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Viernes, 20 de enero de 2006

A desempolvar

 Por Moira Soto

Después de hacerle un poco de autobombo al éxito y los efectos de su propio trabajo, en la introducción de la actual reedición de La imagen pornográfica y otras perversiones, Román Gubern anuncia que “al recuperar este libro publicado hace más de quince años, he querido ampliarlo con nuevas reflexiones y puesta al día de diversos temas”, para lo cual “al final de cada capítulo he añadido unos imprescindibles apéndices de puesta al día (!). Creo que esta nueva versión pone satisfactoriamente al día el estado de la cuestión de algunos fantasmas que rondan con pegajosa insistencia por nuestro imaginario contemporáneo”.

Obviamente, para el señor Gubern, 15, 16 años no es nada: la bibliografía sigue siendo la misma (los más citados: Alan Soble, Rober H. Rimmer, Ado Kyrou...), las películas porno de las que habla se quedan en los clásicos de los ‘70 y en cuanto al “cine socialmente respetable” con imágenes de sexo explícito incorporadas, repite títulos (largamente superados en años recientes, hasta llegar a 9 Songs de Michael Winterbottom, 2004), como Sweet Movie (1974), El imperio de los sentidos (1976) o El Diablo en el cuerpo (1989)...

Como podrán advertir, RG –que alargó un poco el texto original y corrigió algún parrafito– no desempolvó para nada sus referencias. Y menos que menos sus contenidos, que suenan a rancio machismo, por lo que tan prometida “puesta al día” queda en mero enunciado.

Cuando Román Gubern vino a Buenos Aires en 1990, ya se había publicado el ensayo de marras y le hice una entrevista para la revista Humor. Durante la conversación, el autor de la Historia del Cine (Ed. Baber), El simio informatizado y Homenaje a King Kong –entre otros numerosos trabajos– se mostró por completo desinteresado de ciertos aspectos nefastos de la industria pornográfica, como la esclavización de algunas de sus intérpretes (la más famosa, Linda Lovelace, la protagonista de Garganta profunda, de 1972, denunció en reiteradas oportunidades que su ex marido, Chuck Traynor, la había forzado a punta de pistola a filmar las fellatios de esa película, a la que definió como “una sucesión de violaciones”). Aunque no se mencionó el tema en ese reportaje, seguramente el señor Gubern desaprobaría el abuso de niños, tan extendido en la pornografía actual, sobre todo vía Internet...

En su “puesta al día”, este catedrático apenas cita que la pornografía llegó al cable, no dice una palabra de Internet, solo habla de una emisión –en Francia, ¡1989!– de un porno duro. Tampoco se da por enterado de que hace varios años hay mujeres produciendo, guionando y dirigiendo cine hard porno en varias latitudes (en 2005, Las/12 publicó una nota a la joven barcelonesa Sandra Uve, abanderada del placer femenino en el cine porno) y únicamente habla de la ya histórica Veronica Rocket (I Know what Girls Like, 1986). Pero, en cambio, citando –otra vez– a Alan Soble, anota: “La pornografía de las mujeres –en ello coinciden varios estudiosos– se halla en el sentimentalismo de las novelas rosas y los melodramas radiofónicos y televisivos, debido a la psicosexualidad holística de las mujeres” (sic, sic, ja, ja) una afirmación totalmente desconectada de la realidad: basta acercarse a la librería surtida más cercana –incluso en Cataluña, donde, por caso, Almudena Grandes es muy leída por el público femenino– para enterarse de que las mujeres en pos de erotismo literario hace rato que leen, por poner ejemplos al azar, a Anaïs Nin, DH Laurence, Pauline Réagis, Colette, hoy disponen de un amplio abanico de posibilidades al que acuden en mayor número que los hombres (porque engeneral, estadísticamente, ellas leen más libros que ellos, incluyendo ¿por qué no? a Corín Tellado).

No sabemos qué volumen de pornografía filmada y de qué origen habrá estudiado Gubern hasta el final de los ‘80, donde quedó anclado (o esposado), pero tanto en aquella entrevista como en su ensayo (el original y el refritado) sigue declarando que “el imaginario del cine pornográfico no sadomasoquista ha liberado a la imagen cinematográfica de la violación de la mujer, ya que en este género la mujer suele hallarse en perenne y entusiasta estado de disponibilidad sexual, lo que evacua automáticamente el fantasma de la violación”. ¿Ingenuidad o mala fe? Lo suyo es como referirse al cine bélico o de acción y decir que hay películas que no exaltan la violencia, como si estas producciones neutralizaran las que glorifican y hasta erotizan las acciones de supermachos guerreros. Pero fíjense de qué modo completa más adelante ese concepto: “La iniciación, el itinerario o la revolución carnal reemplazan con ventaja (¿?) a la violación, que implica una no colaboración sexual de la mujer, actitud contraria a las reglas del género en su vertiente no sadomasoquista”. Acaso Gubern no esté informado de que la violación es un crimen contra la libertad sexual y la integridad física, un grave atentado contra los derechos humanos en cualquier caso, que deja secuelas a veces irremontables. Pero el catalán trivializa semejante agresión hablando simplemente de “no colaboración sexual de la mujer”.

Desde luego, cuando celebra a la constante disponibilidad de la mujer “que gratifica altamente la fantasía masculina”, no señala el absoluto el desprecio que representa este esterotipo hacia los deseos y el funcionamiento de la sexualidad femenina. Pero ¿qué otra cosa puede esperarse de un polifacético ensayista que todavía –a fines de los ‘80, y en 2005, al revisar el material– apunta, respecto de los presuntos gustos eróticos de la mujer, “según una diferencia basada en los roles biológicos”? De todas maneras, tranquilas, que ella puede aprovechar esta pornografía dirigida a varones héteros como una “eventual escuela”.

En estos “documentales fisiológicos” sobre “felación, cuninlingus, erección, coito y eyaculación”, discurre Roman Gubern que “la ingestión (siquiera parcial) de semen halaga al varón por suponer su aceptación íntegra e incondicional, homologable, desde el punto de vista femenino, al coito durante la menstruación”. No querríamos hacer chistes truculentos sobre algunas variantes del vampirismo (y el tampón usado que se roba Drácula en un conocido chiste, para hacerse un tecito), pero digamos que en los films porno ninguna mujer –actualmente todas bien jóvenes y siliconadísimas– menstrúa jamás. En tanto que con suma frecuencia, reconoce este catalán con anteojeras, “la figura que delata con más nitidez la perspectiva masculinista (¿?) del género es la práctica no infrecuente de eyacular sobre el rostro de las actrices”, pese a que “la mayor parte de ella confiesa que lo detestan”. Pero claro, hay que comprender que ese gesto “implica el mancillamiento simbólico del sujeto poseído por medios de una marca sensible de posesión y dominio”. En consecuencia, concede Gubern, “no es raro que las actrices detesten esta figura, y no sólo por el pringue sobre su epidermis facial”.

Por suerte para estas chicas así maltratadas (y seguramente sufriendo arcadas), cuando el actor no eyacula a tiempo o produce escasa cantidad de semen, éste es reemplazado –según la receta que nos ofrece La imagen...– por dos (no una) claras de huevo ligeramente batidas con un poco de leche (de vaca) y azúcar (de vainilla, nada), o simplemente por leche condensada (pero no de la argentina, que es demasiado espesa).

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