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Domingo, 21 de abril de 2013

Amores desbocados

Actualmente reside en Irlanda y es un escritor de origen británico, nacido en Southport. Sin embargo, sus años de estadía en Hiroshima quizás expliquen en parte la fascinación de David Mitchell por Japón, algo que logra transmitir cabalmente a través de un novelón romántico donde se reinventa el concepto del “amor prohibido”. De eso y de una experiencia hipnótica de lectura se trata Mil otoños.

 Por Rodrigo Fresán

Hace un par de años, el gran crítico James Wood preguntaba: “¿Hay algo que David Mitchell no pueda hacer?”. Y era una buena pregunta porque, para entonces, Mitchell (Inglaterra, 1969) había descollado en la novela fractal y atomizada y espasmódica con Escritos fantasma (1999) y El atlas de nubes (2004), propuesto un Murakami en reversa en Number9dream (2001) y reinventado la retro-novela de iniciación à la Nick Hornby en El bosque del cisne negro (2010). Pero lo que le despertaba la admiración, el asombro y hasta una ligera irritación a Wood era Mil otoños. Porque aquí el posmoderno Mitchell hacía lo que menos se esperaba de él (novelón decimonónico, con un reparto de casi ciento cincuenta personajes) sin por eso privarse de su sello personal.

Digámoslo así: Mil otoños es como si Shogún hubiese sido muy mejorada y muy reescrita por Vladimir Nabokov haciendo guiños y reverencias a Tolstoi y a Melville y a Conrad con una decisiva y enrarecedora pizca de Eco & Pynchon.

Y lo que cuenta Mitchell –quien vivió varios años en Japón– es la odisea geográfica, cultural y existencial del joven y envarado contador holandés Jacob de Zoet: hijo de un sacerdote de Amsterdam, que en 1799 arriba a la isla de Dejima, en la bahía de Nagasaki, con la idea de hacer veloz fortuna y regresar a casa con las alforjas llenas y así reclamar la mano de su prometida. Por supuesto –lo sospechamos desde el primer fugaz encuentro– Jacob sucumbirá a los encantos de Orito Aibagawa, una joven oriental. Y –a los nobles del “Imperio Cerrado” no les gusta eso de un visitante jugando con una local– las cosas se complican, los acontecimientos se precipitan, y qué pasará en el siguiente capítulo.

Mil otoños. David Mitchell Duomo Editores, 2011 630 páginas

Así, pronto nos encontramos enredados en el más sofisticado y eficaz (y, por momentos, demasiado robusto) de los folletines gótico-románticos incluyendo persecuciones y rescates de vértigo, decapitaciones, conventos siniestros, un murakamiano gato mágico, canibalismo, una belicosa fragata inglesa y destellos sobrenaturales en la figura de un tal Dr. Marinus, quien parece haber regresado una y otra vez de la muerte con aforismos del tipo “El alma no es un sujeto, es un verbo”.

Más allá de lo anterior y por encima de la evidente alegría del autor por habernos atrapado en su trama y tramoyas, Mil otoños es –dejando de lado la fascinación por lo exótico– no sólo un prodigio de investigación y reconstrucción de una época y lugar sino, lo más importante, un tratado sobre la eterna condición del extranjero, la fría luz de la iluminación, las cálidas sombras del oscurantismo, y las mutaciones del lenguaje traducido. Todo a cargo de un autor que, por suerte para nosotros, ha decidido no tener patria ni fronteras. Mitchell definió Mil otoños –que bien puede disfrutarse como todo aquello que debiera ser, siempre, un best-seller– no como un nuevo camino en su obra sino como “el mismo sendero que ahora atraviesa una puerta que da a un nuevo jardín”. Es una pena que ya no esté entre nosotros Anthony Minghella para filmarlo como miniserie para la HBO.

Mil otoños –novela ideal para un otoño, éste– es uno de esos libros que no se leen sino de los que uno se enamora y a los que se hace adicto.

Como Jacob con Orito.

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