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Domingo, 15 de diciembre de 2013

LA CARTA QUE NUNCA LLEGÓ

CEFERINO PIRIZ tenía un plan para cambiar el mundo, o al menos para organizarlo mejor. Y Julio Cortázar, en algunos capítulos de Rayuela, lo dio a conocer en forma bastante detallada. Se trataba, básicamente, de distribuir las sociedades en ministerios que se encargarían de seres y objetos según tamaños y colores. Y fue el propio Cortázar el que decía que este uruguayo universal, autor de varios tratados de cosmogonía, existía y había que buscarlo. Lo que sigue es la suma de varias historias que se van desprendiendo una de otra, hasta llegar al corazón de una carta que, aunque fue escrita en 1968, Cortázar nunca recibió. A cincuenta años de la publicación de Rayuela, la carta se da a conocer a continuación.

 Por Carles álvarez Garriga

Una de las frases de Julio Cortázar que más me gustan es ésa de Ultimo round en la que dice que insiste en desconfiar de la casualidad, “fachada de un establishment ontológico que se obstina en mantener cerradas las puertas de las más vertiginosas aventuras humanas”. Después de dedicar cuatro años full time a la edición aumentada de su correspondencia, con más de mil cartas nuevas respecto de la publicación aparecida el año 2010, casi por azar llega a mis manos la copia de una carta escrita en 1968 ¡y nunca enviada! por dos muchachos uruguayos. Creo que de los cientos ¿miles? de cartas que Cortázar recibió a lo largo de su vida, ésta habría sido la que más gracia le habría provocado; y, claro, como nunca la recibió, no pudo responderla, y basta con imaginar la respuesta...

“La cosa” se desencadenó hace muy pocos días. Estábamos celebrando la mesa de clausura del congreso internacional 1963: fecha bisagra de la escritura de Julio Cortázar, organizado por La Sorbonne, el Instituto Cervantes de París y la Cátedra Mario Vargas Llosa. Aunque se trataba de una reunión de hispanistas, el acto final quería ser más un conversatorio que un conservatorio de ponencias, y los comentarios del público eran muy bienvenidos. Una profesora de Lyon preguntó cuáles fueron, además de las clásicas, las lecturas favoritas del autor. Aurora Bernárdez, la primera esposa, albacea y heredera universal, mencionó las historias de vampiros y la novela policial (“de la que era un verdadero especialista”). Me permití apuntar otro dato: Cortázar era un coleccionista apasionado de los textos de esos autores a los que Raymond Queneau llamaba “locos literarios”, aquellos visionarios alucinados que pretendían cambiar el mundo con sus ideas genialoides y por completo irrealizables; recordemos, dije, al impagable Ceferino Piriz que aparece en Rayuela, ese tipo que mandó un plan a la Unesco para modificar completamente la sociedad organizando los países con una serie de ministerios que se ocuparan de las cosas por colores y tamaños: el Ministerio del Blanco, por ejemplo, se ocuparía de la nieve y de las gallinas blancas, en tanto que el Ministerio de lo Negro se ocuparía entre otras cosas de las gallinas negras; por su parte, el Ministerio de lo Grande se ocuparía de los rascacielos, de las ballenas y de las jirafas, y el Ministerio de lo Pequeño, de las abejas y de los microbios. En seguida añadí que en el recién publicado Clases de literatura. Berkeley, 1980, el autor aseguraba que Ceferino, a quien nunca conoció, no era una invención novelesca sino alguien que existió realmente. Me hubiera callado... En una de las últimas filas se levantó un personaje enérgico de aspecto einsteiniano que, casi a los gritos, dijo que claro que era verdad, que sin duda Ceferino había existido y que incluso un amigo suyo había tenido la oportunidad de ver los mecanuscritos originales en un mercadillo en las afueras de Montevideo, exhibidos –si no recordaba mal– por el propio Piriz. La reacción de incrédula sorpresa del auditorio ante una declaración tan inesperada como vehemente era previsible; en mi caso, como el próximo año cumpliré mis bodas de plata dedicado al estudio de los textos de Cortázar y satélites, ya nada me extraña del pararrayos de piantados, y pensé: “¡Al fin! Al fin podremos desmentir al malicioso Cortázar que en un fragmento de La vuelta al día en ochenta mundos (1967) escribió: “¡Misterioso Ceferino, gárrulos y desaprensivos uruguayos! ¿Será posible que ninguno de ellos haya intentado conocer personalmente a Cefe? Llevo cinco años esperando noticias sobre el autor de La Luz de la Paz del Mundo. ¿Es así, críticos orientales, como investigan las fuentes de su propia cultura? ¿Por qué son tan serios, muchachos? ¿No bastaba ya con la otra orilla del río?...”. Así las cosas, al terminar el acto rogué a mi interlocutor que me pusiera en contacto con el testigo de tamaña curiosidad, a ver si recordaba algún detalle. “No es que no lo crea –apostillé– sino que lo creo porque aparentemente es increíble.”

De ahí en más, la peripecia se vuelve más fantástica, esto es, más cortazariana, y pido a quien lea estas líneas la mayor confianza puesto que de ningún modo se me ocurriría intentar un texto de ficción que implicara a estos personajes, científicos de renombre, ni sospecho que ellos me jugaran tal bromazo a costa de la seriedad de sus currículos. En resumen, di mi e-mail a Claudio Scazzocchio, biólogo molecular, ex profesor de Microbiología en la Universidad París-Sur, actualmente profesor visitante en el Imperial College, Londres, y en un par de días recibí un correo electrónico de su colega Eduardo Mizraji, profesor de la Sección de Biofísica, Facultad de Ciencias de la Universidad de la República, en Montevideo, que se descerrajaba como sigue, con una puntería que ahorra cualquier otro comentario. Me pongo a un lado, o a sus pies, de nuevo asombrado por la perfección de esta figura cortazariana con forma de recomplicada muñeca rusa epistolar, a medio siglo de la escritura de Rayuela.

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