libros

Domingo, 9 de marzo de 2003

MAURICE BLANCHOT (1907-2003)

 Por Alan Pauls

En 1998, acostumbrado a asumir riesgos, el argentino Hugo Santiago aceptó un encargo paradojal: filmar lo invisible. Los 57 minutos de su Blanchot son la crónica de un fracaso anunciado: Maurice Blanchot, “tema” del film, no aparece jamás, pero todas las voces, lugares, imágenes, amigos y textos que el film convoca para atraerlo no hacen más que dejarse atraer por él, rondarlo, merodeando su ausencia o más bien velándola en voz baja, con la gratitud insomne, la desolación y el entusiasmo de los buenos deudos. Santiago respeta el tabú figurativo que siempre pesó sobre Blanchot, que Blanchot se autoimpuso para convertirse en el más elusivo de los escritores franceses del siglo XX, pero aun así no renuncia a mostrar las dos únicas imágenes que lograron burlarlo.
Una es una foto de juventud, tomada en Estrasburgo en los años treinta, donde Blanchot comparte con Emmanuel Levinas un asiento improvisado sobre el capot de una vieja camioneta (la foto se publica en una monografía de François Poirié sobre Levinas, en 1987, pero es eliminada en la reedición de 1992); la otra, que un paparazzo tenaz le roba y publica en la revista Lire, es de 1985: el escritor, de 78 años, está de pie en una playa de estacionamiento, con un carrito de supermercado, junto a un Renault 5 blanco. Santiago la deja quieta un instante, como perplejo ante un milagro; la reencuadra, tratando de aislar un rostro que no hace más que esfumarse, y luego, desalentado, vuelve al plano general. “¡Larga vida, viejo lobo!”, dice en off la voz del cineasta, y la figura del escritor -sólo ella– empieza a desvanecerse en la fotografía.
Como buen blanchotiano, Santiago sabe que las paradojas no se resuelven; en el mejor de los casos se ahondan. Borrándose del mundo, Blanchot no hizo sino encarnar en su propio cuerpo –o en su falta de cuerpo– una de las ideas fuertes de su pensamiento: que la desaparición del escritor es consustancial a su escritura, de la que constituye menos el horizonte que la premisa. “La obra escrita produce y demuestra al escritor, pero una vez hecha no da testimonio sino de su disolución, su desaparición, su defección y, para decirlo brutalmente, su muerte, de la que por otro lado nunca queda una constancia definitiva”, dice en Après-coup (1983).
Santiago va aún más lejos: exhuma la imagen y la muestra, pero sólo para hacerla desaparecer, como si borrarla fuera devolver a Blanchot a su modo de existencia singular y asegurarle una supervivencia eterna. Pero la carne tiene sus leyes y Blanchot –el hombre que un manual escolar ya daba por muerto en 1980– murió oficialmente el jueves 20 de febrero, a los 95 años, en la casa del suburbio de París donde alguna vez vivió con su hermano (muerto en 1978) y luego con su cuñada, y donde lo visitaba el vecino que al día siguiente, el viernes 21, dejó la primicia en el contestador automático de la radio France Culture.
“Que Maurice Blanchot, hacia el cual va el pensamiento de todos los aquí reunidos esta noche, no vea en esto, si se entera, un ataque a su voluntad de borramiento...”, se disculpaba Louis-René des Forêts, amigo íntimo de Blanchot y orador –junto a Jacques Derrida, Michel Deguy y otros feligreses– en un homenaje al escritor celebrado el 22 de septiembre de 1997, día en que cumplía 90 años, en la Casa de los Escritores de París. Blanchot, por supuesto, estaba ausente con aviso; no así Christophe Bident, su biógrafo, el único, hasta ahora, que se atrevió a husmear en blanchotlandia y volvió con las manos no del todo vacías. Gracias a Maurice Blanchot, partenaire invisible, el libro que publicó en 1998, sabemos ahora las dos o tres nimiedades personales que hacen falta para pasar de la bibliografía a la biografía: hijo de un profesor de letras, familia acomodada y católica, juventud frugal y frágil (tuberculoso, como Roland Barthes), estudios de literatura alemana y filosofía en Estrasburgo (donde conoce a Levinas, con quien sella una amistad de por vida), un amor epistolar –el único que se le conoce– con Denise Rollin, ex amante de Georges Bataille... y una apasionada participación en la prensa de laextrema derecha francesa durante los años treinta (el Journal des Débats, la Revue Française, Combat), un prontuario que ya había empezado a desperezarse en 1982 en las páginas de la revista Tel Quel, que refrescaban su pasado antisemita, y que tal vez haya sido uno de los motores secretos de la política blanchotiana de autoborramiento.
El año 1940, sin embargo, parece ser el de la “conversión”: Blanchot conoce a Bataille, tan fascinado como él por las potencias transgresoras del Mal, pero enemigo acérrimo de sus encarnaciones fascistas, y empieza a abandonar el periodismo político por el ejercicio de la ficción y la crítica literaria. El viraje es de una brutalidad nietzscheana, como si, en contacto con la experiencia estética, la negatividad –esa gran fuerza del pensamiento de Blanchot– ensayara la más vistosa de sus metamorfosis y encontrara una suerte de “redención”. Empieza a frecuentar ciertos círculos de intelectuales comprometidos con la Resistencia anti-nazi (Robert Antelme, Dionys Mascolo, Marguerite Duras), debuta en la ficción con Thomas el oscuro (1941) y en 1942 publica la novela Aminadab, cuyo título retoma el nombre de un hermano de Levinas fusilado por los nazis en Lituania.
En apenas una década, Blanchot emplaza su desconcertante dispositivo ficcional, que primero flirtea con un relato “blanco”, un poco a la Camus, del que se despide rápido para trazar su propia línea de fuga: una región cada vez más anómala, sin historia y sin acción, donde la menor coordenada referencial languidece sin remedio y se disipa en una anonadada inmovilidad narrativa. Con Faux Pas (1943), L’arrêt de mort (1948) y Le très-haut (1948), Blanchot contesta a su modo la pregunta que había formulado en 1942, cinco años antes de que Sartre lanzara la suya, y que titula el primer ensayo que publica: ¿cómo es posible la literatura? No “qué es”, como se preguntará Sartre sino cuáles son los fundamentos de la experiencia literaria en el momento en que la humanidad se enfrenta con su límite moderno: el horror inenarrable de Auschwitz.
Toda literatura, dice Blanchot, es “escritura del desastre”: signada a la vez por la catástrofe histórica y el vértigo del lenguaje, está condenada a interrogarse a sí misma sin descanso, a impugnar toda identidad, toda plenitud que pretenda fijarla, a abrirse siempre en una suerte de duelo inconsolable. Blanchot despliega en su ficción lo mismo que lee en Lautréamont, Sade, Kafka, Rilke, Artaud, Mallarmé, Hölderlin, Rimbaud o Char, el repertorio de escritores-límite de los que no se separará jamás, que apuntalan sus tres grandes libros de ensayos (El espacio literario, de 1955; El libro que vendrá, del ‘59, y El diálogo inconcluso, de 1969) y que harán flamear todos los popes del pensamiento francés contemporáneo, de Derrida, blanchotiano de la primera hora, a Philippe Sollers, que lo detestaba con toda su alma.
A fines de los años cincuenta, cuando la política retorna, Blanchot ya está del otro lado. Siguiendo a Mascolo, su amigo comunista, se opone públicamente a la vuelta de De Gaulle al poder, y en 1960 es uno de los redactores de la célebre “Declaración sobre el derecho a la insumisión”, más conocida como el “Manifiesto de los 121”, que impugna la guerra de Argelia y llama a la desobediencia civil. En mayo del ‘68, a los 61 años, Blanchot, a esa altura casi más famoso por recluso que por escritor, participa activamente de las asambleas y manifestaciones, y anima con Mascolo el Comité de Estudiantes y Escritores. En “Ser judío”, notable ensayo incluido en El diálogo inconcluso, el mismo que en el ‘37 acusaba a León Blum de “meteco”, de representar “lo más despreciable: una ideología atrasada, una mentalidad de viejos, una raza extranjera”, escribe: “¿Qué significa ser judío? ¿Por qué existe la judeidad? (...) Existe para que exista la idea de éxodo y la idea de exilio como movimiento justo; existe, a través del exilio y por esa iniciativa que es el éxodo, para que la experiencia de la extranjería se afirme en nosotros en una relaciónirreductible; existe para que, por la autoridad de esa experiencia, aprendamos a hablar”. Marcada por la errancia, el movimiento perpetuo, el Afuera del éxodo y la alteridad que hace posible el acceso a la palabra, la experiencia judía es para Blanchot algo más que una deuda histórica: es el modelo mismo del pensamiento de la diferencia.
Maestro –como su maestro Heidegger– de lo indirecto, el rodeo, la refracción, Blanchot eligió no brillar. Eligió, como ciertos astros, que su luz sólo se hiciera visible reflejada en otros. Derrida le dedicó algunos de sus mejores textos; Michel Foucault, un libro pequeño e intenso, El pensamiento del afuera, en el que resume los leitmotiv de una obra a la vez maleable y ensimismada, que de algún modo ya está toda en los libros de los años cuarenta y cincuenta: la desaparición como modo de ser, el anonimato, lo neutro, el olvido, el lenguaje como exterioridad absoluta, y esa especie de mudez radical, ese límite, esa imposibilidad, con los que ningún artista puede dejar de tropezar después del Holocausto.
Curiosamente, tanto Derrida como Foucault, admiradores confesos del pensamiento de Blanchot, sólo escribieron sobre sus ficciones. Menos cerca, y quizá por eso más ejemplar, Jean Starobinski –otro de los que lo homenajearon cuando cumplió sus 90– insinuó entonces lo que sería un posible legado Blanchot: “Lo que llamaré con gusto ‘el momento Blanchot’ de mi experiencia de trabajo –dijo–, son esos instantes en que pongo en cuestión lo que acabo de escribir, en que corrijo las certidumbres apresuradas y las primeras impresiones, en que me opongo a mí mismo e intento ir más allá del punto donde me había detenido. (...) Pienso en Maurice Blanchot, a quien sólo vi una vez, en Zurich, como en el amigo que me ofrece de lejos este don precioso: mantener en vela, en el fondo de mí, la inquietud”.

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