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Viernes, 29 de agosto de 2014

ENTREVISTA

Materia prima

Invitada por la Universidad de San Martín, la abogada y socióloga Bárbara Sutton presentó la investigación que realizó en nuestro país durante los últimos años de la crisis neoliberal, revisando los modos en que las mujeres ponen el cuerpo en contextos de restricción y movilización, haciendo visibles a la vez la violencia y los estereotipos que siguen intentando disciplinar esos mismos cuerpos. El cuerpo en la calle en las luchas colectivas, el que pasa hambre o silencia la enfermedad para poder cuidar a quienes tiene a cargo, el que reclama su lugar como caja de resonancia de las ideas, el cuerpo que se revela; historias encarnadas que se gestan en el desafío constante a las imposiciones.

 Por Irupé Tentorio

“Las mujeres estamos expuestas a variados estereotipos, e incluso violencias, que involucran el cuerpo. Estas percepciones, regulaciones y acciones perpetúan muchas formas de injusticia, con consecuencias económicas, laborales, afectivas, en la subjetividad y en la vida cotidiana”, señala Bárbara Sutton, doctora en Sociología por la University of Oregon y profesora asociada en el Departamento de Estudios de Mujeres, Género y Sexualidad en la University at Albany, en el estado de Nueva York.

Años después de terminar sus estudios de abogacía en la UBA, Sutton decidió realizar un doctorado en Sociología en Estados Unidos. Antes de comenzar su trabajo de campo para su investigación académica, se embarcó en un viaje en que recorrió diferentes países de América latina, prestando particular atención a lo que pasaba con la situación de las mujeres en la región. En el 2002, luego de ese viaje, se instaló en Buenos Aires. Durante ese año y el siguiente, acompañó codo a codo a las diversas multitudes de mujeres que por ese entonces estaban organizando sus comedores, piquetes, cooperativas y otros emprendimientos dignos de poner el cuerpo.

Y es desde este comienzo desde donde indaga las diferentes formas de violencia que están normalizadas y con las cuales solemos vivir a diario. “El feminismo hizo un trabajo enorme en visibilizar estas cuestiones, poniéndoles nombre y desafiando ciertas conductas muy instaladas en la sociedad. Todas estas inquietudes se me presentaron desde lo personal, lo político y lo académico. Se abrió un abanico de cuestionamientos que me empujaron a tratar de entender estos temas con mayor profundidad. Estas preguntas tuvieron que ver con las diferentes formas de subordinación de las mujeres como grupo, aunque también reconociendo una gran diversidad y también desigualdades entre mujeres. Se pueden ver concepciones estereotípicas o disciplinantes sobre los cuerpos femeninos, ya sea en el marco laboral, de la medicina, en la ley, en las familias, en las religiones, en las instituciones en general”, remata Sutton.

En tu investigación Cuerpo en crisis: Cultura, violencia y resistencia de las mujeres en la Argentina neoliberal señalás cuatro dimensiones sobre poner el cuerpo. ¿Podés darnos detalles?

–Sí, la primera es la idea de poner el cuerpo como protesta colectiva y en relación con el trabajo cotidiano del activismo. La segunda es la dimensión de la coherencia entre las palabras y las acciones. Escuché a una activista explicar: “Lo que se dice con el pico se sostiene con el lomo”. Y en esto también se ve una dimensión de género porque, dadas las jerarquías de poder en la sociedad, los hombres han tenido mayores oportunidades de decir qué es lo que hay que hacer, mientras que las mujeres han tenido que poner cuerpo, muchas veces sin el debido reconocimiento en los ámbitos en que se desempeñan. Un tercer sentido tiene que ver con el sacrificio y la entrega, que, como dijo una de mis entrevistadas, pueden tener connotaciones positivas y negativas. Por ejemplo, una mujer sobreviviente de los centros clandestinos de detención de la dictadura, que cito en mi libro, menciona que ponía el cuerpo cada vez que iba a declarar en los juicios por esos crímenes. El revivir esa historia conllevaba dolor, pero que en definitiva valía la pena testimoniar. Sin embargo, a veces se detectan connotaciones más negativas en cuanto al significado de poner el cuerpo, en el sentido de mujeres que ponen tanto de ellas mismas en lo que hacen que dejan de lado su propio cuerpo, al punto de que incluso aparecen enfermedades u otras secuelas relacionadas con la falta de cuidado a sí mismas.

Y la cuarta connotación es la de poner el cuerpo, que tiene que ver con la lucha, el riesgo y el coraje. Al impugnar el statu quo, la participación política expone el cuerpo a potencial peligro. El asumir riesgos y enfrentar situaciones de peligro han sido socialmente construidos como cuestiones de hombres. Sin embargo, muchas mujeres activistas desafían esas ideas a través de sus acciones concretas, encarnadas.

Muchas de las prácticas del activismo legendariamente han sido territorios copados por hombres, entonces ¿cómo se hacen un lugar las mujeres? ¿Logran desestabilizar los discursos hegemónicos?

–En principio es importante tener en cuenta el contexto. A veces las mujeres hacen visibles en su activismo modos de feminidad normativa –por ejemplo, como madres–, pero en ciertas circunstancias políticas tales imágenes pueden desafiar ideas hegemónicas. Si desde los medios de comunicación se presenta al movimiento piquetero como compuesto por hombres peligrosos y violentos, la imagen de piqueteras que van a la protesta con bebés en cochecitos, o que están amantando en el medio de la marcha, problematiza el discurso hegemónico. Ayuda a crear una idea más compleja tanto del movimiento como de la maternidad. Asimismo, el ver a mujeres formando cadenas de cuerpos o a cargo de la seguridad durante la protesta –es decir, desafiando la idea de una fragilidad femenina inherente– también puede desestabilizar los preconceptos sobre quiénes pueden constituir un cuerpo militante y qué significa ser mujer. Sin embargo, estas disrupciones no vienen sin costos, ya que las típicas herramientas de subordinación de género, inclusive ciertos tipos de violencia física, también se usan para mantener a raya a las mujeres que trasgreden el orden establecido. Entonces, una mujer que está participando en una protesta puede ser fácilmente acusada de ser mala madre, alguien que no cuida bien a sus hijos. Asimismo, una mujer que entrevisté contaba que tenía que lidiar con la sospecha –alimentada por su entorno y que tocaba a su propio compañero– de que la razón para ir a las marchas era para tener aventuras de tipo sexual con otros hombres. Es decir, o por el lado de la maternidad o por el de la sexualidad este tipo de comentarios funciona como forma de disciplinar a las mujeres.

¿Los movimientos a los que te referís se dieron más en sectores populares?

–Ha habido una variedad de movimientos y organizaciones en cuanto a su extracción social, desde sectores populares que conformaron los movimientos piqueteros hasta integrantes de la clase media que se sumaron a las asambleas, por ejemplo. Yo interactué con piqueteras, feministas, mujeres de clase media que activaban en asambleas barriales, obreras en empresas recuperadas y multinacionales, integrantes de organizaciones de migrantes, indígenas y afrodescendientes, y militantes de derechos humanos, entre otras.

¿Cuáles fueron sus principales preocupaciones a la hora de organizarse?

–Los temas eran diversos, pero noté que muchas de estas demandas tenían que ver con el cuerpo: el hambre, las dificultades para obtener cuidados de salud (especialmente la sexual y reproductiva), la penalización del aborto, la violencia física hacia las mujeres y la represión estatal sobre los cuerpos, incluyendo las secuelas del período del terrorismo de Estado. Lo notable era que aún en organizaciones mixtas, cuando las mujeres se juntaban, empezaban a tratar temas, como por ejemplo el de la violencia de género, los derechos reproductivos u otras cuestiones que muchas veces son mal llamadas “temas de mujeres,” siendo que son temas de la sociedad.

Del contexto social y político de tus estudios nace tu interés por las cicatrices corporales del neoliberalismo, ¿qué pudiste visualizar?

–Los modelos económicos, incluyendo el neoliberal, son vividos y dejan sus marcas en el cuerpo, aunque de manera diferenciada, de acuerdo con el lugar que cada persona ocupa en la jerarquía social. Algunos sistemas económicos son más nocivos que otros. Muchas veces, cuando se habla de economía, se está hablando de macroeconomía, finanzas, balances y presupuestos. Pero los cuerpos de personas reales, de carne y hueso, quedan invisibilizados. Sin embargo, las políticas económicas llegan al cuerpo. A veces resultan en cuerpos agotados, enfermos, maltratados y malnutridos. En cuanto a la crisis del 2001, es difícil en algunos casos deslindar los efectos de una marginación económica de más larga data y los efectos de la crisis per se. Pero lo cierto es que la crisis agravó todo esto.

¿Podrías dar ejemplos?

–Sí, hay hechos que tradicionalmente no han sido contabilizados. Mucho del tiempo y el trabajo no pago de las mujeres de alguna manera subsidian la economía, especialmente en contextos donde los estados y organismos internacionales impulsan soluciones económicas que implican recortes, por ejemplo, a sectores públicos como educación o salud. Es decir, el tiempo de una madre que lleva a su hijo o hija al hospital público y tiene que esperar horas y horas para ser atendida, en un contexto de reducción de servicios, infraestructura deficiente y conflicto social. Ese costo en tiempo, agotamiento corporal, y potencialmente pérdida de ingresos para la mujer, típicamente no ha entrado en los cálculos macro. Es decir, es como que eso no tuviera ningún valor. Esto se inscribe en un marco en que el trabajo no remunerado generalmente no ha sido debidamente cuantificado, algo que desde el feminismo se ha estado tratando de revertir desde hace años. En Argentina hace poco el Indec dio a conocer resultados sobre una Encuesta sobre Trabajo No Remunerado y Uso del Tiempo.

Otro ejemplo es el de una mujer que siente que no puede enfermarse porque le descuentan el día laboral o puede perder el empleo en un contexto de altas tasas de desocupación. Recuerdo a una entrevistada, trabajadora en el servicio doméstico, que comentó que, si ella se enfermaba, sus hijas no comían. Obviamente, dentro de esta rama entran las disparidades de clase, que afectan las distintas experiencias. Esto se nota en las entrevistas que hice, cuando comparaba una mujer de clase media con otra de sectores populares, ambas sufriendo la crisis económica y con menores posibilidades de acceder a servicios de salud de calidad. Sin embargo, la mujer de clase media tenía conexiones sociales y profesionales que le permitían, aunque con más esfuerzo que con anterioridad, acceder a estos servicios. En cambio, para mujeres de sectores económicamente más desfavorecidos el acceso a la salud era aún más difícil, y esto tiene su correlato en el estado del cuerpo.

¿Cómo lo encarnaron corporalmente?

–Por ejemplo, en la alimentación. Esto se dio en un contexto en que la gente sufría los efectos de un significativo incremento de la pobreza, de recortes presupuestarios en el sector público, y de despidos que hicieron que a muchas personas les costara llegar a fin de mes. Y en estos escenarios existieron diferentes estrategias individuales y colectivas para poder básicamente comer.

¿Cuáles fueron las estrategias que armaban las mujeres ante la necesidad de alimentos?

–A nivel individual había mujeres que trataban de cocinar con menos ingredientes o ingredientes más baratos. Otras recurrieron a estrategias colectivas, como la organización de comedores. En el caso de los comedores que estaban destinados a dar de comer a niñas y niños –lo cual obviamente es imprescindible–, lo que quedaba desdibujado es qué pasaba con la alimentación de las madres. Una de ellas me contó que a veces tenía comida y a veces no, pero que llevaba a su hijo al comedor y para calmar su hambre tomaba mate. Es decir, sus propias necesidades no estaban satisfechas. Asimismo leí algún artículo del diario en que la lactancia se presentaba como el gran antídoto que tenían las familias contra la crisis, pero este tipo de discurso dejaba de lado los problemas estructurales, y no se preguntaba sobre el cuerpo de la mujer lactante: qué deseos y necesidades de nutrición tenía ella también.

La crisis también se hace carne en la apariencia física. ¿Las mujeres lo notaban?, ¿se quejaban?

–Una de mis entrevistadas, de ocupación peluquera, por ejemplo, leía la crisis en los cuerpos de las mujeres en el colectivo. Le parecía que el estado corporal de quienes viajaban –con ropa deteriorada y cabellos descuidados– no se correspondía con el recorrido de ese colectivo que alcanzaba zonas económicamente más acomodadas. En las narrativas de las mujeres muchas veces se escuchaba que debido a la situación económica “no puedo ir al gimnasio” o “no puedo depilarme” o “no puedo hacerme la cirugía estética”. La sociedad tiene expectativas o exigencias que involucran los cuerpos de las mujeres –exigencias que podemos mirar críticamente, pero por falta de tiempo y dinero muchas mujeres no podían cumplirlas–. Y en un contexto de discriminación esto puede acarrear consecuencias económicas. Hasta hoy en día perdura en muchos avisos de búsqueda laboral el requisito de “buena presencia”, que en el caso de las mujeres tiene connotaciones particulares, impregnadas de estereotipos de género, clase, raza, sexualidad y otros ejes de desigualdad.

También alcanza el terreno psicológico...

–Sí, y muchas de estas cuestiones involucraban lo corporal: síntomas psicosomáticos, el no poder dormir, estrés, desazón, ansiedad. Pero lo que se veía era un vínculo entre cuestiones que pueden ser consideradas individuales, con un contexto de situación de malestar mucho más colectivo. Más allá de que la impronta de organizaciones sociales también generaba en algunos sectores fuerza e ilusión colectiva para salir adelante.

Y aquellas mujeres que no tuvieron contacto con la lucha en la calle, o con el análisis de cuestiones de género, ¿lograron modificar su discurso? Es decir, ¿armaron otra estrategia de búsqueda?

–Varias cosas. Primero hay que tener en cuenta que aun dentro de las organizaciones, o en una misma organización, las mujeres realizan diferentes actividades, más o menos desafiantes de los mandatos sociales de género. Y en una misma mujer pueden convivir también diferentes modalidades de feminidad. De pronto te encontrás con una joven militante, integrante de una organización con fuertes críticas al modelo neoliberal, y que estaba dispuesta a poner el cuerpo en las protestas, pero que a su vez ahorraba para hacerse una cirugía estética de mamas. ¿Cómo se entiende esto? No es trataba de una mujer sumisa, pero podemos ver que estos planes de modificación corporal son consistentes con ideales culturales de belleza que enfatizan la necesidad de ciertos atributos físicos como requisito para ser vista como una verdadera mujer o para ser considerada sexualmente atractiva. Por otra parte me encontré con mujeres que nunca habían militado y que en el contexto de la crisis salen a participar de luchas sociales. Recuerdo una obrera en una empresa recuperada, que terminó resistiendo un desalojo y enfrentando a la policía, incluso físicamente. Este tipo de acciones, que ella nunca había imaginado, se terminan haciendo carne. Porque, como me dijo esta entrevistada, si abandonaban su lugar de trabajo se volvían a su casa “a llorar miseria”. Es en estos entretejidos en donde se empieza a ver un cambio de conciencia.

Vos te referís a las capacidades y vulnerabilidades que se juegan al poner el cuerpo en la protesta. ¿Qué rol juega la vulnerabilidad? ¿Qué connotaciones tiene en el caso de las mujeres?

–Las personas que protestan son pasibles de ser afectadas, e incluso dañadas, por otras personas (especialmente, por las fuerzas de la represión), así como también pueden ser afectadas por los contextos en que se desarrolla la protesta, desde condiciones climáticas a la infraestructura del lugar. Los cuerpos de las mujeres han sido socialmente concebidos como especialmente vulnerables, asociados con significados, tales como la pasividad, la fragilidad y la sumisión –ideas que se contraponen a la figura de un cuerpo militante, a un poner el cuerpo político–. Sin embargo, a lo largo de la historia, las mujeres han puesto el cuerpo en múltiples formas de protesta.

Pero sin embargo lo que más cuesta en estos espacios es copar la oralidad.

– A menudo las mujeres han encontrado obstáculos para alcanzar posiciones de liderazgo y para poder hablar con autoridad y ser escuchadas en el contexto de movimientos sociales mixtos. Sin embargo, esto fue desafiado por varias de las mujeres que conocí a través de mi estudio, que se rehusaban a ser meros cuerpos carentes de voz. El poder de la palabra y el poder de las acciones más obviamente corporales no tienen por qué ser mutuamente excluyentes.

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Imagen: Juana Ghersa
 
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