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Viernes, 12 de diciembre de 2003

HOMBRES

Queremos tanto a Clint

Espíritu libre e indomable, creador de obras maestras como Los imperdonables y el reciente estreno Río Místico, Clint Eastwood ha labrado cada grieta de su magnífica cara y ha afilado cada vez más la mirada de sus pupilas azules. Artista inclasificable, amado en Europa y tardíamente
reconocido en su país, el actor y director hace lo que se le canta –y además canta y toca el piano muy bien– lejos de las fórmulas hollywoodenses y de las imposiciones de las modas.

 Por Moira Soto

Película a película –actuada y/o dirigida por él–, Clint Eastwood ha ido alcanzando la solidez, la riqueza, la condición de imprescindible de un verdadero clásico. Su última tragedia, recientemente estrenada, Río Místico, confirma lo que ya sabíamos pero que igualmente nos sorprende por la osada sinceridad con que ahonda en lo más oscuro y contradictorio de la condición humana: con la mayor transparencia narrativa, sin alardes de ninguna especie, Clint Eastwood siempre puede ir más lejos de lo previsto, encontrar una variación inesperada e innovadora en sus temas recurrentes desde que empezó a dejar su marca en el cine.
Personaje secreto e inasible, Clint Eastwood –y sus diversos reflejos en la pantalla– nunca termina de escurrirse de las manos de quienes pretenden encasillarlo, definirlo, develarlo. Sin embargo, su amigo, el crítico de Time, Richard Schickel, se tomó en serio esto de retratar en profundidad al director e intérprete de Los imperdonables (1992) y en 1996 publicó una biografía de 600 páginas. No consiguió confidencias íntimas, pero empezó a descifrar el enigma de este artista hecho a sí mismo a ponchazos (y no es una alusión a la prenda de la trilogía de Sergio Leone), hijo de la Gran Depresión (nació bajo Géminis en 1930 en San Francisco), trabajador en diversos gremios desde la adolescencia, vocacionalmente músico, de inciertos comienzos en el cine (enfrentando monstruos de lagunas negras o tarántulas gigantes), de espaldas tempranamente cargadas acaso por ese metro noventipico, que junto con un ligero estrabismo, la voz susurrante y los dientes torcidos que se negaba a enfundar, provocaban rechazo en las oficinas de reclutamiento de actores en los ‘50. Empero, dice Schickel, Eastwood jamás reivindica sus heridas, no se queja de golpes recibidos, jamás pretende haber vivido pruebas insoportables: “Pero las ha padecido y le han enseñado dos lecciones esenciales: haz todo lo que esté a tu alcance para atenuar los efectos del infortunio; y jamás confíes en que las instituciones te echen una mano. Transfórmate en institución y legisla tus propias leyes de trabajo y de conducta, mientras levantas tus barreras contra cualquier intrusión. Después, cuando esta institución sea una sombra alargada de ti mismo, dedícala a la celebración de personajes subversivos, antisociales o rebeldes de cualquier tipo”.

Una tragedia
de nuestro tiempo
“No necesariamente un clásico nos enseña algo que no sabíamos; a veces descubrimos en él algo que siempre habíamos sabido”, escribe Italo Calvino en Por qué leer los clásicos (Tusquets, 1992). Y con C.E., si nos remitimos a Río Místico –que inevitablemente nos lleva a Los imperdonables, a Crimen verdadero y a Cazador blanco, corazón negro, por no ir más allá– re-aprendemos los efectos atroces de la intolerancia, delodio atizado hasta el ofuscamiento y el descontrol, de la violencia que engendra violencia y pérdidas irreparables. Trágica maquinaria que se activa cuando un chico es secuestrado y violado por dos hombres maduros que se hacen pasar por policías: Dave, el más vulnerable y tímido de tres amigos, quedará desquiciado para siempre. El episodio es narrado en el prólogo, veinte años antes de la época –actual– en que transcurre esta película que acongoja en forma creciente hasta su ineluctable desenlace. Pero que al mismo tiempo, a pesar de las sombras que se ciernen sobre casi todos los personajes, de la repetición atroz de ciertas situaciones del pasado, se eleva sobre el horror y la fatalidad inducida gracias a la mirada comprensiva y sabia del director, a su lirismo pudoroso y hasta un punto clemente. Porque Eastwood consigue con raro equilibrio consignar lo deplorable de la violencia, y a la vez señalar que se trata de una práctica que viene de lejos, encadenando de distintas maneras a víctimas y verdugos en una sociedad injusta, enferma, hipócrita, prejuiciosa.
“Llamaré un clásico a un libro que se configura como el equivalente del Universo, a semejanza de los antiguos talismanes”, dice Calvino, y si cambiamos libro por film, estaremos hablando de varias obras de Clint Eastwood, especialmente a partir de 1990 (Cazador blanco...). Aunque, pensándolo mejor, ¿a santo de qué nombre dejar afuera Jinete pálido (1985) o El fugitivo Josey Wales (1986)? Porque si, como sostiene Calvino, “toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera”, son unas cuantas las películas realizadas por C.E. que invitan a una re-visión para obtener ese “efecto de resonancia que vale tanto para una obra antigua como para una moderna”.

Forjar un personaje,
darle un espacio
¿Cuándo y cómo empezó Clint Eastwood a darle forma física y espiritual a ese personaje que encajó a la perfección en el western, pero que con diversos matices y mutaciones se deslizó hacia otros géneros, incluida la comedia? ¿Al buscarse la vida en la adolescencia trabajando de lo que hiciera falta, anche tocando el piano en un club nocturno por un sandwich y una cerveza? ¿Al ingresar en la serie Cuero crudo, convertirse en un lindo vaquero de jopo inalterable y luego guardarse las botas y los estribos para usarlos en los westerns italianos hechos en España? Donde para el primero, Por un puñado de dólares, Leone le ofreció 15 mil dólares y le preguntó si podía aportar el vestuario. Clint, aparte de lo que ya sabemos, se compró un jean negro en Hollywood Boulevard y lo baqueteó bien; un sombrero recto en Santa Monica al que aplastó en la valija y unos cigarritos (que no fumaba) en Beverly Hills. El poncho, que nunca fue lavado ni enviado a la tintorería, lo adquirió en España, donde se dejó crecer una barba desprolija. Y el resto fue silencio, o casi: ya proclive al laconismo, Eastwood lo convenció a Leone: “Cuanto menos hablo, mejor resulto”. De estas anécdotas hay varias versiones, como suele suceder con las leyendas, aunque sean vivientes. Según una de ellas, cierta vez Leone le alcanzó al minimalista intérprete dos carillas mecanografiadas que contenían el texto que Clint debía decirle a un personaje femenino. Sin vueltas, el actor lo redujo a: “Hace mucho, conocí a una mujer como usted”, esto, claro, dicho entre dientes, sin mover un dedo, la mirada de acero puesta en el horizonte más lejano. Ciertamente este tipo herido, movilizado por un viejo dolor del que habla Richard Schickel, ya estaba en Por un puñado (1964), se afianzó en Por unos dólares más (1965) y se puso francamente sardónico en Lo bueno, lo malo y lo feo (1966). Después vendría el realizador Don Siegel y, tres años antes de Harry el sucio, sabría sacar provecho de este duro reconcentrado con sentido de autoironía y una cierta inocencia en Coogan’s Bluff (1968). En el año del polémico Harry..., C.E. –con ese feroz sentido de la independencia que mantienehasta la actualidad– empezó a dirigir sus propias películas y ahí sí que confunden y retroalimentan la persona colérica y pacífica que reconoce ser, vulnerable y arisca –como lo define Schickel–, y el personaje del justiciero por mano propia, a menudo vengador, de métodos heterodoxos, que resiste la burocracia y desobedece las órdenes. El artista Clint Eastwood –el cineasta, el músico más que amateur– entre la persona y el personaje, también escapa a todos los moldes y dictámenes, aunque se advierta la extraordinaria maduración de su personal obra, su cambio de enfoque, por ejemplo, respecto de la violencia. Como la de cualquier clásico que se precie –por supuesto, él, en su genuina modestia, no se reconocería como tal–, esta obra ha permanecido al margen de modas, fórmulas de éxito o exigencias de los productores.
Desde que fundó su compañía productora Malpaso en 1970, siempre asociado con la Warner, que respetó su libertad a ultranza, Clint Eastwood se maneja –dentro de lo posible– con los mismos colaboradores y es famosa la serena armonía que reina en los rodajes, donde no existen los altavoces y se filma con suma rapidez, a menudo aprovechando la primera toma. Con el tiempo se fue aflojando el rechazo de C.E. a los reportajes, en los que obviamente no suelta una palabra de más, y así de trate de Thierry Joussy y Camille Nevers, de Cahiers du Cinéma, el actor y director no dice nada para impresionarlos o quedar bien (cuando le preguntan si Los imperdonables alude a la Guerra del Golfo, responde tranquilamente que no, que más bien remite a conflictos internos de ese momento en los Estados Unidos). Aunque es evidente que ama apasionadamente su trabajo y se siente seguro dejándose guiar por la intuición, su modestia es proverbial. Como hace notar Schickel, “Clint Eastwood es consciente de que el cine es un arte de colaboración. Cuando dirige, nunca se apropia con la expresión ‘un film de’”, como tanto realizador mediocre venido a más. Y, sin embargo, ¿quién otro podría haber hecho estallar en aullidos de madre desesperada a Sean Penn en el momento en que confirma que le han arrebatado a la cría para siempre, durante los primeros tramos de Río Místico?

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