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Domingo, 19 de diciembre de 2004

Rebecca Horn

La obra de la artista alemana Rebecca Horn tiene algo en común con el arte feminista norteamericano, algo, pero no todo. Lo suyo es una sensibilidad más europea, en el sentido de que está abierta a sutilezas y, sean cuales fueren sus referencias a las políticas del cuerpo, al humor. El trabajo de Horn es oblicuo, mágico e irónico y no tiene nada de ese tono de queja que hace de la obra de sus hermanas transatlánticas un lamento monótono.
El libro La Lune Rebelle, de la editorial Cantz, tiene un perfume perturbador. Un perfume Rebecca Horn, que de tan privado y espeso se siente como si hundiéramos la nariz dentro de la cabellera espesa y roja Tiziano de la artista. El libro contiene entradas de su diario íntimo, poemas, imágenes de películas y de algunas obras cumbre que conforman un recorrido privado por la obra de una de las artistas más importantes –si no la más importante– de la escena alemana contemporánea.
Rebecca Horn nació al final de la Segunda Guerra Mundial, lo que la hace apenas un año mayor que Anselm Kiefer. Como Kiefer, fue influida por el veterano de la Luftwaffe Joseph Beuys y su doble convicción de que el arte podía cambiar la naturaleza humana y la performance era la forma en que el artista podía inventar las metáforas más evocativas y primarias. Más allá, Kiefer y Horn son opuestos: él es macho man, que se apropia de arquetipos, mitos, heridas políticas y de ambiciones espirituales a lo Gandhi. Ella, la mujer ladina; sus políticas son sexuales; sus metáforas, si bien espirituales, nacen del cuerpo humano, y sus máquinas, cínicas como una novela de Colette.
El trauma hila la obra de la artista y eso es lo que La Lune Rebelle transmite. Cuando Horn estudiaba en Hamburgo, por los años ‘60, utilizaba en sus esculturas fibra de vidrio desconociendo que esta sustancia era venenosa: de tanto aspirar terminó confinada en un sanatorio durante dos años, absolutamente aislada y con los pulmones destruidos. Fue para ella un tiempo fuera del tiempo. Y cuando le permitieron salir, comenzó a hacer performance y escultura cinética. Horn se encontró pensando imágenes en términos de aislamiento y curación –capullos, vendas, prótesis, plumas–. “Cuando te pasas mucho tiempo sola surge una ansiedad insoportable por comunicar, en especial por comunicarse a través del cuerpo”, le comentó al crítico Germano Celant. Objetos mecánicos que bombean vino y sangre; pequeños martillitos que reducen carbón a una pila de polvo negro; plumas de color borravino que giran lentamente; algunas nietas estilizadas de las pinturas mecánicas de Jean Tinguely de los ‘50 que arrojan pintura sobre las paredes o bien (con sugerencias más fetichistas) sobre zapatos; un piano suspendido del techo que cuelga tranquilo un momento, luego le saltan todos los resortes, como escupiendo sus tripas, y después lentamente se retrae, se realinea como si nada hubiese ocurrido. Se llama “Concierto para Anarquía” y fue creado en 1990, el año de la reunificación alemana. La Lune Rebelle contiene algunas de estas obras memorables.
Se dice que el arte cinético, limitado como está por sus programas y a diferencia de la pintura y la escultura, una vez visto no puede renovarse. La obra de Horn es una prueba irrefutable de que eso no es cierto.

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