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Lunes, 17 de febrero de 2003

RECUERDOS DE UN AVE DE PASO

Kid Gavilán en Buenos Aires

Acaba de morir en Miami, olvidado hasta de sí mismo, el extraordinario Kid Gavilán, boxeador de leyenda, campeón del mundo en la época en que eso significaba mucho. El extraordinario cubano pasó, en su apogeo de los años cincuenta, por el Buenos Aires de Perón, Lausse y Merentino. Inolvidable.

Por Daniel Guiñazu

Murió solo, olvidado, tendido en la cama de un oscuro asilo de ancianos del condado de Dade, en Miami. Estremecido por el mal de Parkinson, perdido en las neblinas del Mal de Alzheimer. Casi nadie lo tenía en cuenta. De él, alguna vez un portento de ébano, un monumento al hombre de 66 kilos, apenas si se contaban historias en La Habana, cuando los mayores de 70 años hacían un esfuerzo y, desde el fondo de sus memorias, lo devolvían al hoy, erguido, altivo, imponente, dominante. Era demasiado viejo para los jóvenes cubanos que asocian el boxeo con las hazañas contemporáneas de Teófilo Stevenson y Félix Savón. Además, su nombre de batalla se había convertido en algo prohibido el día en el que decidió no pisar más el suelo de la isla, cansado de las cosas que hacía o decía Fidel.
Sin embargo, aquí en la Argentina y aquí en Buenos Aires, el mote de Kid Gavilán seguirá siendo un dato emotivo insustituible para aquellos entrados en años y en carnes que, frescos y lozanos como él en los ‘50, vibraron al conjuro de su talento, su estampa de campeón y de su arte hecho boxeo. Como tantos otros de su tiempo, el “Halcón Cubano” convocó multitudes cada vez (y fueron cinco) que trepó al ring del Luna Park.
Nacido como Gerardo Mauras el 6 de enero de 1926 en una plantación de azúcar en Berrocal, Camagüey, y rebautizado Gerardo González cuando su madre se casó en segundas nupcias con un empleado ferroviario de ese apellido, Kid Gavilán llegó a Buenos Aires porque era un bohemio. El 18 de mayo de 1951 había vencido por puntos a Johnny Bratton en Nueva York y había ganado el título de campeón mundial de los welters. Luego de tres defensas exitosas de su corona, Charlie Johnston, un viejo hombre de ring de Estados Unidos y contacto de la empresa Luna Park, le ofreció en 1952 una excursión por la Argentina. Se trataba de tres peleas y no tuvo que forzar demasiado sus argumentos para convencerlo. En el mismo momento que Johnston le dijo que la paga sería buena y que tendría el apoyo del gobierno de Juan Perón para lo que quisiese, Gavilán, un amante de la buena vida, hizo sus valijas y voló con destino a Ezeiza.
En esos días, agosto de 1952, el país seguía llorando el luto por la muerte de Evita y el ánimo popular se desentumecía luego de semanas de inédito dolor. El sábado 16, Gavilán, pantalones blancos con vivos negros, subió al ring para enfrentar a Mario Díaz, un mendocino astuto que le había ganado dos veces a Eduardo Lausse por puntos y que era cultor de un estilo raro, sin técnica pero repleto de calidad. Quienes la vieron, recuerdan que fue una pelea entre zorros. Y que Gavilán, sin exigirse a fondo, desequilibró a base de estilo. Esa noche, su silueta alta y morena, la plasticidad de su andar por el cuadrilátero y sus puños vigorosos cautivaron a la muchedumbre. Pero una cosa llamó la atención más que ninguna otra: el bolo punch, ese machetazo mitad gancho, mitad ascendente, que había inventado el filipino Ceferino García, campeón mundial de los medianos a fines de los ‘30 y que el cubano conectaba con maestría.
Tres semanas después, el 6 de septiembre, le subieron la apuesta al cubano. Le pusieron enfrente a Rafael Merentino, el “Rompehuesos”, un noqueador de excepción, que venía de fulminar en un round a Mario Díaz. Merentino era pupilo de los hermanos Alfredo y Tino Porzio y todos querían verlo contra Lausse, el otro gran demoledor de los medianos en los años ‘50. Pero la pelea jamás se haría por una razón muy sencilla: Lausse también era manejado por los Porzio y en esa época, los compañeros de equipo nunca se eliminaban entre sí. Por eso, se decidió probar a Gavilán primero con Merentino y una semana más tarde con Lausse.
La pelea con Merentino fue tremenda. Gavilán volvió a trabajar a media marcha, mientras Merentino procuraba el nocaut en cada golpe. En el 8º round, un derechazo terrible sacudió al cubano y lo percató de que a ese tipo tenía que acabarlo cuanto antes. Y así lo hizo. En el 9º round, Gavilán apuró y lo terminó a Merentino con una descarga cerrada que lepermitió ganar por nocaut técnico. El Luna repleto (se recaudaron 671.750 pesos, la mayor taquilla de la temporada) lo aclamó de pie.
Al combate con Lausse, la gente, llamativamente, le dio la espalda. Se recaudó apenas la cuarta parte que ante Merentino, poco más de 150.000 pesos. El Zurdo respetó demasiado al campeón mundial y no se soltó nunca. Y Gavilán volvió a hacer lo justo y poco más para llegar a una victoria a los puntos. Después se marchó a seguir su campaña por los rings de Estados Unidos dejando en el recuerdo su clase, tres triunfos ante los tres mejores medianos argentinos del momento y un montón de fotos al lado de su nuevo amigo, el general Perón.
Tres años más tarde, a Gavilán volvieron a tentarlo las luces del centro. Ya no era más campeón del mundo. El 20 de octubre de 1954 en Filadelfia, Johnny Saxton, un púgil manejado por el mafioso Blinky Palermo, le quitó el título en una pelea que, años más tarde, se supo que había sido arreglada en su contra. Pero su nombre y su figura todavía se cotizaban a buen precio y en procura del dinero que siempre le escaseaba, retornó al Río de la Plata. Hizo dos peleas en Montevideo (noqueó en 7 rounds a Juan Bautista Burgues y perdió por puntos en 10 con el inolvidable Dogomar Martínez) y otras dos en el Luna: el 23 de julio le dio cátedra a otro maestro, Cirilo Gil. Y el 3 de septiembre, perdió ante Lausse, por entonces imbatible. Quiso quedarse en Buenos Aires porque le gustaban su noche y sus mujeres y porque cada vez que caminaba por Corrientes, el afecto de la gente le peinaba sus cabellos motosos. Pero el tronar de los cañones de la Revolución Libertadora lo convenció de que irse era lo mejor que podía hacer. Había estado demasiado cerca de Perón y eso lo tornaba un blanco móvil en esos tiempos de revancha.
Jorge Antonio, el magnate peronista asilado en La Habana, le ofreció ser instructor de boxeo de sus cuatro hijos. Pero Gavilán no quiso. En 1958, prefirió anunciar su retiro e irse a su granja de Camagüey. Después de 21 años de campaña profesional y de haber sido uno de los preferidos de la televisión de Estados Unidos, que transmitió 46 de sus combates, esa pequeña propiedad era el único bien que le quedaba.
Fuera del boxeo, todo le salió mal. Se hizo testigo de Jehová y Fidel Castro mandó a encarcelarlo seis veces, acusándolo de colar mensajes antirrevolucionarios en sus sermones. En 1968, sin un dólar en los bolsillos, se hartó y se fue a Miami donde amigos de otrora le dieron vuelta la cara. Los años y los golpes lo dejaron ciego de su ojo derecho y el mal de Parkinson, el Alzheimer y tres infartos se confabularon para hacer un martirio de los últimos años de su vida. En el 2000, lo invitaron al Hall de la Fama del Boxeo de Canastota, en las afueras de Nueva York. Pero ya no sabía quién era ni por qué estaba donde estaba. Osvaldo Príncipi, el último periodista argentino que lo entrevistó, apenas si pudo entenderle algunas palabras. Recuerda que le dijo: “Mándele saludos a mi amigo, el General Perón”. Después siguió sumido en el sopor del que sólo lo rescató la muerte.

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