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Lunes, 30 de diciembre de 2002

EL AÑO DEL LUNA Y NARVAEZ

No fue un sábado más

Después de 15 años, el Luna Park volvió a respirar boxeo y celebró la ocasión con un título mundial, la corona mosca OMB de Omar Narváez.

Por Daniel Guiñazú

Que no, que no puede ser, que están locos, que con quienes, que cuándo. Al cronista le dijeron que el boxeo podía volver al Luna Park y desconfió con justa razón. El país arrasado, el dólar inalcanzable, un estadio enorme con pasado pero sin presente. El rumor no cerraba por ningún lado hasta que se hizo noticia. Y la noticia se hizo explosión. Después de casi 15 años y a poco más de 120 días de la muerte de Tito Lectoure, volvían a zumbar las piñas en Corrientes y Bouchard, volvían a rugir las multitudes, volvían a vibrar algunas de las historias más extraordinarias del deporte.
“Van a perder mucha plata, al pibe se le van a ir las ganas de volver a hacer algo” apostaron los agoreros. “No nos importa perder plata, lo que importa es que la gente venga y se vaya contenta”, contestó el joven Esteban Livera, alma y corazón de la quijotada. “Están traicionando la memoria de Tito”, apostrofaron los incondicionales que hasta le retiraron el saludo. “Estamos homenajeándolo”, respondió su sobrino predilecto. En medio de la tormenta verbal, se le puso fecha al reencuentro: sábado 14 de julio. Esa noche pelearon Omar Narváez y el nicaragüense Adonis Rivas por el título mosca de la OMB. Esa noche también, como tantos, mi amigo Mario se acordó de cuando éramos pibes, se olvidó de que andaba sin trabajo, se puso sus mejores pilchas, le dio un beso a Adriana, su esposa, y a Lucas, Luciana y Laura, sus hijos, y se fue al Bajo a dejarse empapar por los recuerdos.
Cuando entró por la puerta grande de Bouchard, no lo pudo creer: una promotora bonita lo recibió con champagne del bueno. Como en los viejos tiempos de las grandes peleas, en el ring side estaban todos o casi todos los que siempre están para la foto y en las populares y la especial no cabía nadie. Y cuando Nicolino, el Intocable, subió al ring y la ovación que partió el Luna en dos le recordó que nunca hubo (y tal vez nunca habrá) un ídolo más grande que él, un nudo le torció la garganta e hizo mucha fuerza para que no lo descubrieran llorando.
Si no hubiera habido una última pelea de la noche, si por cualquier motivo el festival se hubiera suspendido allí mismo y hubiera tenido que irse a casa, ni Mario ni ninguno de los 12.000 espectadores se hubiera quejado. La contraseña era la emoción y ésta había desbordado a raudales. Faltaba nada más que el boxeo se pusiera a tono con la fiesta. Y Narváez lo hizo. Usó los tres minutos del primer round para calentar motores y tomarle la mano a Rivas. Los 33 minutos restantes los empleó para dictar una clase magistral de cómo se gana un título del mundo, peleando y boxeando de local.
Pegó siempre el chubutense, pegó de todo. Metió la derecha en punta y detrás, la izquierda voleada. La derecha en uppercut y los ganchos al cuerpo. Pegó en ataque y en retroceso, plantado en el medio del cuadrilátero o saliendo a los costados, en la media y en la corta distancia. En el 7º round, con un 1-2 limpio y claro, Narváez mandó al piso al nicaragüense y a punto estuvo de hacer tronar al estadio con un nocaut de novela. Al final del 12º, alzó los brazos y ciñó a su testa, la 26ª corona de campeón del mundo de la historia del boxeo argentino.
Los números de aquella noche dieron un rojo pálido. Pero hubo superávit de emoción: fue tanta que todos pidieron más porque se quedaron con ganas de más. Y el Luna les dio el gusto. El 6 de octubre, Marcelo Domínguez y la Mole Moli volvieron casi a llenar el estadio. Andan diciendo que el 2003 promete más de lo mismo. Será un placer.

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