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Viernes, 12 de diciembre de 2003

EDUCACIóN

La educación de las niñas

Antes de preguntarse como qué mamita, sepa que el título de marras no es más que la creativa marca de una serie de juguetes para niñas que recrean los utensilios domésticos y pueblan las góndolas de ofertas navideñas. Triciclos rosas –los otros los conducen varoncitos–, estilizadas Barbies, taquitos agujas y maquillajes varios son otras opciones para nenas que estarían destinadas a languidecer de aburrimiento si la vida real no despreciara estas categorías y pusiera a unos y a otras a compartir algo más que la salita del jardín o la escuela. ¡Socorro, sexismo en los juguetes!

 Por Soledad Vallejos

La imagen de la infancia como ese territorio virgen de toda maldad, pleno de figuras angelicales incapaces de hacer daño y que dejan caer de sus bocas palabras de inocencia, definitivamente está bastante alejada de los modelos de niñez que se promueven en la Argentina del siglo XXI. Los perversos polimorfos, a juzgar por lo que medios y programas especializados (es una manera de decir) vienen diciendo desde hace un par de años, están cada vez más perversos y menos polimorfos. Durante algunos meses de 2003, se deleitaron con Piñón Fijo y la recuperación de la figura del payaso más o menos clásico, es verdad, pero tal parece que esa reivindicación de la autonomía del universo infantil (armada, increíblemente, a partir de algo tan sencillo como la combinación de juegos, canciones y una personalidad más o menos carismática capaz de recuperar el lugar pedagógico y creativo del juego) viene aflojando desde que el payaso desapareció de la pantalla. De la mano de Panam y sus canciones en karaoke con faltas de ortografía, la tele se “renovó” con el programa de Caramelito Carrizo, que no será tan poco sutil como la ex vedette pero no haría mal en sentarse un poco a pensar qué está haciendo. Más perversos, decíamos: niños y niñas, como se los quiere dibujar desde los ámbitos públicos, aparecen revestidos con las inquietudes, apetencias y elecciones calcados del mundo de los adultos. Habida cuenta de que el mundo infantil no tiene por qué ser, exactamente, una suerte de bonsai del mundo adulto, no se trata de una perversión despreciable. Si hacemos caso a la grilla de programación de los canales de televisión abierta, de lunes a viernes nenes y nenas siguen las alternativas amorosas de una telenovela (Rincón de luz), sufren convulsiones con música de difícil definición mientras hablan con un pavo y otros bichos (Yo soy Panam) y consumen dibujos animados o un clásico como El show del Chavo. Aprenden los códigos dramáticos de historias que deben más a la crueldad de cuentos de Walt Disney que a relatos fantásticos, repiten estrofas onomatopéyicas a un ritmo frenético (que probablemente ponga en riesgo el desarrollo de sus capacidades motrices), son interpelados por conductoras (recién esta semana volvió a tener aire un varón conduciendo un programa infantil, El club del Zorro) hiperkinéticas y se disponen a... consumir. Que la colita de pelo de Panam (una versión en miniatura de las extensiones capilares, con un packaging imperdible), que las figuritas, que los muñequitos. Invadido por la lógica del consumismo y los patrones estéticos y valorativos del universo de los mayores, poco margen puede quedar para una autonomía, aunque sea mínima, del universo infantil, al menos tal como lo proponen los productos específicamente pensado para él. El mundo de lo público y publicitado los y las prefiere con una imaginación pasiva, cautiva entre los límites de lo pensado por guionistas (cuando los hay), deglutiendo los slogans de chiches que han de pedir en aras de ir encontrando pertenencias en el proceso de socialización de la guardería, el jardín o la primaria. Pero si ése es el primer paso, el más visible y notable, el que llevará, en ocasiones, a decidir qué juguete amanecerá en el árbol de Navidad, o en los zapatos dejados a los Reyes Magos, o simplemente a buscar una sonrisa de cumpleaños, ¿qué es, finalmente, lo que las jugueterías ofrecen para cumplir con el ritual de entregar un juguete a una niña o un niño? ¿Qué mundo presente y futuro, digamos, viene propuesto desde las góndolas? ¿Será verdaderamente polimorfo?

Petronita de casa
Sostienen psicólogas y psicólogos desde hace décadas que, a través de los juegos y las interacciones que esos juegos habilitan entre pares, las niñas y los niños van inventando y descubriendo otros mundos (posibles o no), van aventurándose, de a poco, en el entorno que los rodea y al que se integrarán como adultos, y van probando hasta dónde sí, hasta dónde no. El juego pone límites y enseña lugares: es a través de ellos que los que juegan van tomando noción de que hay roles, van aprendiendo sus dimensiones y sus posibles lugares. Y claro, lo que esos juegos y juguetes no dicen, lo que no proponen como válido o natural, es precisamente lo invisibilizado con el peso de lo no convencional, o sin más, lo prohibido y no aceptado. Si los juguetes de hoy tejen, con paciencia y a larguísimo plazo, a las mujeres y los hombres de dentro de algunos años... tal vez sea aconsejable empezar a temblar.
Misión de riesgo, en ocasiones, entrar a husmear en una juguetería. Si los estereotipos parecen dejar a salvo de su arrasador poder de simplificación a las góndolas dedicadas a bebés y primeros meses de vida (llamativamente, los menos acosados por el sexismo), nadie que haya traspasado ese sector para llegar al preparado para mayores de 3 años podría afirmar lo mismo. Al parecer, no ha llegado el tiempo, todavía, de que las jugueterías argentinas sucumban a la tentación de la reacción neoconservadora como la que causó revuelo hace un par de años en Estados Unidos, cuando Toys “R” Us, una de las megacadenas jugueteras que desde hacía años había sabido adaptarse al correr de las correcciones políticas, de un día para el otro, modificó sus locales para diferenciar entre dos sectores habitados por chiches sexistas: “Mundo de las niñas” y “Mundo de los niños”. Pero si los juguetes se hacen a la supuesta medida de los deseos propios de infantes, padres y madres y de la sociedad, poco ha cambiado a pesar de que se proclame, cada 8 de marzo, que lograr la igualdad es parte de las políticas de Estado y que la noción de lo políticamente correcto ha modelado a grandes rasgos los discursos públicos de casi todos los personajes mediáticos. En las jugueterías, digamos, no hay una zona pintada de celeste y otra de rosa para identificar qué cosas creen fabricantes y vendedores que corresponden a unos y otras, pero eso, de todas maneras, no significa borramiento alguno de estereotipos que, tal vez, hayan sonado “naturales” en los años 50, pero que resultan, cuanto menos, antiguos y negadores en un país en el que la mitad de los hogares son sostenidos económicamente por mujeres, y cuyas universidades reconocen una matrícula fundamentalmente femenina (al igual que la mayor proporción de rendimiento académico positivo). No sólo el sector de autitos a fricción y control remoto, triciclos y equivalentes (zapatillas con rueditas, bicicletas mini) viene decorado por una asombrosa profusión de ilustraciones en las que varoncitos sonrientes (en algún caso, acompañados a unos pasos por quien, se supone, es su madre) hacen gala de sus dotes de conductores, sino que ¡hasta los triciclos destinados a las nenas (se diferencian porque son rosados, por supuesto) son presentados como exclusivos para nenes, con una foto o un dibujo ad hoc! En esta división de roles, las pequeñas féminas, claro, van a ir desenvolviéndose desde antes de medir medio metro en un mundo de aprendizajes domésticos. Las niñas, si vamos a hacer caso a lo que dicen los juguetes, deben prepararse desde aún antes de alcanzar el metro de altura para jugar con coquetos sets de limpieza a escala (en su versión más cara, consta de balde, escoba y pala, aunque todos estos implementos pueden conseguirse también por separado), kits de plancha de plástico (en algunos casos, ¡con tabla de planchar y tendero de ropa incluido!), los clásicos equipos de vajilla plástica para tomar el té, y toda una extensa serie de electrodomésticos en miniatura: cocinita, lavarropitas (como para que vayan practicando con la ropa de las muñecas), heladeritas (suponemos que para ir guardando los yogures diet de las Barbies)... Coronando el esfuerzo de imaginación que ha arrasado a la industria del juguete local (que resurge lentamente gracias a la devaluación y el encarecimiento de la importación, algo que le vale volver a participar en un mercado que mueve en toda Latinoamérica cerca de 600 millones de pesos), en estos días se encuentra en el mercado una primorosa línea de ollas y sartenes en miniatura (con un packaging imperdible: bonitas cajas decoradas con pollos, pescados, carnes y verduras por cocinar, y eso por no nombrar pisapapas, palos de amasar y batidoras...) con un nombre por demás elocuente: “Como mamita”. ¿Cuál será esa mamita que solamente se deshace entre baterías de cocina: la que cuenta entre el grupo de excluidas (por cierto, la mayoría de la población de las mujeres del país), y luchadoras sociales (recordemos la composición de los grupos de base de las agrupaciones piqueteras), o la que está integrada al mercado laboral en condiciones de flexibilización forzosa, o cumpliendo con la contraprestación de un Plan Jefes y Jefas de Hogar?
La Petronita que los juguetes de 2003 preparan para las navidades (y los años) por venir se deleita aprendiendo los misterios de la vida puertas adentro: no tiene imaginación más que para combinar latas plásticas de alcauciles con pollos de plástico, revolverlos hasta rabiar en ollitas ídem, pasar una escobita sin perder el ritmo, tender la ropa, plancharla. Como mamita, claro... como la mamita de los sueños de un tanguero de película (de los años 20).

Tú me quieres bataclana
No es, sin embargo, sólo un destino de mujercita doméstica y domesticada el que aguarda a las pequeñas en las ofertas de las jugueterías. No tan increíblemente, las grandes cadenas (que concentran los consumos lúdicos de los sectores medios) demuestran cuánta habilidad tienen los fabricantes de juguetes para reproducir al interior del mundo infantil los mismos supuestos, patrones de comportamiento y horizontes de expectativas con que se apañan las construcciones de las figuras femeninas en el mundo adulto. Existe el angelito del hogar, ergo, también ha de existir su opuesto, a fin de que la niña comprenda que no sólo de tareas domésticas vive la fémina. Está, por caso, su otra alternativa: la de la muchachita hiperproducida, dotada de sus zapatos de taco, disfraz (los motivos casi exclusivos, eventualmente eclipsados por alguno de las Chicas Superpoderosas: princesa, reina, modelo –¿?– y otras variantes de la muñequita hecha niña). (Para los varones, en cambio, los disfraces son más limitados, y suelen replicar la asociación con la fuerza, el poderío físico: gauchos, indios, policías...). Complementan a la pequeña niñita preparada para matar, utensilios fundamentales de los rituales de belleza: tocadores de belleza (suertes de boudoir à la Marie Antoinette, pero en plásticos de diversos colores), maquillajes (completamente falsos o con productos hipoalergénicos, en el mejor de los casos), uñas postizas, collares de perlas de imitación y una serie infinita de ad hocs. En la vereda, mejor dicho, en la góndola de enfrente, descansan relucientes espadas, autitos de miniatura y a control remoto, armas que imitan las auténticas y otras que exacerban su falsedad (ametralladoras de agua, pistolas de burbujas de detergente, o de pelotas de ping pong), sets para jugar a ser “doctor” (no, doctora no), metegoles, maravillas de la electrónica devenidas videojuegos ideales para llevar en el bolsillo, pupitres (con cajas ilustradas, desde ya, con varoncitos).
Lo estático, la pasividad del tiempo dedicado al arreglo personal, el empeño en concentrarse en las superficies (pulidas, ornamentadas, con la mirada puesta en la mirada ajena) para dejar liberado el terreno de la actividad a los varones. Visto desde las góndolas de juguetes, los mandatos sobre las niñas pesan y en sentidos bastante claros. No son para ellas los productos que puedan implicar agresividad (no se ha creado aún una réplica de revolver en rosa), acción, destreza o una carga emocional más densa que la que pueda despertar el complejo, profundo, agotador y desafiante... proceso de maquillarse y ponerse extensiones de cabello (rubio, obviamente) para ser una pequeña reina. Y eso que no estamos hablando del mundo Barbie.

Inventando... ¿qué?
La infancia con sus halos dorados fue inventada hace menos de dos siglos, cuando los Estados se empezaron a reconvertir al credo de la industrialización y empezaron a necesitar, en primer lugar, que los índices de mortalidad infantil descendieran, que las mujeres aceptaran eldiscurso glorificante del amor maternal y la sagrada misión que tenían como matronas, y que los hombres, claro, no tuvieran inconvenientes en ser adorados como proveedores y reyes mimados del hogar. Los roles, como relata Elisabeth Badinter en ¿Existe el amor maternal? (ed. Paidós) empezaron a volverse férreos, estructurados y claramente delimitados en función de esas necesidades. Lo público, claro, guiaba los pasos de lo privado, y allá iban los juguetes, que finalmente habían dejado de ser propiedad exclusiva de noblecitos felices para enseñoriarse en las habitaciones de clase acomodada. Con el tiempo y la extensión de los sistemas democráticos por el mundo, los procesos de ciudadanización y alfabetización que acarrearon la conformación de las sociedades de masas y el surgimiento de sólidos medios de comunicación terminaron de afianzar esos modelos y de construirlos con paciencia desde la más tierna infancia. Mientras asentaba la imagen más memorable de los próceres argentinos (padres de la patria, porque madre hay una sola y es un país extranjero) que perdura hasta hoy, la Billiken de los años 20 entronizaba al niño escolarizado y con un margen controlable de rebeldía y se esmeraba en modelar niñas amantes de lo doméstico. Al mismo tiempo, los grandes almacenes hacían gala de su gran surtido en entretenimientos infantiles: trencitos para ellos y muñequitas con cabezas de porcelana y cabellos naturales para ellas. Claro que eso pasó hace ochenta años, cuando lo que se promovía era el disciplinamiento y la “argentinización” de una multitud de inmigrantes con orígenes más que diversos, con una estructura ¿productiva? que todavía buscaba una forma de organización y un objetivo en común más allá de la agroexportación. Era una Argentina en la que las mujeres todavía no votaban, ni mantenían hogares con tanta presencia como ahora y en la que los movimientos de mujeres (a excepción de colectivos de obreras y feministas con un predicamento no demasiado escuchado y hábilmente silenciado) no habían instalado la necesidad de debatir cientos de supuestos.
Ochenta años, entonces, pero parece que los juguetes de consumo masivo se aferran con todas sus fuerzas a los estereotipos sexistas.

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