libros

Domingo, 22 de septiembre de 2002

RESEñAS

Andahazi y sus precursores

El secreto de los flamencos
Federico Andahazi
Planeta
Buenos Aires, 2002
256 págs.

por Ariel Schettini

A pesar de que pareciera tratarse de una cosa nunca vista, la literatura de Federico Andahazi (1963) tiene un linaje en la Argentina y en sus letras, una serie reconocible en la que el autor inscribe su nombre, y un estilo que lo emparienta a otras figuras de nuestra cultura.
Desde su primera novela, El anatomista (1997), consagrada por los premios, la crítica y el pudor de Amalia Lacroze de Fortabat, Andahazi escribió casi una misma cosa. Se trata de buscar –en la oscuridad brutal de las infamias– una historia que al mismo tiempo sea tan trivial como para no haber sido contada antes y tan interesante como para que reconozcamos en ella un poder pregnante sobre el presente. Un “objeto encontrado”, hubiera dicho la vanguardia culta. Ése es su tema.
Algo bueno tiene todo eso. Federico Andahazi escribe alegorías que (salvo en el caso de El príncipe, 2000) parecen traer a colación un tema del que nadie habla o que no está impregnado de “crítica social” (el lugar común de la novela histórica argentina) ni de la concurrida metáfora del naufragio nacional con la que ciertos escritores argentinos creen honrar su buena o mala conciencia, su genialidad expresiva, o lavar su culpa por el lugar que ocupan en el mercado laboral.
Federico Andahazi habla siempre de otra cosa. Y en eso también tiene sus precursores. Porque otra de las características de sus novelas es que son novelas históricas de temática europea: regurgitan y le devuelven a Europa la historia de los que inventaron la historia, y lo hacen con el gesto liviano y despreocupado de quien no tiene empacho en robar historias ajenas. El gesto es, sin dudas, borgeano, pero la realización nunca supera a los fundadores del género en la Argentina.
Sin dudas la primera encarnación en nuestro país de ese estilo la escribió Enrique Larreta en La gloria de Don Ramiro (1908), pero fue Manuel Mujica Lainez quien hizo del género algo posible en nuestro país —y quien, al mismo tiempo, lo trivializó, lo frivolizó y lo llenó de algo que nuestra literatura desconocía: finura.
Como Mujica Lainez en Bomarzo (1962), El escarabajo (1982), o incluso en Misteriosa Buenos Aires (1959), Federico Andahazi es un maestro en vender, bajo la forma de una joya de la alta cultura, un pedazo de cultura industrial. Y sus obras ofrecen lo que nada en la literatura argentina puede ofrecer: civilización y distancia. Más que la aventura de lo que narran, los libros de Andahazi hablan de la aventura del escritor de esas novelas, y en eso también el autor honra a sus precursores. Cualquiera que lea una novela de Andahazi sabe que va a cerrarla con la sensación de que compró algo distinguido: Europa y su cultura, una trama apasionante, un léxico raro, artificial y selecto. En fin, una utopía de la literatura de masas: elevación, refinamiento y clase.
El secreto de la distinción está puesto en ese vaivén (del que Mujica Lainez fue el maestro), por el cual los raros objetos únicos vuelven único al lector de los mismos. El arte como instantánea elegancia, la mirada sobre lo único como estrategia contra la alienación del sujeto, “El hombrecito del azulejo” que nos saca de la medianía de las cosas, el Teatro Colón que permite el reconocimiento entre elegidos, etc.
Por eso, es notable el rechazo que Andahazi genera en el medio literario argentino (y del que él mismo no cesa de quejarse en cuanto reportaje concede). Lo notable es que nadie perciba que Andahazi escribepara un tipo de lector que casi agoniza en nuestro país pero que él redescubrió. El lector que solamente quiere entretenerse, calmar su conciencia, leer a un narrador que se agota en el instante en que llega a la última página. El lector azaroso y liberal –que seguramente es el mismo Andahazi– que para conocer el estado de la cultura lee el diario y no la historia de la literatura argentina.
El secreto de los flamencos, su última producción, por ejemplo, narra un debate en el arte y en la filosofía occidental, con la ligereza de un amateur. Se trata de la relación entre la sustancia y el accidente llevada al terreno de la pintura renacentista (y también: del genio artístico, del secreto de la técnica –en los orígenes de la técnica moderna–, del misterio del erotismo perverso y de la reconstrucción de un paisaje de época). Todo con una prosa veloz (es decir, moderna) y amable, legible y prolija: los ideales del narrador clásico.
Para ello Andahazi (ya un experto en la mercadotecnia editorial) echa mano de los elementos probadamente exitosos de la cultura: un monje que asegura haber visto el Aleph se llama Giorgio Luigi di Borgo, el misterio filosófico y técnico supone asesinatos, filosofía y magia como en El nombre de la rosa, y otras ingenuidades dignas de la puerilidad y la franqueza de un drama barroco.
Es notable (aunque previsible) que un libro escrito de modo tan evidente sobre la base del cálculo, que acumula bienes artísticos y los trata como materiales a su disposición, se sostenga, al mismo tiempo, en una mirada sobre el arte que supone lo sublime, lo excelso y lo inmaterial del genio artístico. Eso es lo que se llama “literatura internacional”: encontrar un nicho del mercado y explotarlo aún sacrificando los principios que lo sostienen. Para la insularidad artesanal de nuestra cultura, claro, es casi un insulto. Pero también la novela hace el gesto pedagógico de toda literatura popular: explica los términos curiosos, vulgariza y simplifica teorías complejas, reconstruye un espacio comprensible y nítido. Es un cuento para todos los lectores. No expulsa a ninguno. Para una literatura como la nuestra, que se fundó sobre la base del elitismo, el rechazo selectivo del lector y la cofradía, no es poco.

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