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Domingo, 29 de enero de 2012

Había una vez un circo

Tres cuentos de Gabriel Báñez unidos por la construcción de personajes trashumantes y situaciones que impactan como la aparición súbita de un golpe existencial definitivo. El breve legado de un escritor formidable.

 Por Sergio Kisielewsky

POR SERGIO KISIELEWSKY

Cuando la escritura no transita el lugar común, cuando da todo de sí para crear nuevos sentidos, se crea una nueva brújula para desafiar la manera de construir un texto, pues se llegó a un nuevo desafío: parado en el borde, el autor traspasa un límite; tal es el caso de los cuentos de Gabriel Báñez. La belleza atraviesa su libro como un rayo, al acecho de lo que se cuenta, generando renovados deseos. El primer y más extenso cuento, “El circo nunca muere” (que obtuvo Primera Mención en el Concurso Internacional de Cuentos Juan Rulfo en París), es un tránsito por sorpresas sucesivas y aparentemente dotadas de naturalidad que ocurren sin anestesia y de un solo golpe certero, se roban el alma del lector y la reinstalan en un lugar de paradójico alivio, de objeto cálido recién hecho con el aroma de la urdimbre o el horno de pan con aroma nuevo. Es una literatura donde los contratiempos, los malos entendidos y lo que se dice en la sobremesa son jugos de lo mejor.

El amor entre un hombre de setenta años y una mujer de veinte, varados ambos en un circo en extinción, es el puntapié de una rambla que Báñez surcará con destreza, pasión y maestría. Ambos seres dejaron sus rutinas para vivir sin red en su oficio y en la vida, pero lo que aquí se ve no son números de circo sino una historia de amor narrada con la ferocidad del que empuña una lapicera como si lanzara una jabalina a metros de distancia. Nada aquí es lo que parece: ni el viejo McCornik, ni Daniela. Lo entrañable que ocurre entre ellos se da de golpe y de golpe se deshace: la joven muere luego de una intoxicación con hongos. Con la destreza de lo verosímil entre manos, el hombre ama contra viento y marea a la muchacha como si estuviera más viva que nadie. La manera de disponer las palabras, de alterar los sentidos, de jugar con el placer de narrar lo inalcanzable, consigue que nada se vaya de cuadro y que ni un solo renglón aparezca forzado por una trama impune y desoladora.

El circo nunca muere. Gabriel Báñez Mil Botellas 51 páginas

La tentación en las primeras líneas es buscar las sendas del thriller, del policial; pero el autor privilegia una poética al servicio del estupor frente a un hecho antinatural y ante todo privilegia dónde, desde qué mira y en qué momento cambiar de punto de vista ante el desgarro inicial (y vaya si lo alcanza al dedicar el relato a Sergio Darlin, que supo llevar a cabo una de las primeras antologías de poesía de nuestro país).

“Pensó que la memoria reparaba partes ausentes”, escribe Báñez mientras el hilo conductor de las historias se afianza en “Estado de sitio”, una suerte de guión de un film de Jorge Polaco donde los roles entre madre e hijo son disecados por la idea de dominación y metamorfosis, cueste lo que cueste.

Las exigencias, la inclusión del deseo sexual como coraza frente al paso del tiempo, envuelven al relato en un lugar oscuro, por momentos temerario y de una franqueza que también da paso al humor y al grotesco. Más que diálogos se producen berrinches entre madre e hijo, un vínculo que se afianza en el orden y mando. El paso del tiempo, la irrupción de la cabellera blanca de la madre combina destreza narrativa con los cambios en los puntos de vista del narrador.

Por su parte, “Irina” nos deja con ganas de saber más sobre una chica que se excita en los viajes en micros de larga distancia y genera un breve relato fulgurante en pleno viaje.

Gabriel Báñez (1951-2009) publicó La Cisura de Rolando, Paredón, paredón; Hacer el odio, entre otras obras, y no se conformó con lo que tenía entre manos sino que buscó redoblar la apuesta en el modo de construir criaturas trashumantes, como suelen ser los personajes que quedan grabados a fuego en la vida de un texto y en el recuerdo de los que los leen.

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