libros

Domingo, 15 de agosto de 2004

Guardá esas cartas

Cartas a mi madre
Jean Cocteau trad. Pedro Ubertone
Libros del Zorzal
Buenos Aires, 2004
158 págs.

Por Martín De Ambrosio
Jean Cocteau es, acaso injustamente, más famoso que su obra. Aunque producción no le falta –fue novelista, escribió teatro y óperas, fue pintor y cineasta; él prefería que lo llamaran poeta– fueron sus prodigiosas amistades y la adscripción a todos los movimientos vanguardistas lo que le aseguró un lugar en el cada vez más amplio salón de la fama. Cocteau saltó de escuela en escuela y como rana enloquecida fue todo: dadaísta, impresionista, surrealista, cubista, etc. Borges –en el prólogo a El secreto profesional y otros textos, uno de los libros del francés– le dedicó un sarcasmo a estas inconstancias: “El sillón académico y la conversión a la fe de Roma fueron sus últimas sorpresas”.
Este volumen editado por Libros del Zorzal reúne las cartas que Cocteau le escribió a su madre entre 1906 y 1918, es decir, entre sus 17 y 29 años. Y una de las cosas que quedan claras leyéndolo es la temprana conciencia que Cocteau tenía de su destino de celebridad: “guarda mis cartas”, le dice cada tanto a su madre. Ahora bien, ¿es que hay conflictos epistolares entre ellos ante un padre ausente por suicidio? Nada de eso; sólo flores para una madre que se extraña, que es su “única amiga” y con la que riñe solamente en una oportunidad.
En cambio, las cartas tienen un tono general de levedad que se desmorona casi de repente en el impreciso instante en que aquella generación que fue a la Gran Guerra alegremente –como el mismo Cocteau– advierte lo terrible del asunto: al elogio estético de la contienda (“Estoy en plena guerra. Esto es muy bello. Nos despertamos con el cañón. Dunas, paisajes balnearios, cielo azul con proyectiles alrededor de los aeroplanos. Bien lejos de Anjou, pero feliz de estar mezclado en el juego, como dice Whitman”), a esa felicidad lúdica que la guerra parece haberle provisto y al relato de la tregua de la Navidad de 1915, le sigue una toma de conciencia repentina y feroz. Un darse cuenta –apenas unos meses después- de que algo no estaba del todo bien y de que, finalmente, aquello era horroroso: “Esta noche, a la luz de la luna, en los escombros de la iglesia de Nieuport, he descubierto una Virgen de Lourdes bastante mediocre pero tornada bella, transfigurada por el drama. La guardo para tu habitación. Verás cómo este mamarracho conmueve mucho más que una obra maestra. Ella atestigua el horror, queda un poco de oro en su rosario, un poco de rosa en su velo, un poco de azul en su vestido”. Sin embargo, la idea del artista era usar la guerra como experiencia personal, exprimirla y seguir adelante con sus proyectos: “Ahora que he tomado de la guerra todo lo que podía tomar y que me resigno más de lo que me exalto, deseo vivir solo contigo en un agujero florido cualquiera y crear poco a poco, sin prisa, la cadena de obras que medito”.
Entre aquello que Cocteau –el vanguardista inestable, el hombre que nació con la Torre Eiffel y que no quiso sobrevivir a la Piaf– meditaba en las trincheras se destacan Thomas el impostor, Orfeo, Los muchachos terribles, Opio (diario de una desintoxicación) y el cuento titulado “El gesto de la muerte” que Borges, Bioy y Silvina Ocampo incluyeron en la Antología de la literatura fantástica.

Compartir: 

Twitter

 
RADAR LIBROS
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.