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Domingo, 10 de febrero de 2002

Caro diario

La monumental antología de diarios íntimos The Assassin’s Cloak (La capa de asesino), que reúne más de 170 escritores de diversas nacionalidades y períodos históricos, fue uno de los libros más sorprendentes del 2001 en el mercado anglosajón. Radarlibros recorre sus páginas y reflexiona sobre las problemáticas de la intimidad y sobre su relación con lo auténtico, la verdad histórica y los meandros de la ilusión novelesca.

Por Martín Schifino, desde Londres

Las cartas, notó alguna vez Lyton Strachey, son un género mixto, a caballo entre las esferas de la vida pública y la privada. No es de sorprenderse, pues, que haya pocas correspondencias absolutamente sinceras; la coquetería, la afectación, la urbanidad, son todas modalidades literarias que se interponen entre el escritor y el destinatario –llegado el caso, por supuesto, la mediación se repite entre el escritor y el lector anónimo de la carta publicada–. Pero con los diarios íntimos –uno tiende a pensar– se está más cerca del material en bruto de la vida. Al fin y al cabo el diario es el fruto de un acto enteramente individual. Alguien, en un cuarto, un sótano, un tren o en donde sea, se sienta frente a un block de papel, dirige su atención al ruido blanco del mundo y mientras piensa, analiza, calcula o se sorprende ante una conexión inesperada, escribe un recuento de su vida. La diferencia con el escritor de cartas parece fundamental. Sin consideraciones de orden civil hacia un lector, el “diarista” ideal escribe sólo para sí mismo, dando rienda suelta a los desboques de su cerebro, su corazón o, lo que hace a la redacción verdaderamente interesante, su bilis. El problema, desde luego, es que, en esa pulcritud platónica, el diarista no se manifiesta con mucha asiduidad.
Los diarios, entonces, suelen ser un terreno accidentado, con hondonadas de falsos énfasis y distorsiones voluntariosas. “Ayer hablé con un amigo sobre esto de llevar un diario”, escribe en el suyo Alma Mahler-Werfel, una de las grandes exponentes del género. “Me dijo que lo bueno es que uno se acostumbra a saldar cuentas consigo mismo, pero que nunca se enfrenta con toda la verdad, siempre hay un elemento de vanidad en el asunto. Lamentablemente, debo admitir que tiene razón. En estas páginas a menudo he mentido y pasado rápidamente por sobre mis defectos. Perdón, soy humana...” (07/04/1899). No es éste el único sentido en el que los diarios eluden la verdad. Tolstoi nota un matiz más profundo, del que quizá todos los diaristas sean culpables. “Uno tiene muchos pensamientos, y algunos parecen de lo más notables, pero cuando se los examina resultan ser tontos; otros en cambio parecen sensatos –y para ellos hace falta un diario–. Sobre la base de un diario es bastante conveniente juzgarse a sí mismo” (14/06/1850). Por omisión o inclusión, se puede concluir, la imagen que un diario nos da de su escritor es parcial en el doble sentido de la palabra; los diaristas no sólo se cuentan partes de su vida, sino además las partes que más les convienen.

El diario como delación
Pocos son los que, con el poeta David Gascoyne, admiten: “He develado la mayor parte de mi ser más `secreto’, creo, pero he confesado muy poco en cuanto a los hechos de mi vida, de manera que el autorretrato, hasta donde éste lo es, tiende a ser demasiado elogioso... A fin de cuentas, quizá, la verdadera razón por la que se lleva un diario es vanidad o narcisismo, a menos que uno esté completamente decidido a que nadie lo lea, y yo no lo estoy” (05/06/1938). Un diario delata y encubre, según otro poeta-diarista, William Soutar: “No sólo nos tienta a traicionarnos a nosotros mismos, sino que nos tienta también a traicionar a nuestros compañeros, convirtiéndose así en un alter ego con el que compartimos las bajezas que nos daría vergüenza pronunciar en voz alta; un diario es la capa del asesino que usamos cuando apuñalamos por la espalda a un camarada con una pluma” (27/04/1934). Para comprobar la validez de esta afirmación basta con cotejar las urbanas críticas literarias de Virginia Woolf con la siguiente entrada de su diario, donde habla del Ulysses de Joyce, que su amigo T. S. Eliot había ensalzado hasta el cielo: “Me parece un libro iletrado, grosero; el libro de un trabajador autodidacta, y todos sabemos lo molestos que son estos libros, lo egoístas, insistentes, crudos, pasmosos y, en última instancia, nauseabundos que son. Si se puede comer carne cocida, ¿para qué comerlacruda? Pero supongo que si uno es anémico, como Tom [Eliot], hay cierta gloria en la sangre” (16/08/1922). Incluso dejando pasar el clasismo, la beatería y la miopía crítica, resulta ineludible la imagen de la anemia, que es de una injuria rampante. Los diarios, se puede pensar frente a frases como éstas, sí nos muestran en un sentido los momentos más íntimos de los escritores. Porque ni siquiera acentuando los gestos dramáticos o impostando la voz, los diaristas son capaces de eludir su lado obsesional, la estructura de su psiquis, o las recurrencias temáticas de su pensamiento. Un diario delata. Y lo crucial –lo inasible por definición– está en el tono. No hace falta mucha perspicacia para notar que Virginia Woolf rezumaba envidia literaria.
La capa de asesino de Soutar, como toda buena metáfora, da la impresión de ser necesaria y absoluta; pero la definición de diario que implica es una entre muchas. Soutar, en otra parte, agrega: “El verdadero diario es aquél en el que el diarista se encuentra, en lo principal, en comunión consigo mismo, conversando abiertamente y sin afectación, de tal manera que lo trivial no está ausente, ni lo íntimo y las pequeñas confesiones y resoluciones que, si se las dice, se las debe decir en un tono confesional tan privado como éste” (01/09/1939). Aunque se trata de una puntualización noble e idealista (como la anterior, está pensada en términos católicos, con la escritura convertida en absolución y las páginas en hostias), demuestra ciertas limitaciones imaginativas en cuanto a las posibilidades de un diario. Soutar, mientras escribía el suyo, estaba postrado en la cama donde pasaría los últimos quince años de su vida; difícilmente la definición sea válida para el diario del explorador Robert Falcon Scott, cuyo propósito era registrar los pormenores de su expedición antártica al Polo Sur; menos aun para el de Andy Warhol, que ni siquiera lo escribía, sino que se lo dictaba por teléfono a una amanuense, Pat Hackett, todos los días durante una hora o dos, a partir de las 9.00 o 9.30 de la mañana (la escritura de Scott describe una batalla contra las fuerzas naturales; la voz de Warhol una serie interminable de fiestas, celebridades y sustancias de todos los colores).

El diario como anecdotario
Parte del atractivo del diario íntimo, olvidaba Soutar, reside precisamente en la elasticidad de la forma. No sólo los autores escriben lo que quieren, sino que pasan por alto cualquier escrúpulo de orden estético. Por otro lado, llevar un diario es relativamente simple. No hace falta cuidarse de errores fácticos, hacer investigación, pensar en los críticos, mantener el equilibrio estructural del conjunto, forzar la memoria, ni esclavizarse al ritmo o a la metáfora –todas esas cosas que hacen los escritores de ficción–. Los buenos diaristas, como por instinto, no descuidan esas dimensiones, pero en teoría alcanza con la voluntad de registrar algo. Y, de hecho, si se pudiera nombrar el átomo del diario, más que la confesión sería la anécdota: incluso cuando se trata de un suceso intelectual, los diaristas lo presentan en el molde cronográfico del A, después B.
El maestro de la anécdota es sin duda Samuel Pepys, el primero y más grande diarista inglés. Pepys era hijo de un sastre y se educó en el Magdalen College, Cambridge. Su diario se extiende desde el 1º de enero de 1660 hasta el 31 de mayo de 1669; escrito en código, permaneció sin descifrar en el Magdalen College hasta el 1825. La edición de los papeles completos, que no vio la luz sino hasta 1970-83 (la Inglaterra victoriana sólo leyó los extractos menos picantes), ocupa once volúmenes de un inmenso valor histórico. Pepys, según uno de sus editores, “fue un cronista expresivo, atrapante y observador, que combinó la historia, el reportaje y la autobiografía en un estilo similar al de un gran novelista que puede describir una escena o capturar la esencia de un personaje mediante unas pocas y elocuentes pinceladas. Desde sus estrafalarias,fastidiosas y fascinantes cuestiones domésticas hasta el Gran Fuego de Londres y la miseria de la Peste, Pepys iluminó la esencia de su época mejor que cualquiera entonces o después. Su curiosidad no tenía límites, su falta de acartonamiento era intoxicante”. Uno puede coincidir, al hablar de él, con la observación de David Thoreau acerca de que “el encanto de un diario consiste en cierto verdor, aunque fresco, y no en la madurez” (24/01/1856). Una entrada típica en cuanto a la salvaje naturalidad de Pepys es la del 1º de enero de 1662: “Al despertarme a la mañana repentinamente, le pegué un tremendo codazo a mi mujer en la cara y en la nariz, lo que la despertó de dolor, ante lo cual le pedí perdón, y me volví a dormir”. Pero Pepys fue asimismo un agudo comentarista social: “Vi al Rey jugando al tenis con otros; pero ver cómo se lo elogiaba sin ninguna razón era algo horrible... semejante lisonja es brutal” (04/01/1664). Sus observaciones nos recuerdan a menudo los múltiples vínculos entre diario e historia y diario y novela.
El diario como Historia
Siegfried Sasoon insinuó que “un diario moderno puede ser más interesante para la posteridad que una novela moderna” (30/04/1925); obviamente la fórmula es válida si la corremos hacia atrás un casillero: un diario del pasado, en un sentido histórico-literario, puede resultarnos mucho más interesante que una novela del mismo período. Los diaristas, por ejemplo, encararon el examen de la vida cotidiana en sus múltiples dimensiones –sexual, social, trivial, anímica, fisiológica, obsesional– mucho antes que los novelistas siquiera vislumbraran el realismo. Si uno busca saber qué pasaba realmente por la cabeza y el cuerpo de un inglés del siglo XVIII, más vale leer el diario de Boswell que una novela de Fielding. Porque además en los diarios, como a veces en las cartas, se esconde una historia de la moral que rara vez se corresponde con la historia recibida. Uno vuelve a Tolstoi, un escritor de una enorme estatura moral en la vida pública de su época; la pluma no le temblaba al escribir de manera privada: “Discutí con Turgenev, y me traje una puta a casa” (07/02/1856). Las dos cláusulas al mismo nivel, apenas separadas por una coma desganada, acusan a Tolstoi de una falta total de caridad. Y sabemos que sus obras aspiraban a la caridad.
Otras instancias son aun igualmente interesantes. El año de 1902 fue un buen año en la historia de la novela: Conrad publicó Chance, Henry James The Wings of the Dove y Colette la tercera de las Claudine. Las tres novelas tratan en parte sobre las barreras sexuales de la sociedad contemporánea, pero nunca llegan al grado de liberalismo explícito que ostenta el diario de la Alma Mahler-Werfel –amante de Gustav Klimt; esposa de Gustav Mahler–, por ejemplo en la siguiente entrada: “Lo que tengo que escribir hoy es muy triste. Fui a ver a Gustav [Mahler]. Por la tarde estuvimos solos en su habitación. Me entregó su cuerpo y yo lo dejé que me tocara con sus manos. Su hombría se puso rígida y erguida. Me cargó hasta el sofá, me recostó suavemente y se echó sobre mí. Después, justo cuando lo sentí penetrar, perdió todo vigor. Apoyó su cabeza en mi pecho, destrozado, y casi se puso a llorar de vergüenza. Consternada y todo, lo consolé... Apenas puede decir lo irritante que fue todo. Primero sus caricias íntimas, tan cercanas, y después nada de satisfacción” (01/01/1902). Dos días después Alma, sin embargo, escribe: “Dicha y éxtasis”. Y al siguiente: “Éxtasis sin fin”. Mahler, parece, pudo. Agarrar al gran compositor en una situación así nos lo devuelve al terreno de lo humano. Pero hay además algo encantador, una sinceridad naïve, en las palabras de Mahler-Werfel (“consternada y todo...”). La frescura que buscaba Thoreau, quizá.
El diario como testimonio
Muchos han sido, en el extremo quizá menos intimista del espectro, los que llevaron un diario durante una etapahistórica importante. Así el escritor inglés Norman Lewis registró los sucesos de 1943 y 1944 durante su estadía en Nápoles, lo que plasmó en un libro de una aguda perspicacia, Naples ‘44. Lewis cuenta, por ejemplo, cómo en la miseria de la guerra la gente se comió no sólo los perros sino además todos los peces del acuario público; sus descripciones de la prostitución, el hambre, la crueldad, son espinosamente conmovedoras. Parecería operarse, de hecho, un cambio de signo entre una historia escrita años más tarde y un diario garabateado en medio de los acontecimientos. Los detalles del historiador pueden ser más precisos, su prosa más inteligente, su interpretación más iluminadora; pero así y todo la inmediatez del diario, o para ser exactos, la huella escrita que media entre el lector y la experiencia ajena, es más elocuente en un sentido inalienablemente humano: el emocional. Que esto posee el valor de testimonio es indiscutible. Pero además la emoción del diarista ocurre frente a nuestros ojos en tiempo real, de manera que podemos presenciar su desarrollo y variaciones, mientras que la dimensión emocional de una historia está siempre “falseada” por la arquitectura intelectual del especialista que la escribe. En un diario, asimismo, la repetición temática (salvo que sea clarividente, el diarista no puede predecir lo que escribirá más tarde) es prueba de una vigilancia homologable a la autenticidad. Las entradas que conciernen al fin de la Segunda Guerra Mundial en el diario de la periodista Joan Wyndham son en este sentido ejemplares. El 4 de mayo de 1945, Wyndham exclama: “¡Anunciaron en la radio de Hamburgo que Hitler ha muerto!”, para pasar a describir después, con detalles fugaces, cómo todo el mundo se emborrachó esa noche en un pub. El 8 de mayo (día de la rendición incondicional del Tercer Reich) Wyndham expande el relato cubriendo las celebraciones; en su cautivante sensibilidad se palpa el rocío de la Historia:

Fuimos en dirección a Piccadilly, metiéndonos entre la gente para ir a Whitehall, donde nos habían dicho que iba a aparecer Winston Churchill. Todos cantaban canciones viejas, “Roll Out the Barrell”, “Bless’em All” y “Tipperary”, y bailaban en rondas. En un momento quedé en el medio de un grupo de aviadores polacos y pensé que me perdía para siempre, pero pude mantener la vista en el faro del pelo rojo brillante de Sid. Mientras me esforzaba por volver hasta ella, se me salió un zapato y tuve que abandonarlo. Entrelazamos los brazos y lentamente fuimos hacia Whitehall. Estábamos apretados como sardinas. Todo el mundo cantaba “Why Are We Waiting?” y “We Want Winnie” –algunos se desmayaron pero de golpe se prendieron todos los reflectores y ahí estaba él en el balcón haciendo la V de la victoria.
Dio un magnífico discurso pero no me acuerdo de mucho salvo del momento en que dijo: “¿Estábamos desesperanzados?”, y gritamos: “¡No!”. Después cantamos “Land of Hope and Glory” y creo que todos lloramos –yo seguro que lloré. Fue uno de los momentos más emocionantes de mi vida. Volví rengueando a casa con las medias hechas jirones, todo el cielo coronado por los reflectores...

Varios puntos admirables en esta entrada: el humor, la vivacidad, la candidez, la aprehensión tanto de lo nimio como de la atmósfera, la espontaneidad kitsch del tono como sumario de la alegría, la gramática cuyas articulaciones se dislocan como los cuerpos que bailan en la multitud. En cuanto a última oración, sencillamente es una de esas trouvailles que elevan el diario íntimo al terreno del arte.

El diario como testamento
John Updike dice que la razón por la que los lectores queremos a los personajes, a cualquier personaje –Updike se refiere de hecho a los personajes desagradables, como su Harry Armstrong–es porque nos gusta la vida; mientras el personajes esté vivo, lo vamos a querer. Si tiene vigor, no vamos a poner muchos reparos morales, sino que vamos a responder positivamente. Es una observación interesante, que Martin Amis lleva un paso más allá. Nuestra respuesta, dice, expresaría la universalidad del texto; parte de nosotros comporta la vulgaridad filistea de Armstrong o el infernal consumismo de un John Self. “Puede ser en un uno por ciento”, dice Amis, “pero con eso alcanza”. Ese átomo de nuestra personalidad es lo que el texto aviva. Desde luego, los buenos diarios apelan de manera similar a lo universal. No sólo nos abren mundos posibles (que, fascinantemente, han sido antes reales), sino que provocan nítidas resonancias en nuestro mundo privado. Un sonido es el sonido en sí y los armónicos que lo acompañan. Y una armonía forzosa aúna al lector y al escritor de un diario. En el acto intelectual de pasar cognitivamente de una palabra a la otra, se implica para ambos la distancia de la muerte. Escribo, leo, luego estoy vivo. Incluso frente a la inevitabilidad de la muerte escribir ha sido un acto afirmativo y vitalista, como lo demuestran las notas garabateadas en la oscuridad por los soldados rusos que hace dos años murieron asfixiados en su submarino, o la última entrada del diario de Scott (“Vamos a aguantar hasta el final, pero estamos débiles, y el final no puede estar lejos. Es una pena, pero creo que no puedo escribir más. Ultima entrada. Por Dios, cuiden de nuestra gente”, 29/03/1912).
Hay unos 170 diaristas en la monumental antología The Assassin’s Cloak. Algunos están vivos; la mayoría ha muerto. En términos de su realidad física, del espacio que ocupan en el planeta y de su permeabilidad a la descomposición, la diferencia entre ambos estados tiende al infinito. Que el diarista esté muerto cuando lo leemos –y lo más probable es que esté muerto– es sin embargo incidental; una vez más, sabemos que sus movimientos mentales ocurren casi en tiempo real frente a nosotros. Humildemente los presenciamos; la respiración que damos a cambio nunca es artificial.

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