No soy muy partidaria de las hogueras. Salvo de las interiores donde no se ve el fuego ni el humo, pero producen verdaderas transformaciones. A esa

hoguera tiraría, en primer lugar: los prejuicios, anquilosados pensamientos, anteriores a todo juicio razonable que, a veces, rigen nuestras conductas.

Y me tomaría un tiempo para verlos arder e ir sintiendo cómo me voy liberando. Ver los últimos chisporroteos del machismo, del mal llamado “instinto de maternidad”, de la envidia del pene, me produciría gran placer.

A continuación tiraría los mandatos, esas marcas que cuesta borrar sin dolor. Deseo una mujer soberana de su destino: de sus decisiones, también de sus equivocaciones.

* Escritora y dramaturga, autora de Nadie tiene por qué saberlo (Ediciones Deldragón).