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Domingo, 30 de noviembre de 2008

¡Sacad los codos de la mesa!

Una historia de la cortesía explica por qué las sociedades burguesas siguieron prefiriendo los buenos modales.

 Por Hugo Salas

Historia de la cortesía de 1789 a nuestros días
Frederic Rouvillois

Editorial Claridad
448 páginas

Tan curiosa y entretenida como desesperante, por momentos, en su minuciosidad (amor por el detalle acorde con el tema), esta Historia de la cortesía en Francia –aclaración que el editor argentino debería haber contemplado en el título– analiza el peso de lo político en los modales y el peso de los modales en la política de esa nación que, históricamente, ha buscado detentar el monopolio de la elegancia (si bien, como desnuda la propia obra, no ha vacilado a la hora de apropiarse de usos ingleses y alemanes). Con afán de centrar su tarea, el autor deja de lado el problema de la etiqueta impuesta a la corte por Luis XIV para concentrarse en los avatares del savoir-vivre a partir de la Revolución Francesa, vale decir, los avatares de una cortesía propiamente burguesa.

La furiosa anticortesía desplegada por los republicanos durante los primeros años (que castigaba por decreto a quien tratara de usted/vous y no de vos/tu a alguien otrora superior u osara llamarlo Señor en vez de Ciudadano), viendo en estas costumbres –con bastante acierto– signos de las asimetrías sociales, plantea al resto de la historia, por sí misma, una pregunta de fondo que, nunca explícita, Frederic Rouvillois hace sonar en su libro: ¿Por qué una sociedad burguesa vuelve a la cortesía? ¿A qué usos y funciones sirve ese código no escrito de las costumbres que, sin embargo, sí posee sus propias instancias de sanción y exclusión?

Justamente, si se tiene en cuenta lo que ocurrió políticamente con la Revolución, no es casual que a esa furiosa anticortesía siga, inmediatamente después, la edad de oro de la cortesía burguesa (todo el siglo XIX hasta la gran guerra), con sus reglas de vestuario que alcanzan al uso de guantes y sombreros, sus rígidas normas para la vida familiar (incluido el duelo), sus días “de recibir”, sus tarjetas de visita, el besamanos, el duelo y toda esa panoplia que el buen lector está habituado a encontrar como decorado permanente de la novela francesa. De hecho, uno de los documentos más citados a lo largo del libro es En busca del tiempo perdido, como cabía esperar.

Si bien es cierto que tras las guerras mundiales las normas entran en una amplia zona de incertidumbre, Rouvillois advierte que, amén de su perduración fosilizada en las normas de protocolo oficial y diplomático, esta tendencia comienza a retroceder en los últimos años, advirtiéndose un renovado interés por la cortesía, esta vez bajo las banderas del “respeto”, que incluso alcanza los intercambios virtuales propiciados por Internet. El autor no arriesga motivos ni emite juicios sobre estos vaivenes, pero ciertamente el lector, al repasar las normas del siglo XIX, incluso las más ridículas, no dejará de advertir, por comparación, la violencia desconsiderada y gratuita que rige hoy el espacio urbano e interpersonal.

Precisa en el trazado de la evolución histórica de su objeto, interesante en la selección de la información y en el uso de las fuentes literarias y documentales, la amena lectura de esta Historia de la cortesía sólo se ve interrumpida, en el caso de su versión española, por una traducción errática en el manejo de las referencias (los títulos aparecen a veces en español, a veces en francés con traducción, a veces en francés sin traducción, un mismo título en dos formas distintas e incluso títulos indudablemente ingleses, como las novelas de Twain y Austen o un ensayo de Thackeray ¡en francés!), demasiado aficionada al uso de la nota al pie y afecta al galicismo sintáctico. Como quien diría: una falta de cortesía para con el amable lector.

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La familia Stamaty, boceto de 1818 de J. A. D. Ingres.
 
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