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Viernes, 2 de diciembre de 2005

Agridulce condena

 Por Mariana Enriquez

Estoy condenada al colectivo. Siempre viví en barrios donde la estación de tren quedaba demasiado lejos de mi casa, y le tengo una leve pero clara fobia al subte. No sé manejar, ni pretendo aprender. Así que me paso la vida sobre ellos, aunque los llamo de otra manera, cosa que delata mi –orgulloso– origen suburbano: en La Plata, donde crecí, no son ni colectivos ni bondis, sino “micros”, como los porteños llaman al transporte de pasajeros de larga distancia.

El problema es que arrastro, además de los temores irracionales, una impresionante tendencia a la desorientación. Y como los choferes cargan con un continuo malhumor, jamás responden a mis reclamos de ubicación geográfica. Así una vez, cargada de más de cincuenta compacts y casi una biblioteca, tomé el 20 hacia Lanús y terminé en la Universidad de Lomas, tras atravesar un suburbio rutero en una travesía similar a la del capitán Willard en Apocalypse Now, impedida de descender del vehículo por el paranoico chofer que no me permitía bajar para no cargar con la culpa de que mi persona fuera violentada. (Tardé cuatro horas en total en volver al hogar.) En los últimos meses, tomé varias veces el 86 equivocado –algunos van por autopista, otros por Rivadavia– y terminé en parajes desconocidos, de madrugada, cosa de la que me di cuenta cuando levanté los ojos del librito que patéticamente leía con verdadero interés. Además, esta tendencia a cambiarles el color a las unidades –hay 86’s que son blancos y verdes, cuando siempre fueron azules, y yo me guío por el color– ha logrado que conozca los parajes más recónditos de Buenos Aires, y que gaste fortunas en taxis para volver a terreno conocido.

Además, no me gusta que me toquen, salvo en la intimidad, y esta dificultad para el contacto con el prójimo hace que padezca mucho mucho en las horas pico. Dos por tres me han apoyado, y la guarangada ha sido motivo de escándalos proverbiales. (A los hombres que apoyan en colectivos se los debería condenar a recorrer la ciudad a pie.) Yo no entiendo el erotismo de los cuerpos sudorosos y cansados. Alguna vez, claro está, he intentado alguna forma de seducción de asiento a asiento, pero por lo general los caballeros están agotados y más concentrados en el discman o el diario que en una señorita. Y, la verdad sea dicha, nunca encontré un objeto de deseo interesante en un colectivo: los tramos de viaje son demasiado cortos. En micro, según la definición porteña, es diferente: las largas horas de tedio promueven la charla; las paradas de madrugada en bares de ruta invitan a la cervecita y la confesión. Pero de parada, agarrada del caño –soy petisa: debería decir colgada del caño– y luchando por evitar axilas y codazos, no se me despierta el erotismo precisamente.

Salvo por ese chofer de la línea 112, un clon del Dr. Luka (Goran Visjnic, el actor croata de ER Emergencias, quizás el hombre más espectacular del mundo), que jamás mira a los pasajeros y fuma aunque esté prohibido; cuántas veces esperé su móvil sin suerte, cuántas veces me senté inútilmente en el primer asiento a la espera de que me viera por el espejo. Hace unos meses, sin embargo, que no lo veo. Me temo que lo echaron, o que lo enviaron al 165, que rara vez necesito tomar. Su belleza imponente hacía que el calvario de apretujadas, frenadas y desorientación resultara un poco menos pavoroso. Lo extraño.

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