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Viernes, 8 de noviembre de 2002

TALK SHOW

Pajaritos (y otras yerbas) en la cabeza

 Por Moira Soto

Deberíamos o bien ser una obra de arte, o bien llevar una obra de arte”, proponía en su tiempo Oscar Wilde. Carmen Miranda (Portugal, 1909 - EE.UU., 1955) –con menos presunción– fue una obra de puro artificio en lo que hace a su exuberante personalidad y a los manierismos que desplegó en el mundo del espectáculo. Particularmente en las comedias norteamericanas en saturado technicolor de los ‘40. Además de esa energía de tornado que eclipsaba a las rubias de turno, de los rasgos gruesos y sensuales de su cara y de la permanente promesa implícita de diversión sexual –rasgos que la convirtieron, por encima de la explotación arbitraria del exotismo, en un cuerpo extraño en Hollywood–, Carmen Miranda (foto) llevaba –sobre su cabeza, sus pies, su cuerpo entero– obras del artificio más delirante y a la vez estilizado. Es que desde muy joven diseñó con éxito sombreros, aun antes de cantar por radio en su Brasil adoptivo, y tuvo participación en los vestuarios que acarreó en el cine.
Había en ella –como en la picante Mae West– algo de autoparodia, de reírse de ella misma y de los que la rodeaban, que ha hecho que con el tiempo su figura –tan popular en su década de apogeo– crezca en el aprecio de nuevas y nuevos admiradores que la han descubierto a través del disco, el video, alguna proyección por cable. Como por ejemplo la de The Gang’s All Here, vista hace algún tiempo, con números musicales tan desaforados (estaba Busby Berkeley detrás de la cámara) como ese en que Carmen hace “The Lady in the Tutti-Frutti” entre dos filas de frutillas gigantes. Ella misma tocada con un monumental sombrero de bananas, que cuando se aleja la cámara, termina superándola en tamaño. Un cuadro surreal y tropical que prosigue en las escenas de (pretendida) vida cotidiana: Carmen duerme con un peinado prolijamente complicado y un camisón brotado de voladitos multicolores. Por la mañana, para coquetear con un empresario calza traje largo ajustado verde manzana, con incrustaciones doradas en diagonal y flecos sedosos que subrayan sus andares ondulantes, el pelo a todo volumen con adornos al tono y enormes aros centelleantes. Nada, desde luego, que pudiera opacar ni la luz de sus expresivos ojos picarones que acompañaban el frenesí de su ritmo cuando danzaba, ni su manera de fruncir una boca naturalmente pulposa, que querrían para sí muchas colagenadas de la actualidad.
Estos rasgos de exageración, ese espíritu de extravagancia la aproximan a esa sensibilidad camp que así describía la joven Susan Sontag de 1964: “Una victoria del estilo sobre el contenido, de la estética sobre la moralidad, de la ironía sobre la tragedia. (...) Descubrir el buen gusto del mal gusto puede ser muy liberador”. Sontag no habla de C.M. en ese artículo, pero sí de productos hollywoodenses como las seudobíblicas El hijo pródigo o Sansón y Dalila que, “por su misma falta de pretensiones y por su vulgaridad, son más extremadas e irresponsables en la fantasía”. Comentario que bien podría aplicarse a muchas de las apariciones en pantalla de la llamada The Brazilian Bombshell.
La simpatiquísima y vital brasileña (de corazón) que convirtió los turbantes en fruteros, floreros y/o pajareras, es homenajeada en un espectáculo que se presenta estos días (hasta el 16/11) en el Astral (Corrientes 1636, desde $ 15). Se trata de South American Way, musical que llega de Brasil protagonizado por Stella Miranda y Soraya Ravente, con guión de María Carmen Barbosa y Miguel Falabella, y dirección de este último. El show, de gran suceso en su país de origen, enhebra instanciasde la vida y las actuaciones de la diva, con inusual despliegue (19 intérpretes sobre la escena, 26 músicos, 256 trajes...). En su transcurrir se podrán escuchar temas tan identificados con Carmen Miranda como “South America...”, “Mama eu quero” y, faltaba más, “Chica Chica Boom”.

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