi individual para lograr una perspectiva interdisciplinaria, óptica conjunta de los distintos profesionales que también han enfocado su atención sobre la contención, la información y el apoyo a mujeres viviendo con VIH. “Son varias las áreas que se deben relacionar para atender las particularidades porque son mujeres –población más vulnerable por razones biológicas, epidemiológicas, sociales y culturales– y porque están pasando por una situación de embarazo con el temor y la culpa que eventualmente les pueda generar”, dice Losso. Ese fue uno de los motivos que originaron las reuniones quincenales donde las mujeres intercambian experiencias, opiniones e información con el grupo médico.
Silvina Ivalo, médica becaria del Servicio de Inmunocomprometidos del Hospital Ramos Mejía, asegura que la vivencia de muchas mujeres durante la gravidez es una sensación de incompletitud: “Sienten que no pueden completar la interacción visceral con el hijo, el dar la teta es una cuestión primitiva: hay pulsión en el bebé y pulsión en la mujer, y al no poder dársela sienten que les están fallando, con apoyo entienden que pueden completar la relación de otra forma, con un contacto distinto con el cuerpo, con menos teta, pero más caricias; después, hasta que no conocen el resultado de los análisis de los chicos, se gatillan con la culpa”. Un deseo de ser madre que vive con culpa la maternidad diferente al tiempo que expresa un quiebre en la iconografía de las madres dedicadas, sanas madres, completas si son tales, incompletas si no lo son o si lo son en las orillas de esa representación. Deseo que se mete con la descendencia, con una cultura de la buena mujer –sin deseo–, donde el cuerpo aparece fragmentado, dividido entre el sexo y su carne. Una suerte de negación del cuerpo de la mujer reducido a un órgano sano, el vientre liberado de las enfermedades del cuerpo social. Modelos radiantes que brindan sus pechos a los niños en las publicidades, esas que le causaban inquietud a Lorena cada vez que aparecían: “Tanta información de que la leche de la mamá es mejor que cualquiera, pensás que vos no se la vas a poder dar y creés que le falta algo”. Hecha la ley, hecha la trampa: “A la nena la apoyaba sobre mi pecho, pero le daba la mamadera cerca de mi cara para que tenga un contacto cercano conmigo, que sienta mi olor, la bañaba conmigo, o la hacía dormir al lado”.
Lorena concluyó, a sus treinta, que discriminación ya casi no había, que “estaba todo más avanzado”, y si existía, eso era en un principio, hace siete años, cuando se enteró de su diagnóstico, “pero cuando hablé con Alejandra me sorprendí, son terribles las cosas que le dijeron; ese hospital tiene que informarse, después de saber cómo la trataron, no sé ... Cuando la conocí estaba en obstetricia, la vi a la defensiva y ahora entiendo”. La muchacha a la que refiere intentó hacerse los análisis sin éxito en uno de los hospitales de Lomas –no recuerda cuál–, donde le dijeron que no hacían ese tipo de exámenes, que mejor se vaya, que nadatenía que hacer allí. Dice que tenía mucho miedo, que llegó al Ramos Mejía cuando se pensó “casi muerta, con fiebre alta, diarreas, vómitos, pérdida de peso”, cursando un embarazo de seis meses.
En el cuerpo del “sidoso”, del “enfermo”, del “contagioso” conviven, se concentran los temores, la negación, el rechazo a la mala vida; una peligrosa diversidad representada por el imaginario de “la droga”, “la prostitución”, “la homosexualidad”, “la promiscuidad”, “la vagancia”, es decir, la alteridad. Una que fue similar durante el terror a la fiebre amarilla –del candor higienista–, la “peste rosa” o la “multiplicación de la pobreza”. La misma a la que teme Alejandra. “Por qué me pasa esto a mí –se pregunta en voz alta–, que siempre me cuidé, que no me drogo, que no tomo un vaso de alcohol.” Hace unas semanas volvió a trabajar, hace el “recorrido del Hospital de Clínicas”, junta cartones con sus hijos y su madre, recuperó rápidamente su salud, ésta es la tercera reunión de mujeres a la que asiste. Cuando llegó al servicio creía que el VIH era “un bichito que te iba comiendo por dentro”, se está enterando de a poco de qué se trata, pero tiene mucho miedo a que la traten mal, dice, a que no la quieran tocar, a “que les dé asco porque estoy enferma”.
La obviedad del discurso moderno, siempre atento a la corrección política, a la urbanidad medida y racional, reino floreciente de los turgentes discursos de tolerancia y respeto –no vaya a olvidarse de ser humano con quienes lo padecen–, no despeja la reacción frente a la Buenos Aires profunda, descarnada, desnuda y violenta, testigo de los relatos privados en cuyo temor se vive en obvia o invisible percepción la aterradora posibilidad de un cuerpo que desborda los límites de la propia muerte. Un discurso que ha negociado no discriminar a las “víctimas” –con la negativa carga que el sentido puede significar cuando resulta impuesto-, a cambio de una sutil internalización de la discriminación. “Yo no soy una víctima, no me quiero morir, pero tampoco lo digo para no exponerme, aunque no me sienta discriminada”, decía Lorena antes de recordar que la echaran del trabajo de operaria tras conocer su diagnóstico. No se discrimina, pero no se dice, “tampoco se nota”, con lo cual el estigma pasa a ser un problema privado, a menos que se superpongan las marcas/temores –”pobre”, “puta”, “enferma”–. Un pavor a la muerte del cuerpo diluido en el caos de muchos otros que se mezclan, que exhiben su deseo, y al hacerlo actualizan el miedo al fracaso, la posterior muerte de un cuerpo social ordenado según múltiples formas que designan a cada cual lo suyo, a cada cual su muerte. Algunas de estas mujeres alimentan su deseo, con culpa o sin ella, de manera pública o privada, por voluntad o por accidente, la cuestión es que existen y desdibujan la tradición a la vera de deseos unívocos sin pedir el permiso de nadie.

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