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Domingo, 12 de junio de 2005

NOTA DE TAPA

Filosofía y Nación

¿Cómo es una novela filosófica argentina? ¿Y quién debería protagonizarla? Éstas y otras preguntas parece hacerse José Pablo Feinmann en su nueva novela, La sombra de Heidegger, mucho más ligada al país de lo que su título parece sugerir. En esta entrevista, Feinmann comenta lo que viene sucediendo con las relecturas del nazismo, la vigencia de La náusea y el canon de la literatura argentina desde la apertura democrática.

Por Gabriel D. Lerman

En la noche de Buenos Aires, la neblina y la lluvia componen un cuadro otoñal y ríspido. José Pablo Feinmann abre la puerta de su departamento como surgido de su habitual trance existencialista, pero esta vez entrega grageas domésticas: un sincero optimismo por la refacción de su estudio, que incluye muebles nuevos para la biblioteca, iluminación apropiada y un espacio para la lectura. En tantos años, confiesa, ha tenido sus máquinas de escribir y computadoras en el living.

La intensa actividad ensayística y como guionista que despliega en los últimos años lo ponen de mal humor. Frente a la literatura se deshace en disculpas, como si la traicionara. Te dedicaré el resto de mis días, le promete, como si le hubiera dedicado pocos. El corpus de novelas que a esta altura del partido ha entregado Feinmann alcanzaría en cualquier circunstancia para consagrarlo como un escritor de excepción. En pocos años, a comienzos de los 80, completó una serie de novelas que todavía tallan en el ámbito local: Ultimos días de la víctima, Ni el tiro del final, El ejército de ceniza. Se lo señaló entonces como el escritor de policiales que faltaba: una urdimbre narrativa donde primaba el negro sobre el enigma, donde la corrupción y la sordidez se adueñaban de un espacio ampliamente envilecido y espurio. Hacia fines de los 70, el cinismo comenzaba a tallar como signo de la cultura patria, y un entorno asfixiante que sólo admitía en sus personajes el sarcasmo, el chantaje y el crimen. Un destino trágico, donde los perdedores eran los derrotados de una época, y donde los malos eran policías, asesinos a sueldo y empresarios.

Si bien la filosofía estuvo siempre en sus ficciones, en algún momento comenzó a sentir la necesidad de escribir su “novela filosófica”, planteo complejo viniendo de un lector fervoroso de Sartre. Hacia 1989, el peronismo regresaba al poder con otras ropas, en un clima hiperinflacionario que, sumado al fracaso alfonsinista, llegó a compararse con un versión subdesarrollada de la República de Weimar. Feinmann se encerró, se consumió, se operó a corazón abierto para escribir La astucia de la razón. Novela bernhardiana, esa forma obsesiva de sembrar comas en oraciones de trescientas líneas o de cortar frases con preguntas recurrentes que aquí marcó una época (Rivera, Saer). A Feinmann lo partió en dos: por primera vez expuso de manera directa el drama ideológico y vital de una generación que habría de ser diezmada. Cuatro estudiantes de filosofía de la mítica calle Viamonte se reúnen a pensar qué es la filosofía en una playa marplatense, una noche de 1965. El Feinmann que emerge de La astucia de la razón es un hombre angustiado por el sentido en los albores de una década en la que preguntarse por el sentido, dicho así, parecía rayar con la imbecilidad. Hubo nuevas y muchas reconversiones ideológicas, generacionales, de la industria cultural. La sociedad, mientras evocaba los horrores de la última dictadura, se moldeaba en los gestos excluyentes de sectores medios y altos cuya pretensión ya no fue una modernidad desarrollista como en los 60 sino la modernidad embrutecida del deme dos (retratada en La experiencia sensible de Fogwill). Feinmann quiso escribir una trilogía: si La astucia de la razón terminaba en 1976, la pregunta era qué había sucedido con Pablo Epstein y sus amigos de 1965. Pero la segunda parte, La crítica de las armas, demoró más de una década en llegar, y para entonces el cinismo era una mueca triste al borde del colapso, los 70 ya no eran tanto misterio como moneda corriente de un debate cultural rengo, a tientas, que se preguntaba todo a la vez: por qué las militancias revolucionarias, por qué un país que destrozó jóvenes sin clemencia, por qué políticos todo terreno que se hunden en camarillas de palacio.

Un cierto aire anacrónico late cuando se toma en serio un tema que angustia, en una época que agoniza en el puro presente. Pero Feinmann debía completar su trilogía filosófica, la segunda parte de su obranovelística, y aprontó el teclado. Esta vez, sin embargo, se fue de Argentina. Se fue lejos, a Berlín y Friburgo. Se metió de una vez con Martin Heidegger, el filósofo del siglo veinte, el nazi. Ahora aparece La sombra de Heidegger.

Si esta novela completa la trilogía de La astucia de la razón y La crítica de las armas, lo que llama la atención es el desplazamiento a Alemania, no sólo en el tiempo y en el espacio sino en cuanto a lo que en las anteriores aparecía totalmente imbricado con la Argentina.

–Está imbricado con la cosa argentina, incluso Hugo Hernández y Pablo Epstein aparecen, pero yo con Pablo Epstein había decidido terminar, ¿viste? Un novelista se aburre de sus personajes. Otra novela con Pablo Epstein ya me tenía podrido, así que lo dejé. Y me pareció que la trilogía filosófica podía completarse con esta tragedia de la filosofía, la tragedia del intelectual que es también de Pablo Epstein, Hugo Hernández, la tragedia de un intelectual que se compromete también con el poder, y en realidad su vida se deteriora seriamente en ese compromiso.

Recientemente han aparecido por distintas vías relecturas del nazismo, ¿qué relación encontrás con La sombra de Heidegger?

–Es notable que la novela aparezca con la película de Bruno Ganz, La caída. Es una película formidable. Si llego a decir que los críticos de cine no la van a entender porque no es una película para críticos de cine, no les va a importar. Pero los críticos de cine debieran esforzarse y entender esta película. La caída requiere una formación muy seria para ser entendida, de un conocimiento previo de la historia del nazismo, de la historia de Alemania. Entonces temo que se termine en una polémica tonta, si humaniza a Hitler o no humaniza a Hitler, términos que para la filosofía son risibles. No queda ninguna duda de que lo más horrible de Hitler es que era humano.

En la novela hay una tentativa de marcar la contemporaneidad entre nazismo y peronismo.

–Sí, porque cuando Dieter Müller cuenta la historia argentina dice que Perón es el único que no es racista en la Argentina. Justamente, que a las razas postergadas el que les dio comprensión fue un militar al que todos llamaban nazi, y todos los que se creían no ser nazis eran racistas porque despreciaban a estos negros.

¿Se puede pensar el nazismo como elaboración del nacionalismo alemán y el peronismo como elaboración del nacionalismo argentino?

–Sí, claro. De hecho, en la novela hay cosas tremendamente divertidas, porque cuando Heidegger en la Introducción a la metafísica habla de la dos tenazas, de Estados Unidos y de Rusia, está hablando de la tercera posición. Entonces acá Dieter Müller está riéndose: hay un tipo que se encuentra con un nacionalista argentino que le dice que Perón no es nazi sino que Hitler fue peronista, que la tercera posición verdaderamente la inventó Perón, dice. Y es notable que en los 70 había muchos tipos de Guardia de Hierro que llegaban al peronismo desde Heidegger, desde la Introducción a la metafísica, de esos pasajes de las tenazas entre el imperio de Occidente, mercantilista, y la masificacion soviética. Si vos empezás a sumar peronismo más Nietzsche más Heidegger, es relativamente sencillo deducir quiénes son.

La sombra de Heidegger tiene dos partes. La primera es la “Carta del padre”, donde Dieter Müller, profesor alemán discípulo de Heidegger, le cuenta a su hijo, nacido en 1934 en Friburgo, pero criado desde 1943 en Buenos Aires, cómo conoció al maestro de la filosofía contemporánea. Y por qué Heidegger abogaba por el nacionalsocialismo como la recuperación del hombre frente a la técnica y la razón instrumental, por qué Alemania era, según el autor de Ser y tiempo, el centro de Occidente, y por qué el nazismo era la única salvación frente al movimiento de tenazas que operabasobre Europa, tanto desde el colectivismo soviético como del mercantilismo norteamericano. La carta de Müller es un relato donde desfilan una cantante de cabaret de nombre Sally Bowles (sí, el personaje de Liza Minnelli en la película de Bob Fosse, con el cabaret Kit Kat Club incluido), una joven judía bella y brillante, cuyas señas son Hannah Arendt (sí, alusiones al tan mentado romance con el Führer de la filosofía), personajes como Rainer Minder, Röhm (oficial de las SA) y nada menos que Jean Paul Sartre, cuando el profesor Müller, oscurecido por los tiempos aciagos de Alemania que empañan al propio Heidegger, recae en la París ocupada y da clases como especialista en Heidegger. Corre el año 1943. Müller logra cruzar el océano vía Madrid, y llega a la Argentina, donde otros acontecimientos históricos se cuecen lentamente.

La segunda parte del libro, en cambio, es el “Relato del hijo”. Un texto breve, más inflamado y exacerbado, donde Martin Müller, hijo de Dieter, filósofo como su padre y llamado Martin en homenaje a ya se sabe quién, responde al padre cuando éste ya no está, haciendo un viaje a Alemania en 1968, para exigir explicaciones a Heidegger sobre los horrores del nazismo. Mientras la primera parte es, quizás, una narración fuerte y polémica que se cierra sobre sí misma, la segunda es un viaje a la locura. Hay en Martin una falla, una incompletud intolerable que lo hace moverse hasta Alemania a exigir una explicación que es una y muchas a la vez. La novela yuxtapone aquí dos temas: el Heidegger alemán que adhiere fervorosamente al nazismo, que es nombrado rector de la Universidad de Friburgo en 1933, y el Heidegger cuya filosofía, la misma que lo ha llevado a fundamentar su adhesión al nacionalsocialismo, es leída y recuperada desde entonces, sobre todo desde Francia. Al propio Heidegger le han objetado su silencio posterior, y la novela se hace eco de expresiones como las de Jürgen Habermas, quien declaró “no saber qué habría hecho en su lugar”.

En el elenco de esta novela, además de Heidegger y Hannah Arendt, lo tenemos a Sartre. Es un “casting” complicado, ¿no?

–Sartre juega un papel importantísimo en la novela. La novela en realidad tiene un gesto, yo no sé como calificarlo, pero tiene el gesto de montarse sobre La náusea. Porque cuando Dieter Müller lee La náusea dice qué maravilla, es una novela donde nunca encontré juntas tanta literatura y tanta filosofía. Le gustaría escribir una novela que diga “Mañana lloverá en Bouville”, que es el final de La náusea. Y yo elijo, uso esa frase de Sartre. Creo que La náusea es casi la más grande novela filosófica del siglo XX, o una de las más grandes. Entonces ahí se podría señalar: bueno, pero éste se monta sobre La náusea, nos está guiñando el ojo y diciendo: bueno, miren, ésta es La náusea escrita por un argentino del siglo XXI.

¿Cuando decís la gran novela filosófica pensás en algún antecedente argentino?

–No, creo que acá no hay antecedentes de novelas filosóficas. De Respiración artificial se dijo mucho que es una novela filosófica, pero no lo es, es una novela sobre crítica literaria, sobre teoría crítica. Después no, no hay. Qué sé yo, La cátedra de Nicolás Casullo. Después se podrá decir que ciertas novelas tienen ciertos contenidos filosóficos. Me acuerdo de un artículo de Guillermo Saavedra sobre César Aira, donde decía: “la densidad filosófica de las novela de Aira”. Me acuerdo de memoria esta frase, que me sorprendió, no digo nada, me sorprendió. Y sin duda alguna, muchos deben estar segurísimos que las novelas de Saer son filosóficas, estoy seguro.

¿Y tienen razón?

–No sé, son aburridas. Son como muy objetivistas. A mí nunca me pasó gran cosa salvo con Glosa, que quizá sea una novela sobre las distintas postulaciones de la realidad, pero es la versión literaria de la película japonesa Rashomon. Un Rashomon santafesino.

¿Te sentís cómodo hablando de estos escritores, te producen resquemores, indiferencia, no compartís el campo?

–No, a mí el canon éste que funciona desde el 84 más o menos no me interesa.

¿Cuál?

–Saer, Piglia, Aira. Y veo como se van metiendo algunos, Martín Kohan, Chefjec. Veo así a esa bandita “puanista”. Pero me importa un carajo realmente.

No los sentís, digamos, pares.

–No, mis pares son Belgrano Rawson, Saccomanno, Rivera, Viñas, Tununa Mercado. A Tununa Mercado la admiro muchísimo. En cambio, ellos me parecen más operadores literarios que escritores. Es tanta la desesperación operativa que tienen y el entronque académico que se centró en la figura de Beatriz Sarlo. Beatriz Sarlo fue la operadora literaria de dos décadas prácticamente. Bueno, yo no entré en sus esquemas de poder jamás. Supongo que todo lo contrario, pero ha elegido sus escritores, Chefjec, ahora Kohan, pero sobre todo Saer. Saer es el escritor de Beatriz. En los 80, Respiración artificial fue una novela que a mí me hinchó las pelotas de una manera.... Duró demasiado, en el sentido de una canonización tan absoluta. Cuando te canonizan tanto un autor, y durante seis años te dicen que un tipo es Dios y todos los demás son una basura, bueno, es incómodo estar en un lugar así. Pero no me sorprende tanto. Es claro que son operativos culturales ligados a las becas, ligados a las academias, ligados a los viajes, ligados a los congresos de literatura, todas esas cosas en las que yo no participo para nada. Jamás gané una beca, creo que fui una sola vez a un congreso de literatura. No soy amigo de Halperín Donghi, que bendice desde el norte, lo que debe ser y lo que no debe ser.

Pero bueno, nada, todo esto es una especie de puteada demorada, ya vieja.

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