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Domingo, 27 de junio de 2004

UNA NUEVA ETAPA EN LA BIBLIOTECA NACIONAL

Y la nave va

La semana pasada asumieron oficialmente las nuevas autoridades de la Biblioteca Nacional. A continuación se reproduce el discurso de Horacio González, quien traza las líneas directrices de la nueva gestión y anuncia los proyectos más inmediatos.

Por Horacio González

Este es un momento feliz, momento de algarabía, entre amigos, ante empleados antiguos y jóvenes de la Biblioteca Nacional, muchos de ellos, los primeros lectores de los libros que ofrecen al lector: ambos ponen en marcha los aparejos que llevan del anaquel al pupitre, del sótano a la superficie. Aquí estamos, remedando ese incesante movimiento de libros, diarios y delicados papeles. Oscilando de un lado a otro, entre alientos y esperanzas. A estos sentimientos les seguirá la tarea. Y la tarea será grave, ruda y accidentada. Luego recordaremos, en medio de los próximos avatares, estas palabras dichas en medio de la calma fraterna y el péndulo esperanzado. Porque la faena se presenta pesada. No se trata de otra cosa que de reconstruir entre todos una maquinaria dañada, una embarcación menoscabada.
Todos sabemos que la vida política e intelectual, el sentido mismo de la cultura, se establece entre los bruscos apetitos de la historia y la tranquilidad de las cosechas. Digo esto adaptando ligeramente el sentido de una frase del gran poeta René Char. Nada nos impide gozar del asombro tranquilo de las palabras. Pero esto es ahora, cuando somos nuevos y nos escuchamos afablemente en este auditorio. Sin rigores comprobables. Pero nada debe cegarnos la vista ante las dificultades de la época. Estamos ante una severa crisis de las instituciones públicas y de la cultura de convivencia en este tiempo de penurias humanas. De ellas, no es la menor la injusta retribución de los esfuerzos del trabajo.
De nada serviría gozar este momento reconfortante si no tuviéramos conocimiento de tales dificultades. La Biblioteca Nacional está en dificultades porque el país está en dificultades. La Biblioteca Nacional podrá zanjar sus querellas y emanciparse de sus oscuras servidumbres si el país se libra también de ellas. Pero no todo puede explicarlo una concomitancia automática entre lo singular y lo general. Podrá ser verdadera en sus líneas más amplias, pero la Biblioteca tiene problemas específicos: la carencia de un proyecto colectivo y la mengua de una ciudadanía laboral, que debemos sobrellevar hasta que se recompongan los lazos colectivos de profesión y compromiso. Es preciso entonces adquirir nuevas libertades para actuar en la realidad específica de nuestros problemas. Probablemente bien conocidos, para los que deberemos imaginar rápidas soluciones. Debemos pues recrear las valentías colectivas y las iniciativas soberanas. Precisamos una libertad esencial, con intereses prácticos, sociales e históricos, para ser extendida en la Biblioteca.
Libertad, en primer lugar, para reinterpretar la historia densa, contradictoria y apasionante de esta biblioteca. Muchas veces esta historia quedó en las sombras, otras se convirtió en un símbolo maestro de la cultura del país. Nombres fundamentales han pasado por aquí, traídos -como nosotros fuimos traídos– por los vientos de la historia y sus acometidas incesantes.
Así fue traído Paul Groussac, que cuidó primero ovejas y luego cuidó libros, que polemizó sobre el pasado argentino con una implacable agudeza crítica. Su escritura surgía de su estilo de viajero, de inclemente revisor de libros y papeles antiguos. Groussac era un hombre de los camarines íntimos del Estado. Un gran conservador, un espíritu que supo conjugar ironía y orden. Hombre del régimen imperante, su escritura fue rebelde dentro del pliegue oficial, verdadero complemento y contraste con otras escrituras que pueden ser apacibles e insípidas aunque dentro de los órdenes revolucionarios. No está mal decir que la tarea cultural que aquí desarrollaremos deberá reconocer en gran medida este antecedente del archivista, del bibliotecario, del ensayista groussaquiano. No es preciso concordar ni en poco ni en nada con el espíritu aristocrático y con las insolentes convicciones de Groussac, como bien dice David Viñas. Sin embargo, el antiguo director de la Biblioteca Nacional supo ver en su viaje por los Estados Unidos el peligro de lo que denominó la preponderancia universal de la civilización técnica, con su deshumanizadamanifestación de poderes, previendo ya los efectos terribles de los que todos en la actualidad somos testigos.
No es indigno, pues, tomar inspiración de este bibliotecario polemista, que habla al mismo tiempo en que hablaban los latinoamericanistas Manuel Ugarte y José Ingenieros. Habló de temas que hoy no pronunciaríamos del mismo modo y tampoco con las mismas prendas retóricas. Pero no los debemos desdeñar para pensar ahora nuestra tarea. Tarea que es reanimar la cultura del libro, pensar la realidad y el pasado de los textos y cuidar de su consulta esclarecedora. Decimos cuidar, porque en todos los casos y también en éste, es un verbo esencial. El libro es un objeto que vive en el tiempo y el tiempo lo visita. Cuidarlo es oficio relevante, casi íntimo. Con lo que debe cuidarse también su preservación, su restauración, su lógica de circulación democrática y el acceso general de la lectura en la sociedad argentina. El cuidado no debe ser sólo una proclama escolar ni un acto técnico, sino una aptitud que surja del saber interno de la comunidad de esta casa, que incluye a sus trabajadores y a sus lectores. No es lisonjero para los momentos más resplandecientes de esta Biblioteca que una vasta opinión social la vea hoy como un lugar incierto, improductivo y ocioso. En esencia, eso no es verdadero. Pero es verdad que hay que torcer un destino, desmentir una imagen. Sin miedo ni apatía, sino con lo que existe realmente de vocación realizativa, este edificio notable que parece un navío encallado en las tinieblas, debe hacer sonar su silbido orgulloso, diciéndole a la sociedad que está de pie, listo para su tarea. Que cuida bien sus libros, aunque sobre ellos sobrevuela toda clase de asedios.
Libertad, en segundo lugar, para retomar los nombres antiguos que se les dio a sus creaciones. Nos referimos aquí a la revista de la biblioteca. Volverá a llamarse La Biblioteca, en su puro descripcionismo y redundancia intencionada. Así como se llamó en tiempos de Borges y Groussac. Tiempos que no son páginas idas. Ya hablamos de Groussac. Nombramos ahora a Borges. Mucho se lo invocó en los últimos tiempos, con una astucia previsible. Se dice Borges, en su carácter de figura compleja y absorbente. En esta casa cargada de sombras expresivas, Borges no deja de ejercer una resonancia singular, con los poderosos íconos literarios que fraguara y acaso con la misma circularidad del destino que tanto disfrutara. Pero precisamos aquí de otra libertad.
Libertad, en tercer lugar, para tomar esos vastos legados con espíritu puesto a salvo de pompas y ritualismos. No es aconsejable que la palabra protocolar se haga rito trivial en la Biblioteca. Borges, sí. Pero no para que su obra actúe como ceremonia paralizante sobre las escrituras del presente ni como conmemoración escolar, sino como él mismo hubiera preferido, con una forma callada del fervor que no precisa de euforias de último momento y plaquetas de funcionarios serviciales. Precisa en cambio de la crítica. Sobre todo de un tipo de crítica que funda lo que de Borges hay en Borges. La crítica que lo otro le sepa hacer a lo mismo. La crítica que las intuiciones de lo inexplorado les sepan hacer a las ruinas circulares de nuestros santos días. Sabemos cuál es la consecuencia natural de esta crítica. La Biblioteca Nacional debe cuidar de todos los nombres de su memoria escrita, sean Lugones, Jauretche o Milcíades Peña. Los deberá cuidar tanto cuando son materia imaginativa como cuando son materia libresca, esperando confiados en los anaqueles un nuevo consultante, que podrá demorar largo tiempo, pero seguro vendrá. Esta evocación ecuménica no puede tener un aspecto de indiferencia sino de concierto. En la Biblioteca, cada autor es un mundo único, convive con los demás porque sabe poner en juego sus poderes contrastantes, sus destellos de convicción e identidad que nadie puede retirarles. Sin zalamerías ni prosas oficiales.
Libertad, en cuarto lugar, para que los foros de trabajo intelectual que existen en esta biblioteca, animados por sus trabajadores, que poseen conocimientos eximios y probados, se entrelacen en una Biblioteca activa,nutrida tanto del saber contemporáneo como del cuidado de sus propios tesoros. Hoy, una comprensible desmoralización impide que tantos conocimientos atesorados fructifiquen en obras, tareas y compromisos relevantes. La Biblioteca es la sede de actos de lectura, de investigación, de escritura, ofrecidos a la sociedad, a la que le deberá demostrar que está activa y lúcida en la custodia y movilización de su patrimonio. Pero también la Biblioteca es una comunidad de trabajadores que desarrollan sustanciosos intereses culturales. La Biblioteca da a investigar y a leer, pero también se investiga y se lee a sí misma. Es un obrador que excava en sus propias riquezas. Lo hace solicitada por su público, pero muchas veces instigando ella misma a sus investigadores externos con los frutos de lo que sabe por su propia iniciativa. Esta realidad latente deberá hacerse más visible y manifiesta. Es inmerecido que se piense a la Biblioteca Nacional como sitio infructífero, estéril, sospechado. Tenemos con qué revertir este injusto dictamen, pero deberá ser con medios públicos, fruto de un nuevo contrato visible de la biblioteca con la sociedad, con las demás bibliotecas del mundo, con sus lectores, con sus investigadores, con sus sindicatos, con sus donantes, con sus trabajadores, y de todos ellos con las memorias vivas de su legendario pasado.
Libertad, por último, para iniciar debates significativos en la era de los medios de comunicación, que poseen una notoria palabra reinante y abarcadora. Las Bibliotecas, antiquísimos artefactos humanos, tuvieron y seguirán teniendo su presencia en las fuentes masivas de la cultura contemporánea, pero llevando siempre su voz precisa, ni concesiva ni derrotada de antemano, pero tampoco presuntuosa de vacuas solemnidades. La Biblioteca es un centro de actividad cultural y de homenajes, pero excluye lo rimbombante, que invoca grandes representaciones de la cultura pero las deja inertes. Solo en la crítica y autocrítica de sus empeños podrá adquirir una nueva legitimidad ante quienes, en especial la opinión social mediática, la observan con recelo.
Por eso, la Biblioteca Nacional solo puede cuidar sus libros más antiguos, si se sitúa vivamente en el mundo contemporáneo. Por eso, solo podrá interpretar el modo severo y amenazante en que se desenvuelve la escena contemporánea, si se esmera en preservar su cantera de escritos y documentos varias veces centenarios. Por eso, sólo podrá trabajar sobre los folios de la cultura nacional si trae hacia ella las fuentes de las culturas cosmopolitas de nuestro tiempo. Por eso, sólo podrá restaurar sus libros deteriorados si comprende la lógica de las nuevas formas editoriales. Por eso, sólo podrá exponer las evidencias de las culturas populares –como nuestra próxima exposición de la revista El Gráfico– si explora refinadas lenguas, implacables y admonitorias, como la de Ezequiel Martínez Estrada, sobre quien también haremos una exposición de su obra con motivo del 40º aniversario de su muerte. Por eso, sólo podrá interpretar las corrientes actuales del pensamiento si sabe retomar el antiguo legado de los grandes archivistas nacionales, que en muchos casos son sus grandes historiadores, novelistas y ensayistas. Y por eso, sólo podrá superar las mermas y deficiencias que todos conocemos si por encima de particularismos se recompone la confianza mutua y la satisfacción profunda de encontrar no sólo justicia sino también reconocimiento en el trabajo.
En suma, sólo podrá ser una institución cultural de primera fila, si es a la vez pública y sutil. Si se aventura hacia todos los futuros siendo simultáneamente amorosa con el pasado. Si sabe ser a la vez popular y rara. Si se considera al mismo tiempo como secreta y transparente. Son quizá las condiciones para aceptar el llamado de su resurgimiento cultural, humano y político. La magnitud de esta tarea obliga al esfuerzo compartido, al trabajo imaginativo como signo de libertad y a la retribución justa de todo trabajo. Todos tienen derecho a ver una Biblioteca Nacional respetada porque todos tienen derecho a ser respetadosen su trabajo. Como en el museo soñado por Macedonio Fernández, en la Biblioteca Nacional deberá haber muchos prólogos y mucha experiencia de libertad en el lenguaje. La Biblioteca, que a su manera es un museo que juega con la eternidad, solo puede vivir enlazada estrictamente a la novela del presente, a los hombres y mujeres de este tiempo, que cuidarán la Biblioteca porque será cuidada su propia memoria, su propio trabajo y su propia vida.

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Elvio Vitali y Horacio González
 
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