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Viernes, 1 de marzo de 2002

ACTUALIDAD

Todo sobre Servini

En su currículum podría anotarse que fue la primera en restituir menores apropiados durante la dictadura militar, que detuvo a Emilio Massera después del indulto o que está poniendo en jaque a los bancos con su investigación sobre fuga de capitales. Sin embargo, María Romilda Servini de Cubría nunca pudo despegarse del escándalo del Yomagate y de esa imagen de jueza adicta al Ejecutivo que caracterizó la década menemista. Esto es lo que ella tiene para decir al respecto.

 Por Marta Dillon

Cien metros de pasillo de mármol, lustrado y desierto, y un policía de uniforme sin mucho que hacer a las tres de la tarde en el tercer piso del edificio de Comodoro Py 2002. Alguien ya anunció la necesidad de esperar y el silencio tienta a uno de los dos custodios que habitan ese pasillo desde la mañana temprano. Cede el asiento, pide fuego, se queja: “Estamos acá por lo de los comisarios detenidos, están declarando, no sé cuánto más van a tardar”. Y se calla, hay cosas de las que es mejor no hablar con desconocidos, mucho menos cuando la puerta del juzgado federal Nº 1 se abre y aparece ella haciendo un ademán. Vestido rojo y entallado, brushing obligado en su melena corta, la jueza María Romilda Servini de Cubría no se anda con vueltas: “Vení, nena, pasá, que no tengo mucho tiempo”, dice y pone un límite, “la cámara no, me pone nerviosa”. Sigue un taconeo enérgico por otro pasillo hasta su pequeño despacho, una orden para que se cambie el agua de un florero cargado de rosas blancas y una manera poco sutil de desplomarse en un sillón. “Preguntame, vamos, a ver qué querías saber.” No hay tiempo para frases corteses, de haber podido colar una respuesta a su imperativo hubiera sido “todo”, pero ella enseguida se adelanta:
–Nací en San Nicolás, me recibí de maestra en un colegio normal y vengo a Buenos Aires a estudiar Derecho. Siempre quise ser abogada, el estudio de mi papá estaba en la esquina de casa, así que desde chica jugaba con mi hermano a que éramos abogados, nací con eso adentro.
Cumplió su deseo, aunque la vida no es lineal como se la imagina en la infancia. En realidad el viaje a Buenos Aires se precipitó después de haber salido electa reina de la primavera en el último año de la Normal. Mamá Romilda quería ponerla a salvo de las fantasías de los vecinos.
–Era tremenda, muy severa. Ahora acaba de cumplir 93 años y está lúcida como siempre. En aquella época se instaló con mi hermano y conmigo en un departamento en la calle Santa Fe y nos acompañó siempre. Pero yo me casé antes de recibirme, a los 21. Tuve a mi hijo mayor, estuve en el extranjero dos años porque mi marido era agregado ayudante en la embajada de Brasil, y cuando volví, en el ‘63, con un chico de casi cuatro años, decidí terminar las materias de escribanía que era lo primero de lo que me podía recibir y me conformé con eso.


Los hechos de la vida de la jueza que nunca podrá borrar del todo el estigma de haber sido burú burú budía se suceden rápidamente en su relato. El tiempo es tirano, ya se sabe, y aun ella, que confiesa no tener límites, desea volver a casa alguna vez. No es tarea fácil. La causa sobre la masacre del 20 de diciembre y la que investiga la fuga de capitales y el vaciamiento del sistema bancario en nuestro país le quitaron las noches de verano. Una vez más, durante los últimos dos meses, volvió a la tapa de los diarios y revistas y hasta en los noticieros centrales hubo tiempo para dedicarse a su pasado, su presente y su peinado. Es que la jueza que a principios de los ‘90 fue el emblema de una Justicia adicta al gobiernode turno parece haber quedado cristalizada en esa imagen. Y cada paso que dio desde entonces fue medido con la vara de su actuación en el Yomagate, aquella causa que inició en España el juez Baltasar Garzón y que implicó a más de un funcionario del menemismo en el lavado de dinero del narcotráfico. Todo lo que hizo después fue evaluado como intentos sucesivos de limpiar su propia imagen. Pero para esto no parece haber jabón que lave más blanco.
–Ejercí la escribanía en el año ‘66, adscripta en una jurisdicción de provincia. Viajaba tres veces por semana, salía a las seis de la mañana y volvía a las once de la noche. Era sacrificado, pero fue la época en que más plata gané. Hice todos los placares de mi casa y hasta me compré un departamento en la calle Arenales.
Se recibió de abogada después de haber tenido a su segundo hijo y porque su hermano, seis años menor, la había alcanzado en la cantidad de materias rendidas. Era su chance de encontrar un compañero de estudios metódico y exigente, no la iba a dejar pasar.
–En cuanto tuve la oportunidad, entré en la carrera judicial. La escribanía era muy sacrificada, preferí ganar menos y tener un sueldo fijo pero no abandonar a los chicos de la mañana a la noche. Fui la primera mujer que entró en la justicia penal, como defensora. Eran siete hombres y yo, todos muy buenos compañeros. Fui la que más iba a la cárcel y los presos siempre tenían un regalito para hacerme, una medallita con mi nombre, alguna artesanía. La mía era sangre joven y entusiasta.
Dos años después, en 1975, fue nombrada jueza de menores. En ese cargo estuvo durante nueve años, mientras su marido, el entonces brigadier Tomás Cubría, empezaba a pensar en el retiro.
–¿Tú me preguntas qué problemas tuve yo con la dictadura? Ninguno. Te voy a explicar por qué: porque mi marido era una persona que llegaba a casa y no comentaba nada de su trabajo. Y yo llegaba a casa y no comentaba nada del mío. Y al poco tiempo, por no estar de acuerdo con algunas cosas, fue pasado a retiro. Nunca tuvo un destino operativo ni ninguno que tuviera que ver con esas cosas.
–Pero sabían lo que sucedía.
–No, no todo el mundo sabía. Y ahora lo veo mejor en la investigación por la apropiación de chicos en la dictadura. Se manejaban celularmente, no por jerarquías.
–Sin embargo, estando en la Justicia habría escuchado, recibido hábeas corpus.
–Sí, y se tramitaban como era debido. Y por eso los dos primeros chicos restituidos fueron en mi juzgado, Emiliano Hueravillo en 1977, y Cecilia Méndez en 1976. Fui la única jueza que atendió a las Abuelas de Plaza de Mayo en plena dictadura y ellas mismas pueden decirlo, tenían una lista y fuimos buscando. Era lo que correspondía que hiciera.


Con la corta correa de su cartera bien aferrada bajo su axila, sacando el pecho enmarcado por el escote rojo y echando la barbilla hacia atrás como quien está a punto de dar un tarascón, apoya la otra mano sobre el marco de la puerta y dice: “¿Sabés lo que pasa? Que yo soy inmanejable, a mí nadie me puede manejar”. Después cruza de nuevo el pasillo con su taconeo casi empujando al chofer que la llevará a un destino del que no habla. Volverá, pide que la esperen, porque “alguna vez tengo que contar toda mi verdad”. Antes había nombrado en estricto off the record a los instigadores de una monumental conspiración en su contra que la dejó pegada para siempre a los vericuetos del Yomagate.
–Ojalá me tocara esa causa ahora, porque a mí no me vuelve a pasar. Me pasó, primero, porque entré en un juzgado machista, que quería otro juez. Es más, los empleados ya comían con ese juez, el doctor Whesler. Y entró una mujer y para ellos fue un shock. Nunca me imaginé que me iban a mover el piso como me lo movieron. A mí me traicionaron. Hoy en día no volveríaa cometer las mismas desprolijidades procesales, porque lo cierto es que no hay una sola nulidad en esa causa. De cinco allanamientos a casas vacías que ordenó (el juez Baltasar) Garzón, yo hice trece y gracias a eso llegué a la casa de Anello y de ahí a Mario Caserta. Me acusaron de no haber escrito la orden de esos allanamientos ¡pero yo estaba presente! Mi secretario es quien tendría que haber sido tremendamente prolijo y no lo fue. Me dejé estar en la parte formal y por eso recibí sanciones.
–¿Quiere decir que fue víctima de una conspiración de empleados judiciales?
–Primero fue de los empleados, pero fueron incentivados políticamente. Y la prueba está en que muchos fueron premiados con puestos por encima de mí, como mi secretario (Esteban Canevari) que ahora es secretario de la Corte. A mí me imputa un periodista porque no detuve a Amira Yoma. Y a Amira Yoma la procesé yo, un 27 o 29 de julio de 1991. Y el 2 de agosto me sacan la causa. Si la hubiera detenido tendría un procesamiento por privación ilegítima de la libertad, porque según la ley de lavado de dinero de entonces y al ser ella partícipe y no organizadora, no había razones suficientes para su detención. Tendría que haber corregido cuestiones de forma, porque yo siempre le di más importancia al fondo que a la forma, y en Derecho es al revés. Hay diferencia entre la verdad histórica y la jurídica y eso la gente no lo entiende y muchas veces los periodistas tampoco. Pero vuelvo a insistir, yo procesé a Amira Yoma, después Amelia Berraz de Vidal le dicta la preventiva, y Bonifati, finalmente, la sobreseyó. Yo detuve a Mario Caserta y la Cámara, que no es la de ahora, lo dejó libre.
–También se la acusó de no haber cumplido con la orden de detención sobre esas personas y otras, ligadas al gobierno de entonces, pedida por Garzón.
–¡Si Garzón no había pedido la detención en Argentina! A mí me llega un telegrama de Interpol pidiendo por unas personas que ni siquiera estaban bien identificadas. Y como conozco cómo pedía Garzón las detenciones, porque ya había recibido uno, mandé un exhorto a España que se contestó seis meses después y al que tuve acceso recién en el ‘94. Yo tuve que grabar una conversación con Garzón porque era la única prueba con que contaba para demostrar que la detención de Amira no se había pedido. Y no me arrepiento de nada, aunque nunca más volví a grabar una conversación clandestinamente. Y es más, también me acusaron de haber ido a ver al presidente Menem, ¡soy jueza electoral y veo a muchos políticos, incluso al presidente! A mí no me dejaron trabajar, porque si no tal vez hubiera llegado más lejos.
–¿Usted piensa que Carlos Menem firmó el acuerdo para que ocupara el juzgado federal porque creía que sería fácil de manejar?
–No lo creo, me acuerdo que (César) Arias no quería firmar el acuerdo, yo no era su candidata.
–¿Era la candidata de quién?
–No, no podría explicarte cómo sale, fue una cosa especial. Lo que sí sé es que no me tenían confianza. Yo fui independiente durante el menemismo, soy jueza electoral y ya entonces tuve que fallar en la interna del justicialismo. No voy a decir que fallé en contra de Menem, pero es seguro que no lo beneficié.
–Se dice que ese fallo fue un intento por despegarse justo cuando Menem se alejaba del poder.
–Yo tengo una sola cara, jamás inventé una causa para extorsionar a nadie. Siempre estuve presionada, amenazada y sin embargo seguí trabajando. Lo único que puedo decir, lo que observo ahora, es lo que dice el refrán: siéntate y verás pasar el cadáver de tu enemigo. Muchos de los que me han tirado cuando estaban en problemas y que se veían tan fuertes ahora están destruidos. Yo a lo mejor la pasé peor que ellos y no un año, sino muchos. Pero vengo de una familia de abogados y siempre creí en la Justicia. Y sigo creyendo.


Le dicen Chuchi casi desde la cuna, para diferenciarla de su madre, también María Romilda. Aunque en algún otro momento también la llamaron desequilibrada, o burú burú budía, el recurso que se usó en la apertura del ciclo 1992 del mítico programa de Tato Bores. “Es así, las mujeres siempre estamos desequilibradas, o menopáusicas o histéricas. Pero podés preguntarles a mis choferes, es muy difícil que me saque.” Sin embargo, en algún momento lo que ella vivió como un acoso de la prensa pudo con su ánimo. Y le costó caro. Que el recurso de amparo que interpuso para evitar que se la mencione en el ciclo de Tato terminara en un caso de censura previa, en plena democracia, es una mancha también indeleble.
–Pero yo lo tengo todo estudiado. Y tuvo que ver con el hecho de que me cayera la causa de Gaith Pharaon. Había muchos intereses para que no cayera en mi juzgado, evidentemente yo no la tenía que tener. Pero gracias a esa causa pude avanzar todo lo que avancé en relación al Banco General de Negocios (N. de R.: acusa a los responsables de ese banco de haber diseñado una ruta ficticia para transferir depósitos millonarios al exterior). A mí Tato Bores me gustaba mucho, incluso había soportado durante todo un año que me ridiculizara de maneras que no condecían con mi condición de mujer y de jueza, haciendo striptease en mi despacho, fumando hachís en pipa. Pero bueno... al año siguiente, los últimos días de abril, después de allanar el BCCI y el Hyatt (propiedades de Pharaon), encuentro una dirección en París que sería su cuartel central, mando un exhorto para allanar en Francia pensando que no me iban a llevar el apunte y me dicen que sí, que espere un mes porque también el FBI había hecho el mismo pedido. La cuestión es que justo cuando vuelve la comitiva de Francia, contentísimos con el resultado, un viernes a la una y cuarto de la tarde me llama alguien a quien consideraba mi amigo para decirme que otra vez iba a aparecer haciendo striptease en el programa de Tato interpretada por Libertad Leblanc. Y no, no me causó gracia. Tenía un abogado enfrente que me ofrece hacer un amparo. Pero es evidente que el amparo ya estaba hecho, yo no tuve ni tiempo de mirarlo y el resultado es que me golpean a mí. Fue algo armado para que no siguiera adelante con la causa Pharaon, porque me acuerdo perfectamente la sorpresa que causó que después de ese domingo volviera a trabajar el lunes.
–Si lo de Tato fue armado, ¿quiénes habrían sido los implicados?
–No te olvides que entre la documentación que después traje estaba la carpeta de las relaciones de (Alberto) Kohan con Pharaon. Que no alcanzaron para procesarlo pero sí para imputarlo. Y después, cada vez que avanzábamos, cada vez que viajábamos para alguna diligencia, había operaciones de prensa. Lo tengo todo punteado. Me han manipuleado (sic) mucho. Yo no hablo de matriz mafiosa como Carrió, pero sí sé que hay intereses económicos y personas protegidas que se supone que no se puede tocar.
–¿Quiénes serían?
–No te lo puedo decir. Pero ahora mismo, hay un diario que me saca en tapa todos los días ridiculizándome. Un diario que evidentemente tiene conexiones con bancos porque la causa del BGN es muy importante.


–A mí me mintieron el 20 de diciembre. Quisieron engañarme, pasarme por encima. Me comuniqué temprano con los responsables y me dijeron que estaba todo bien, todo tranquilo. Aunque ya desde el día anterior me decían que venía gente del Gran Buenos Aires a causar problemas.
Esta mujer que dice no tener límites para el trabajo, que no confía ni en su sombra y que por eso tiene que estar en todo, revela su impotencia cuando habla de ese día.
–...Y resulta que cuando llego al despacho del juzgado me entero por la radio que están tirando los caballos encima de la gente. Entonces le dije a mi chofer, vamos a la Plaza a ver qué pasa. Dejo la cartera, el saco, y salimos. No iba como jueza, tanto que mi secretario me quería acompañar ydije que no. Llegamos, nos dejaron pasar porque mi chofer es policía, ni se dieron cuenta de que iba yo. Quería buscar un lugar para mirar que no fuera la Rosada, pero el Banco Nación y el Hipotecario estaban cerrados. Alguna vez he seguido manifestaciones desde las ventanas de la Rosada, pero no iba como jueza, te repito. Acá estaba de incógnito. Entonces me escondí detrás de las columnas de la Catedral y me pongo a observar y vi cómo trataban a la gente que estaba tranquila y con la plaza desalojada. Entonces salgo, no me pude contener ¿me comprendés? No me pude contener, salí como en cualquier situación en la que viera algo irregular, aunque estuviera en medio de un tiroteo, yo salgo.
Se la vio después frente a la comisaría segunda, ordenando la libertad de algunos detenidos, entre ellos el defensor adjunto de la Ciudad. Su peinado siempre tieso se fue desmejorando con el correr de las horas y al día siguiente, como pocas veces, obvió el brushing. “Es que tengo el pelo ondulado, el arreglo depende de la humedad y del tiempo que tenga.” Y ese detalle fue advertido y señalado por los noticieros centrales en esos días. Algo que logra arrancarle una sonrisa fugaz. Ese no es su gesto favorito. Al menos no cuando está en funciones.
–En esas horas sentí impotencia, rabia, desilusión, ver tanta destrucción, asistir a la disolución de una institución... Yo te diría, querida...
Se interrumpe, no quiere opinar hasta que no escriba su evaluación en la causa, pero cuenta “anécdotas” que dan cuenta de la nostalgia de la dictadura que advirtió en los cuadros policiales.
–Si no hubiera puesto a mi personal a recorrer hospitales a ver cuántos heridos, cuántos muertos había, no sé adónde hubieran ido a parar esos muertos. No sé cuándo los familiares hubieran tenido los cuerpos. Porque tuvimos que salir nosotros, yo me enteré antes que los responsables que había muertos. Y por eso ordenamos las autopsias sumarísimas. No sabría lo que sé si me hubiera ido a mi casa.
En el arrebato se le pierden las eses, sobre todo cuando el plural corresponde a la muerte. Es una mujer instruida, sin dudas, pero el vocabulario se le rebela. Hay quien dice que es un vicio que puede ser contagioso. Es probable, al fin y al cabo Servini de Cubría ha trabajado siempre rodeada de personajes de esa misma fuerza que vio disolverse.


Su marido no trabaja hace años, “juega al tenis, lee mucho, va a misa”. Ella en cambio no es católica practicante aunque es una cruz lo que preside su escritorio. A la izquierda una colección de búhos de distintos tamaños que colecciona y le regalan. Su sueño es tener un estudio con sus hijos y sus nueras, casi todos abogados. Pero no se ve jubilada, seguirá trabajando mientras la salud “me lo permita”. Dice que el corralito la afectó porque “es una pena, no puedo gastar, uno ve una oportunidad, una remera barata, un par de sandalias y no se las puede comprar porque ni la tarjeta te aceptan”. Y asume sus contradicciones porque, “si no cambiás de opinión, en estos tiempos, estás muerto”. Tanto es así que ahora está en contra de su propia tesis, la que escribió para conseguir el título de doctora en leyes en 1982. “Antes pensaba que la querella no tenía sentido, ahora sé que si sos damnificado o denunciante tenés que seguir de cerca la investigación porque siempre hay muchos intereses en juego.” Es difícil que pierda su gesto adusto, y por las dudas, cierra la boca –en la que es fácil advertir una ahora antigua inyección de colágeno– con firmeza cuando le sacan fotos. Pero se emociona y se seca un par de lagrimitas con el dorso de la mano cuando recuerda los casos de restitución de chicos apropiados durante la última dictadura militar.
–El día en que estuvo acá la abuela Cecilia Viñas fue muy duro, me dolió tanto cuando el chico entró tan armado, vio a la abuela, le estiró la mano y le dijo “cómo le va, señora”, se me caían las lágrimas, porqueyo también soy abuela. Te juro que esa noche todos los que estábamos acá quedamos destruidos, es muy, muy emocionante. Y después, cuando Mariana (Pérez Rojo) se encontró con su hermano y charlaban, fue una alegría. Porque el caso de ese chico empecé a investigarlo en dictadura, cuando estaba en Menores. Yo no puedo entender por qué la gente no valora su identidad, por qué no quieren saberlo. No entiendo porque no pueden vivir con el que los crió si quieren y tener su verdadera identidad, su verdadera abuela, ese tío, ese hermano que los buscó tanto tiempo. Tengo muchos casos más y voy a seguir investigando.
Esa, dice, es su verdadera cara, la que vieron las abuelas en 1976 cuando fueron recibidas después de muchos portazos. “Y ya, a esta altura, después de ver morir a mi padre en 1993 por los disgustos pasados, ya no me importa lo que diga la prensa.” No le tiene miedo a nada, asegura, mucho menos a envejecer, “es parte de la vida y la muerte llega según tu destino”. Aunque cuando se detiene un instante desnuda un temor que le enseñó la experiencia: “Tal vez a lo que más le temo es a las injusticias. A las camas que te puedan hacer”.

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