Domingo, 16 de diciembre de 2012 | Hoy
En la incipiente tradición de novelas que revisitan la vida cotidiana en los años ’90, El amor nos destrozará, de Diego Erlan, explora el corazón de una familia devastada y los esfuerzos de un hijo por recomponer sus restos en una época signada por la abulia.
Por Juan Pablo Bertazza
Una de las frases más intrigantes de la extensísima carrera de Bob Dylan brilla entre el oro de “Love Minus Zero/No Limit”: “Ella sabe que no hay éxito como el fracaso y que el fracaso no es ningún éxito”. En mayo de 1980, poco antes de lo que iba a ser la primera gira de Joy Division por Estados Unidos, Ian Curtis se ahorcó. Enseguida –antes de reencarnar en New Order–, la banda lanzó su segundo álbum, Closer, y el single “Love Will Tear Us Apart”, que se convirtió en una exitosísima punta de lanza.
El amor nos destrozará, traducción de aquella exitosa canción sin éxito, no sólo es el título de la primera novela de Diego Erlan: cada vez que suena, cada vez que alguien la escucha sucede, en el libro, algo inesperado.
Agustín es el hijo de una típica familia disfuncional de los años ’90 que, como sucede con todas esas familias, tiene un pasado dorado y un episodio desencadenante de la tragedia: la inexplicable muerte de Soledad, hermana mayor de Agustín, en medio de unas vacaciones familiares, inolvidables por muchos motivos, en La Maruja, La Pampa. De regreso a Buenos Aires, la familia experimenta su incontinente decadencia: el padre cae en una abulia mortal que le impide trabajar y la más mínima acción, la madre padece crisis de nervios en las que se arranca el pelo a mechones con el afán de extirparse los bichos que siente caminar en su cabeza. Agustín busca entre hormigas y cucarachas algún indicio acerca de la presencia fantasmagórica de su hermana muerta, de la que nadie habla.
Anclada sentimentalmente en los años ’90 (banda sonora internacional, cine de culto de importación como el de Peter Greenaway), El amor nos destrozará recorre la traumática etapa que va desde la infancia hasta la primera juventud de Agustín, cuando la llegada de un tío que parece querer terminar de desplazar al padre termina expulsando al hijo de una casa (de un hogar) de la que nunca se sintió parte.
A lo largo de esos años de crecimiento (o, quizás, de lenta devastación) resulta una marca constante en la voz del protagonista la frase “quiero acordarme” mientras intenta organizar el caos de su memoria; es decir, imponer algo de voluntad ante tanto desvarío. También hay una permanente oscilación entre la primera y una despersonalizada tercera persona que marca, justamente, el proceso de asunción del yo, la difícil búsqueda del timón de una vida. Agustín lo intenta, sobre todo, con la música, el arma que encuentra para lidiar y convivir con ese agujero en permanente expansión que significa el fantasma de su hermana. Su amigo Casimiro Alonso intenta escapar a su destino de perdedor erradicando su nombre (haciendo valer solo su apellido) y largándose a correr y correr y correr como Forrest Gump. Formas de revertir ese fracaso originario, el fracaso de las relaciones afectivas, de todas, no sólo las de pareja. En ese sentido, la escritura adquiere en esta novela la explosión desestabilizadora del perdedor que se cansa de perder y quiere empezar a ganar.
Como sucede con casi toda la narrativa acerca de los ’90, especialmente la signada por Ocio de Fabián Casas, la clave de esta novela es la abulia, la falta de horizontes, el desgano, en contraste con la búsqueda del confort, moneda corriente de aquellos tiempos de neoliberalismo. Lo interesante –y lo distinto– es que ese desgano no se traslada, como sí sucede en otros casos, a la escritura trabajada, reflexiva, pero también intensa y dinámica, con personajes bien delineados. Auspicioso debut, El amor nos destrozará destella con relámpagos que devuelven una radiografía oscura, muy oscura, del amor.
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