libros

Domingo, 27 de diciembre de 2009

Los fantasmas del ayer

 Por Mariana Enriquez

Después del anochecer
Stephen King
440 páginas
Plaza Janés

En la introducción de su último libro de relatos, el propio Stephen King confiesa que su formato narrativo favorito, o al menos el que más visita, es la novela. Pero que de vez en cuando siente el deseo poderoso de volver a ese (casi) ambiente clásico de la narrativa fantástica, el cuento. Sólo que varias cosas lo alejan de ese camino: “Muchos de los autores de best-sellers de Estados Unidos no escriben relatos. Dudo de que sea a causa del dinero... Quizá es solo que el don de la miniaturización se pierde en el camino. En la vida hay muchas cosas que son como montar en bicicleta, pero uno puede olvidar cómo se hace”.

Después del anochecer debe entenderse, afirma King, como una especie de reencuentro entre el autor y los cuentos propiciado por su rol como editor de la antología Best American Short Stories 2007, que lo acercó a jóvenes escritores, le devolvió el entusiasmo y las ganas de probar otra vez el formato corto. Hay que decir que Stephen King es un gran cuentista: relatos como Los chicos del maíz, Camiones (incluidos en la ya mítica colección El umbral de la noche) o el maravilloso El hombre del traje negro (que recibió el premio O’Henry) son verdaderos clásicos. Sólo que, tal como él reconoce, no escribe demasiados cuentos. Bueno: escribió doscientos.

Lo que es obvio de Después del anochecer es la profesionalidad de King. Todos los relatos son sólidos. Algunos son convencionales, pero tienen un encanto particular: Willa podría definirse como un cuento de fantasmas “country” –con banda de sonido y norteamericanos de clase trabajadora incluidos– y El New York Times a precio de ganga sería una ghost-story romántica, con una idea del más allá ambigua, cercana a visiones de la vida después de la muerte sobrenaturales pero poco aterradoras, como las de la novela Perdidos, de Peter Straub, o incluso la de Desde mi cielo, de Alice Sebold. Tarde de graduación y El sueño de Harvey serían fallidos si King no manejara con maestría el clima de catástrofe próxima y subyacente. Otros relatos son relecturas: N es una mirada moderna sobre El gran dios Pan del británico Arthur Machen (con algún elemento lovecraftiano) y El gato del infierno un homenaje paródico y ultraviolento a El gato negro de Poe. Hay mucho de ejercicio en este libro, quizá perfectamente ejemplificado en el relato La chica del pan de jengibre, sobre una mujer que encuentra consuelo haciendo footing en una playa solitaria del Miami fuera de temporada, hasta que tiene un encuentro repentino con un asesino serial y entonces empiezan uno de esos implacables cuentos de King donde el suspenso, el dolor físico y la persecución son absolutamente vívidos.

Pero lo que resulta algo frustrante de esta colección altamente adictiva –y siempre entretenida– es que King no tenga mucho nuevo para decir. A sus temas habituales no le agrega demasiado: una vez más pone en el centro la fidelidad (Mudo), la enfermedad como estado donde puede operar la magia (Ayana –un tema magistralmente visitado en el folletín-obra maestra El pasillo de la muerte), los seres imaginarios que pasan de plano e invaden el nuestro (La bicicleta estática). Pero hay dos cuentos que desmienten la sequedad del frondosísimo bosque creativo de King: se trata de Un lugar muy estrecho, un duelo entre un hombre gay y un enfermo de cáncer que no tiene límites, es absolutamente desesperante y profundamente asqueroso; un cuento escrito sin restricciones, con un retorcido homenaje a El entierro prematuro. Pero el mejor relato de todos, el más arriesgado y se podría decir importante es Las cosas que dejaron atrás, donde los fantasmas son los muertos del 11 de septiembre, que vuelven a visitar sutilmente el departamento de un compañero de oficina que se salvó del ataque terrorista a las Torres Gemelas. Un extraño cuento sobre la culpa del sobreviviente, una vuelta de tuerca respetuosa, nada patriotera y profundamente triste sobre la tragedia y la memoria; hasta desde el título parece citar otra terrible historia sobre la guerra, muy distinta en trama y ubicación, pero muy cercana en espíritu: el libro Las cosas que llevaban de Tim O’Brien. Si King sólo hubiera esperado a tener diez cuentos así de poderosos, se estaría ante una colección acabada, implacable. Aquí hay un poco de todo, que en King es garantía de libro devorado, pero no de momentos deslumbrantes. Salvo en esos pocos, fantásticos destellos.

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