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Domingo, 16 de marzo de 2003

El gigante de los cuentos rusos

En un siglo como el XIX, donde la burguesía consagra, en su apogeo, la novela como género propio, los cuentos de Turguéniev sorprenden como elección a contrapelo de toda moda literaria.

por Guillermo Saccomanno

1 “Una tarde salimos a cazar en tiaga. El lector seguramente ignora el significado de este término, que le voy a explicar en pocas palabras. Un cuarto de hora antes de ponerse el sol, en primavera, se penetra en el bosque, sin el perro y con el fusil a la espalda. Después de andar un rato, el cazador se detiene junto a un claro, observa alrededor y carga el arma. El sol declina rápido, pero deja una claridad. Los pájaros trinan con ganas y la atmósfera translúcida hace brillar la hierba fresca con reflejos esmeralda.”
Así empieza uno de los Relatos de un cazador de Iván Sergueueievich Turguéniev (1818-1883). Este comienzo, típico de la colección, establece, desde el vamos, la complicidad con el lector y le impone su modo de narrar apoyándose, antes que nada, en la experiencia. Sus relatos, sugiere Turguéniev, refieren historias concretas, verificables y, en este aspecto, funcionan como crónicas personales empujando la lectura hacia esa zona indeterminada donde realidad y ficción borronean sus diferencias.
El narrador, un terrateniente que parte de caza acompañado por un mujick cazador veterano, es un intelectual europeizado y basa la veracidad de sus relatos en los conocimientos que su siervo le transmite, un saber que revela los secretos del bosque y la estepa, los accidentes geográficos y meteorológicos, la fauna y la flora, la naturaleza entera, y también, por lógica, los secretos de los personajes que se cruzan en el camino. El narrador oficia de puente entre lo que cuenta el guía, como introductor en la aventura, y el lector se encuentra a menudo llamado en vocativo: “Vean: es una lonja de campo”, escribe Turguéniev. “Van a visitar un campo lejano de la estepa”, escribe. “Escuchen el ruido del molino a lo lejos.” Turguéniev cuenta todo el tiempo dirigiéndose a su lector, pidiéndole que le crea. Consciente de la distinción entre realidad y ficción, con el afán de imprimirle verosimilitud a lo que cuenta, el escritor apela a estas señales que orientan la acción y la ubican con precisión, porque el anclaje, el contexto en que suceden, es fundamental.
Los Relatos de un cazador empezaron a publicarse en 1847 en la revista El Contemporáneo. La repercusión fue inmediata y el éxito sorprendió a su autor, que hasta entonces había producido apenas unos pocos poemas. Si estas narraciones causaron un impacto se debió a su forma, ascética y contenida, en la que una absoluta economía de recursos expresivos reflejaba con crudeza las condiciones infrahumanas del campesinado ruso. Es decir, su repercusión se cifra en un estilo novedoso, lijado de pompa romántica (como en Pushkin) y de caricatura (como en Gogol). La prosa de Turguéniev es concisa, descriptiva y directa, sin merodeos, y si da vueltas en una digresión, esta alude a la historia que se propone contar. Pero a Turguéniev no le inquieta sólo la pureza formal. También el contenido. Si bien Turguéniev como artista profesa las ideas avanzadas de la época (el occidentalismo, una inquietud reformista), no se limita a trasladarlas sólo a la escritura. Anticipándose al gesto del anarquista conde Tolstoi, quien entregaría sus tierras a los campesinos, Turguéniev entrega las suyas en 1850. La medida, no exenta de paternalismo, emblematizaba una actitud de vanguardia social en la Rusia zarista. Pero la reforma, por lo general, era benéfica en apariencia: la indemnización era un pago que los mujicks efectuaban a través de años, pago que sus dueños cobraban a través del banco estatal. Masas de campesinos desarraigados migraron entonces a las ciudades para encontrarse, de nuevo, como explotados, sacrificándose para ganar lo que debían por su libertad condicional a sus antiguos patrones. Y los terratenientes, en tanto, se daban la gran vida en San Petersburgo o París.
Después de Los relatos de un cazador, Turguéniev escribe un artículo polémico sobre Gogol. Signo del enfrentamiento entre un occidentalista ylos eslavófilos partidarios del zarismo, Turguéniev es censurado, arrestado y confinado durante dos años en su casa de campo.

2 “La Rusia de aquellos tiempos era un inmenso sueño”, dice Vladimir Nabokov en sus clases de literatura. “Las masas dormían, en sentido figurado. Los intelectuales se pasaban las noches en vela, en sentido literal, charlando o simplemente meditando hasta las cinco de la mañana y saliendo a esa hora a dar un paseo. Se usaba mucho el tirarse en la cama sin desvestirse y caer en un sueño profundo, o el saltar de la cama y vestirse con apuro. Las jovencitas de Turguéniev suelen ser mujeres muy madrugadoras, que en un suspiro se ponen el miriñaque, se rocían la cara con agua fría y salen corriendo, lozanas como rosas, al jardín donde el inevitable encuentro tiene lugar bajo la pérgola.”
La gran discusión intelectual de la época se libraba entre occidentalistas y eslavófilos. Turguéniev era hijo de una familia noble, estudió filosofía en Moscú y San Petersburgo y más tarde en Berlín, donde se relacionó con Bakunin, uno de los pensadores fuertes del anarquismo. Pero su gran marca de formación fue el crítico Visarión Grigorievich Bielinski, quien sostenía que “en un sentido geográfico, Rusia siempre fue un estado europeo”, pero objetaba que “la situación geográfica no basta para hacer europeo un país”. Tan decisiva fue la influencia de Bielinski que, años más tarde, en 1862, Turguéniev le dedicaría la que es, según el profesor Nabokov, su novela más madura (y, sin dudas, la más célebre): Padres e hijos. Acá Turguéniev argumenta que son las nuevas generaciones las que marcan el cambio de una época, tanto en lo social como en lo estético. Una generación aburrida, proclive al nihilismo, harta, se fijaba cambiarlo todo discutiendo el autoritarismo y la intolerancia y apostando a la creación de “un hombre nuevo”.
Según Maupassant, las opiniones literarias de Turguéniev eran siempre valiosas e importantes por la simple razón de no limitar su punto de vista a lo exclusivamente nacional sino a juicios comparativos de las distintas literaturas europeas. Así Turguéniev ampliaba su campo de observación y confrontaba obras aparecidas a un mismo tiempo en dos lugares diferentes en dos lenguas diferentes.

3 No sólo con Maupassant se juntaba Turguéniev en París. Los Goncourt, Emile Zola y Gustave Flaubert, entre otros, lo recibieron en su círculo. Corpulento, macizo, aunque con una voz aflautada y ligeramente femenina, Turguéniev fue apodado en el mundillo intelectual parisino como “el gigante ruso”. El mismo interés que habría de despertar su literatura entre los franceses se repitió en Henry James, quien lo consideraba una influencia de su propia escritura, y en Joseph Conrad, que escribiría un ensayo sobre sus cuentos subrayando su agudeza en la percepción plástica de atmósferas y paisajes, ese modo indicial de construir tensiones con lo mínimo.
De las amistades de Turguéniev, la más entrañable fue la de Flaubert. Una correspondencia voluminosa lo testimonia. Como todo epistolario de escritores, el de Turguéniev/ Flaubert contiene, además de la admiración y los elogios, más de una ironía sobre sus pares. Hay también afinidades entre ambos que trascienden lo literario. Si los Relatos de un cazador y la actitud de Turguéniev a favor de los siervos iba a aportar elementos para una reforma social, podría pensarse que Madame Bovary, con el escándalo que significó en su momento y el alboroto que desencadenó en la burguesía francesa, contribuyó a la posibilidad de instalar el divorcio. Un dato personal que también legitima la veneración de Turguéniev por Flaubert salta a la vista si se repara en su complicada historia amorosa. Turguéniev se enamoró perdidamente de una mujer casada, la cantante española Paulina García, hija de un tenor español. Como nombre artístico,Paulina había adoptado el Viardot de su marido francés. Turguéniev se convirtió en íntimo del matrimonio, acompañándolo por toda Europa, invitándolos tanto a largas estancias en Rusia como afincándose, él mismo, cerca de su domicilio en París. Hubo quienes entrevieron en la pasión de Turguéniev por la Viardot un romance platónico. Y quienes, con causa fundada, sospecharon un ménage à trois. Por algo, se deduce, La educación sentimental de Flaubert, para Turguéniev, más que una magnífica pieza literaria, representaba un tributo en el que se desplegaban las complicaciones de enamorarse de una mujer casada.
Pero si nos detenemos en las proyecciones literarias recíprocas, es curioso que Flaubert no mencione, ni en la correspondencia ni en sus escritos personales, los Relatos de un cazador. Si se tiene en cuenta que estos fueron publicados por primera vez en libro en 1852, su estilo contenido, mesurado, es anterior a Madame Bovary. Flaubert escribe su novela más difundida entre 1851 y 1857. Y es por estos años –mientras las buenas costumbres y las malas teorías literarias arrastran a Flaubert a un proceso judicial por inmoralidad– cuando Turguéniev lo conoce. Que Flaubert no cite en ningún momento el libro de cuentos de su amigo, tan próximo al manifiesto estético como político, se presta, al menos, a suspicacia.

4 A Turguéniev, en Rusia, está aguardándolo siempre la polémica con los eslavófilos que dominan la inteligentzia. “Que no se diga que no hay bandos en la literatura rusa”, escribe Dostoievski en su diario. Y, en su eslavofilia, entre sus contrincantes, incluye a Turguéniev, con quien se enfrentará inevitablemente. Dostoievski no acepta “la libertad y la total independencia del arte”. Contra la idea de universalidad del arte, Dostievski argumenta: “El carácter del pueblo ruso difiere de los restantes pueblos europeos de nuestros días. Los occidentalistas no han conseguido comprenderlo hasta ahora y lo tergiversan por completo”. Dostoievski formula el interrogante de la discordia: “¿En qué idioma debe hablar la futura generación de la patria?”, pregunta. Los rusos de las clases altas, advierte, hace décadas que hablan con fluidez en “europeo” (en francés, especialmente), mientras que, en su mayoría, la lengua natal la aprenden tarde en la escuela y gramaticalmente. Dostoievski le tira una indirecta a Turguéniev: “Conozco a un escritor ruso que llegó a adquirir celebridad y que no sólo aprendió tarde nuestro idioma (que ignoraba en absoluto), sino el lenguaje de los mujicks, y luego escribió novelas costumbristas campesinas. Este caso original ha venido repitiéndose en Rusia con bastante frecuencia, y a veces en proporciones serias”. Y sigue Dostoievski: “La expresión aprender el idioma es una exigencia para la clase superior, pues ya estamos bastante apartados del pueblo. Tras asimilar la lengua natal sacaremos provecho de nuestra facultad de aprender idiomas europeos y para la lingüística. Sólo después de aprender nuestro idioma podremos extraer de los extranjeros formas nuevas y variadas”.
En más de un aspecto, la polémica entre occidentalistas y eslavófilos confunde a la hora de discernir qué bando era el partidario de las auténticas transformaciones sociales. De hecho, un occidentalista como Turguéniev, lector atento de Hegel, estudioso de filología, que dominaba varias lenguas, poco tiene que ver con la acusación de Dostoievski, que lo llama reaccionario y conservador. Turguéniev desaprobaba tanto el feudalismo como la ilusión de un cambio político radical. Es decir, en este cisma ni unos ni otros eran lo que parecían ni representaban con exactitud aquello que promulgaban.

5 En un siglo como el XIX, donde la burguesía consagra, en su apogeo, la novela como género propio, los cuentos de Turguéniev sorprenden comoelección a contrapelo de toda moda literaria. Esta independencia en la elección de un género se suele interpretar a través de una diferencia en la producción de narrativa entre los escritores rusos y los franceses e ingleses. Los rusos no dependían de una industria literaria, como los franceses e ingleses. No tenían la exigencia de condescender con el gusto de un gran público consumidor de ficción. Y esta condición de escritura se traducía en una mayor amplitud en la experimentación.
Al aproximarnos a estos cuentos de Turguéniev es oportuno recordar con Raymond Williams que “la historia de las leyes de caza y de los hombres que las desafiaron es un rasgo central de la lucha de clases de la sociedad rural del siglo XIX. En las versiones literarias ortodoxas, fueron ampliamente alabadas la moral y la estética de los llamados propietarios, quienes desarrollaban sus ociosos ritos de tiro y caza. Y mucho después, cuando la cuestión no fue tan importante, hubo una especie de culto menor del cazador furtivo como personaje, el pícaro atrayente y errante”. Turguéniev, partiendo de caza con su mujick, parece alerta sobre el sentido trascendental de una peripecia semejante, y elude las trampa del bucolismo metropolitano.

6 La brevedad y la concisión definen Los relatos de un cazador. No obstante la economía de recursos, captura un paisaje que, en su belleza agreste, funciona como marco de las historias dramáticas y adquiere riqueza propia. Turgúeniev describe abedules, sauces, encinas, fresnos y álamos con el mismo rigor que gallos, gavilanes, ardillas, perdices, liebres, patos, estorninos, caballos y perros. También: vientos, tormentas, lluvias, soles, ríos, praderas y montes. Pero lejos de convertirse en un aluvión de imágenes pastoriles, el tono de Turguéniev no satura y su plasticidad funcional se debe a que asimiló las radiaciones del impresionismo.
En una taberna penumbrosa, dos campesinos rivalizan a ver quién canta mejor mientras se emborrachan como poseídos. Así como la descripción que Turguéniev realiza de esa competencia remite, en nuestra literatura, a una payada; el boliche, casi una tapera, parece preceder, en tiempo y espacio, a la pulpería de Borges o el boliche de Briante. Turguéniev describe al tabernero: “Tiene finura, es escrutador, conoce a fondo a cuantos lo rodean y la vida que llevan. Pero nunca se daría a repartir censuras y halagos. Permanece tranquilamente a la sombra, detrás de su mostrador”. Paradigma del narrador por excelencia, el tabernero dice: “He visto y observado mucho”. En no pocas oportunidades se establecieron paralelos entre la literatura rusa y la norteamericana, y su reverberancia en la nuestra. Si bien este no es el espacio para profundizar la cuestión, vale la pena apuntar las simetrías.

7 Amputados, quemados, mutilados, golpeados, los héroes de Turguéniev, con todo su drama a cuestas, no se prestan al lagrimerío fácil y la piedad patronal. “El campesino encara la muerte como un simple trámite, como una formalidad inevitable”, escribe Turguéniev. Las escenas que protagonizan estos hombres y mujeres de la gleba alternan entre el sufrimiento animal y la alegría primitiva. El campo y la ciudad, como lo indica Williams, son realidades históricas variables, tanto en sí mismas como en las relaciones que mantienen entre sí. Turguéniev se empeña, sin abrir juicios, en mostrar. Y éste es su fuerte. No hay en su escritura la idealización pastoril de la vida rural como suele pensársela desde la intelectualidad metropolitana. Más bien, en Turguéniev lo que encontramos es una denuncia lacónica y sutil. Concentrándose en la superficie del iceberg, pero hurgando en el pathos que es su esencia, Turguéniev sigue un personaje, éste le cuenta algo sobre otro, y así, a su vez, deviene el corazón de una trama. Al terminar, el cuento asombra por el insight que produce. El finalcortante, seco, es antagónico con la intención oclusiva, de remate final, al modo de Poe o de Gauthier. El final de Turguéniev es completamente austero y como casual. Un ejemplo: “Nos arropamos en el heno y al rato estábamos en un sueño profundo”. Otro: “Caía la noche cuando llegamos a casa”. Uno más: “En el establo, los caballos relinchaban sintiéndonos”. El cuento termina, pero la historia sigue, y la vida continúa. Si pensamos en la fecha en que estos cuentos fueron escritos, mediados del siglo XIX, su modernidad es ejemplar.
Es cierto que cuando se menciona a Turguéniev se lo asocia de inmediato con su novela Padres e hijos, en la que el escritor precisaba probarse capaz de una obra de largo aliento. Pero Los relatos de un cazador representan, además de una colección de cuentos prodigiosos, el cimiento mismo del cuento corto contemporáneo tal como lo desarrollarán Chejov, Babel y Shalámov en su país. Atravesando sus fronteras, el efecto Turguéniev alcanzará al Hemingway estilista (que nos importa más que el cazador) y a sus alumnos. Sus enseñanzas están ahí. Porque Turguéniev, como todos los “grandes rusos”, tiene una potencia tal que supera la traducción. En nuestra lengua, soporta los barroquismos de sus ediciones españolas (prácticamente inhallables), donde el susurro de una arboleda puede sonar como una pandereta, y sale indemne. Publicados, como se dijo, en una revista llamada El contemporáneo, estos cuentos cumplen con la doble consigna de ser contemporáneos en su tiempo y en el nuestro. Esta contemporaneidad es la que, en nuestro contexto, vuelve su lectura un modelo de indagación estética.

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