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Viernes, 21 de diciembre de 2007

LA VENTA EN LOS OJOS

Tío Rico es papá

 Por Luciana Peker

“El momento que más disfruto del día es cuando estoy tranquilo con mis hijos contándoles un cuento. Lo puedo hacer porque American Express me protege, me da servicios, me atiende —y me entiende— en todo el mundo. Parece un cuento de hadas, pero es mi mundo real”, dice un papá —evidente ejecutivo en plan de agenda 21 horas: family frendly— sentado en un sillón con un nene y una nena. Un tipo de una familia tipo que... tipo que ahora —se usa, se valora— que los papás trabajen mucho, pero trabajen para disfrutar de la vida —o sea: de sus hijos— y participen más de la crianza cuando cierran sus agendas y antes o después de leer Padre rico, Padre pobre, de Robert Kiyosaki, y, obvio, querer ser padre rico.

“En mi mundo la única preocupación es si el príncipe rescató a la princesa”, dice el lema de la publicidad gráfica de la tarjeta doradita —el privilegio de pertenecer tiene brillito—, intitulada The gold credit card. Parece obvio —aunque la publicidad trata de decir que no lo es—, pero lo que respalda a un tipo que puede tener una dorada no es American, sino la plata para bancar American. En eso se equivocaron los pronósticos: las crisis no hicieron más débil al capitalismo, sino más débiles a los hombrecitos capitalistas —y más fuertes a las empresas de especulación, como las tarjetas de crédito, capitalistas— que ahora se sienten en permanente jaque y, por eso, o para eso, quieren ser cada vez más ricos y tener, cada vez más seguros, más inversiones, más respaldos para no dejar de ser ricos y poder disfrutar de sus espaditas doradas de bolsillo. Eso sí, con sus hijos.

Sin embargo, es llamativo que la idea de un ejecutivo sin preocupaciones se base en respaldarlo con una tarjeta igual que, en el ideal de los cuentos clásicos, la mujer —que no debía por qué tener preocupaciones— era respaldada por un príncipe rescatador varón. Casi, como si American Express pudiera darles a los varones eso que antes los varones, se suponía, debían darles a las mujeres: respaldo. Esa legitimación del deseo masculino de ser respaldados —contracara del cuco de quedarse desnudo o, peor, sin fondos disponibles— se vende con la supuesta algarabía de una inseguridad liviana (“mi única preocupación es si el príncipe rescató a la princesa”) cuando, en realidad, la lectura de ese cuento a ese nene y a esa nena reconstruye la idea del hombre rescatador y la mujer rescatada.

En la excelente investigación “¿Qué de lo que sos no está en los cuentos?”, en formato CD, las periodistas Lucía Gonçalves da Cruz y Victoria Vivanco acentúan: “La Cenicienta, Hansel y Gretel, La bella durmiente o Blancanieves conservan su espíritu original: niños que serán heroicos, decididos, racionales, fuertes y valientes príncipes y niñas dóciles, bellas, abnegadas, románticas y objetivables que, a fuerza de obediencia, clases de corsets, clases de piano y corte y confección, pueden sentarse a esperar al príncipe azul que las llevará en su corcel hacia la vida adulta”. Seguir esperando la carroza no es un cuento dorado ni para nuevas princesas —que sigan aspirando a calzar en el minizapato de la inclusión a palacio— ni para príncipes que quieran convertir su calabaza en tarjeta de crédito. Y dorada.

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