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Domingo, 11 de octubre de 2015

PARECE QUE FUE AYER

La ucronía es un género que, subiendo la apuesta de las utopías, retrocede hacia una encrucijada de la historia y le cambia el rumbo. Podría fecharse el punto de partida en 1962, cuando Philip K. Dick dio a conocer El hombre en el castillo, obviamente después del triunfo alemán-japonés en la Segunda Guerra Mundial. Ahora, la editorial de la New York Review of Books revitaliza totalmente el género lanzando y rescatando textos donde Kingsley Amis imaginó un mundo en el que Martín Lutero llegó a Papa, Simon Leys hizo fugarse a Napoleón de Santa Helena y Jan Morris, la historiadora y exquisita escritora de viajes, construye una tierra a la medida de su placer. En definitiva, una gran oportunidad para revisitar el universo algo torcido y oblicuo de las ucronías literarias, con alguna perla argentina también perdida en el fondo de la historia.

 Por Sergio Kiernan

Si la broma interna de escribir algo y llamarlo “utopía” es que el sustantivo quiere decir “no hay tal lugar”, escribir una ucronía es una manera de subir la apuesta. En griego (cuándo no en griego), se está anunciando que “no hay tal tiempo”, que viene un aterrizaje en algo bastante más complicado, metafísico casi. Nuestros cerebros entienden sin mayores tormentas los manejos geográficos pero, como demuestra el jet lag, los cambios de horario no son nuestro fuerte. Por eso un género literario que se basa en negar alguno que otro siglo es tan complicado de cultivar como de leer. Los resultados pueden ser un deleite en buenas manos y una caricatura penosa en otras, un cuestionamiento de lo que asumimos natural y lógico, o una confirmación solapada de que no todo pasado fue mejor, apenas el nuestro.

Esto ayuda a explicar que la utopía -entendida no como se hace hoy como un objetivo ideal, un mundo mejor, sino como apenas uno alternativo- sea un género ya tradicional y asentado, genuinamente literario. Aunque Thomas More lo sancionó desde el título y Jonathan Swift lo usó para la insidia política, el instrumento fue forjado mucho antes. La Odisea es una suerte de catálogo de utopías, de lugares imposibles habitados por reinas hechiceras, cíclopes, comedores de lotos y sirenas, que le otorgó una legitimidad perenne al género. El descubrimiento, o la moda, de literaturas antiguas de otros orígenes –de Gilgamesh a las Upanishads– confirmó las raíces del recurso. Ni siquiera el hecho de que la ciencia ficción se basara prácticamente en este repertorio, reemplazando islas y comarcas por estrellas y planetas, cíclopes por marcianos, alcanzó para desprestigiarlo.

Pero la ucronía tuvo que esperar bastante más para tener su modelo fundamental. De hecho, el concepto aparece recién con los primeros atisbos de sociedad de masas, con una novela de 1836 llamada Napoleón et la conquête du monde, de un francés perfectamente olvidado llamado Louis Geoffroy. Por fecha y por título, el libro se entiende como una suerte de consuelo nacional, una fantasía en la que Francia no pierde su guerra mundial, invade Gran Bretaña con éxito, arrasa Rusia, llega a la India y luego transforma a China en un protectorado. El guiño es tan claro que hacia el final del libro, el Emperador hace algo inexplicable en su contexto: navegando de vuelta a casa, para la flota en la ignota isla de Santa Elena y la vuela a cañonazos, poseído de una furia súbita e irracional.

Geoffrey escribe, entonces, la primera ucronía pero no acuña la palabra. Es otro francés, Charles Renouvier, que la inventa en 1857 como un neologismo crítico en una discusión sobre géneros fantásticos. Como para que lo entiendan, en 1876 publica una novela llamada Uchronie, L`Utopie dans l`histoire que explica el concepto desde el título. El libro es una curiosidad escolástica, muy aburrida, y tuvo una reedición apenas en 1988 en una colección académica. Con lo que el real comienzo de la ucronía como género es en 1962, cuando Philip K. Dick publica El hombre en el castillo, una historia del mundo a pocos años del triunfo alemán y japonés en la Segunda Guerra Mundial, la conquista de Europa y el nuevo reparto económico y territorial del planeta. El escaso lapso de tiempo ucrónico, menos de una generación, le agregó al libro un claro contenido político, un lado muy de Dick que pocas veces es tenido en consideración, ni al hablar de libros como Radio Albemuth Libre, una suerte de manifesto contra el Estado autoritario y espión que se adelantó décadas a Assange.

Dick no es, por supuesto, el primero moderno en escribir sobre cómo sería el mundo si tal cosa no hubiera pasado o hubiera pasado de otro modo. La ciencia ficción no pudo resistir la idea y la usó, en general mal y por suerte poco. Robert Heinlein fue el más exagerado y desprolijo inventando un safari en el tiempo en el que un turista chambón pisa una mariposa, cambia completamente la evolución del mundo por millones de años, y regresa a un presente donde Estados Unidos es fascista (una fantasía que también sobrevuela La conjura contra América de Philip Roth, donde la derrota de Theodore Roosevelt acelera un viraje antisemita y pro nazi). Semejante non sequitur, arbitrario y pobretón, hizo que en un telefilm rasposo le cambiaran el efecto a algo más ecológico: la Tierra sigue siendo un trópico de pájaros dinosáuricos y rapaces donde los humanos corretean esquivando ataques.

Este uso y abuso explica que la ucronía sea un género muy menor en el concierto de la literatura mundial, y uno afectado de la mersa de la revistita adolescente. Con lo que es una agradable sorpresa y una tarea de bien público que una de las mejores editoriales literarias de este mundo, la New York Review of Books, haya reeditado o estrenado tres piezas de primer orden de escritores mayores. Son tres novelas de marca de agua, divertimentos con la firma del inglés Kingsley Amis, la galesa Jan Morris y, casi por sorpresa, el sinólogo belga Simon Leys. Cada uno usa una escala de tiempo y geografía diferente, y apunta para un lado completamente distinto, con lo que el trío termina demostrando la potencia de la ucronía como bisturí.

UN MUNDO CATOLICO

KINGSLEY AMIS

Amis fue un escritor de obra amplia y muy inglesa, un saltarín de géneros con un lado bastante comediante y una notable solidez de oficio. Aun así, su The Alteration es una sorpresa en el estante, un comodín. La novela fue escrita en 1976 y describe unas pocas semanas de ese mismo año en un mundo completamente cambiado por el simple hecho de que le dieron toda la bola posible a un alemán llamado Martín Lutero. Cuando el entonces cura católico clava sus tesis en la puerta de la catedral y se declara repugnado por la corrupción de la Iglesia, en lugar de declararlo hereje y perseguirlo, lo hacen Papa. No hay Reforma, no hay protestantismo, ni calvinismo, ni puritanismo. Tampoco hay contrarreforma, ni gloria manierista, ni revolución científica. El 1976 de Amis es mercantilista, ferroviario, atrasadísimo en medicina, sin electricidad y con un Papa londinense.

De hecho, es un orbe muy diferente en el que Rusia es la gran potencia ortodoxa, el Imperio Turco sigue siendo una superpotencia y cabeza del Islam, China es el baluarte de Oriente y Estados Unidos no existe. Como la solidez ideológica del cristianismo no se quebró, no hubo guerras de religión, España y los Tudor jamás combatieron, nunca ocurrieron las revoluciones de 1776 y 1789, y Marx jamás escribió una línea. Las Américas siguen siendo un gran imperio español, portugués y francés, con un paisito llamado Nueva Inglaterra que se independizó por las buenas bajo el liderazgo de Mathew Arnold, una de las primeras bromas del libro: el Arnold histórico fue un traidor a la causa de la libertad, un enemigo de Washington.

Pero todo esto va a apareciendo tangencialmente, en conversaciones de los personajes, porque si la escala del tiempo ucrónico es de algo más de cuatro siglos, el foco es restrictivo. De hecho, el cuento es sobre un chico de diez años, Hubert Anvil, que tiene un extraordinario talento musical. Hubert va a un colegio –católico, por supuesto, que no hay otros– en un lugar reconocible como Canterbury, capital de Inglaterra y sede de la corte de Esteban Tercero aunque Londres es donde está el dinero. El maese Hubert es hijo de una familia acomodada pero plebeya, insegura en su status social, dedicada al comercio como los Medici pero sin posibilidad de gobernar una Florencia (Italia es, enterita, un Estado Papal). El mágico don del chico es su única chance de ennoblecerse.

Y Hubert canta como un ángel, lo que es tomado con absoluta seriedad como un don divino, un toque de trascendencia y un misterio. El obispo local decide que el más alto honor que le puede dar es “alterarlo”, el púdico rótulo para castrarlo. La sangre fría con que Amis trata el tema es un manual del oficio: la castración es verdaderamente un honor, un evento rarísimo que asegura fama y fortuna, y que no debe ser confundido con las costumbres bárbaras y paganas de los turcos. Como el chico peludea y su confesor, que tiene que aprobar la operación, se rebela, el mismo Papa interviene. Hubert y su padre toman un tren que en apenas 17 horas los lleva a Roma, cruzando el canal de la Mancha por un espectacular puente, y llegan a un Vaticano pequeño y despojado, sin frescos de Michelángelo, que por algo lo construyó Lutero. Con lo que a Hubert no le queda otra que el bisturí o huir a Nueva Inglaterra, ya que no quiere ponerse gordito y “suave”. El embajador de Nueva Inglaterra es un admirador y un buen tipo que lo disfraza y lo sube a esa maravilla americana, el dirigible, pero finalmente todo sale mal. El epílogo se salta unos años para exhibirnos un Hubert famosísimo, castrato, no tan gordo como se temía y en la cumbre de su arte.

Entre una cosa y la otra, Amis se permite varias bromas eruditas y varias burlas a prejuicios anglicanos sobre los católicos. Por ejemplo, en el tren a Roma alguien está leyendo el nuevo libro del obispo-filósofo Jean Paul Sartre, mientras que dos señores que se insultan terminan usando la peor palabrota posible, “¡científico!”. El Papa inglés lamenta que el Vaticano sea tan pobretón artísticamente y extraña la catedral nacional inglesa, descripta como una cumbre del Barroco más abandonado y sensual. De hecho, el carácter británico es tratado en todo momento como más simpático, irresponsable y cálido que el de los italianos. El latín es la lengua internacional, la guerra fría es con los turcos, y cuando alguien habla de arquitectura moderna se refiere al neoclasicismo, considerado frío y racional frente a la tradición gótica y neogótica.

EL SUEÑO DEL CORSO

SIMON LEYS

Simon Leys fue el alias literario del belga y plurilingüe Pierre Ryckmans, muerto el año pasado en Australia, su país adoptivo por décadas. Mezcla rara de idealista político y experto en cultura china, enseñó largos años en la universidad de Sydney, tradujo clásicos y nuevos, y publicó ensayos de gran lucidez en revistas como Le Figaro Litteraire y The New York Review of Books. Pero a los setenta años se dio el gusto de publicar una novelita que es una ucronía de bolsillo, de escala mínima, una perlita casi borgeana sobre alguien que, parece, era su vicio secreto. The Death of Napoleon (La muerte de Napoleón) es una muestra de que los cambios históricos pueden quedar en la nada, dependiendo de la mala suerte que a todos nos llega.

El cuento es que Napoleón está exiliado en Santa Helena pero no fue olvidado por los bonapartistas franceses, que arman una compleja conspiración para que vuelva, por segunda vez, a Francia. Son gentes que no se resignan a Waterloo y están cansados de ver a Inglaterra tan soberbia, con lo que le mandan mensajes a su Emperador y finalmente un botecito del que desembarca un humilde sargento que tiene la dudosa suerte de parecerse al Corso. El sargento engaña fácilmente a los carceleros y Napoleón, con papeles de un tal Eugène Lenormand, termina trabajando de marinero en un pesquero rumbo a Ciudad del Cabo. De allí embarca de vuelta a Europa en un carguero noruego, conchabado de camarero. Como tiene manos de nena, es petiso y medio calvo, le ponen un sobrenombre: Napoleón.

Todo va bien hasta que el carguero cambia de puerto de llegado. En lugar de tocar en Burdeos, donde lo espera alguien en el puerto con un paraguas y un diario en la mano, el barco sigue hasta Amberes. Con su sueldo en el bolsillo, sin entender ni jota de holandés y sin contactos con los conspiradores, Napoleón se encuentra a kilómetros de Francia y solo. Lo que sigue es cervantino, con un Sancho deprimido que arranca hacia el sur y termina tentándose de visitar el campo de Waterloo, ahora una atracción turística. Al viajero le muestran varias casas “donde durmió Napoleón” y le presentan varios ex combatientes que “lo custodiaban de cerca”, sin que él pueda recordar ni dormitorios ni granaderos. Como puede, por caminos secundarios, llega a la frontera y es prontamente arrestado por una bobería incomprensible. De madrugada, descubre que esto también es parte de la conspiración: el oficial de la frontera le es leal, le besa las manos y se disculpa por la comedia.

Lo siguiente es un suburbio pobretón de París, donde hay un ex capitán que puede ayudarlo. Pero aquí interviene la muerte, la del capitán y la del falso Napoleón, “ese idiota” que no tiene mejor idea que agarrarse una neumonía justo entonces. Bonaparte cae en una profunda depresión porque entiende que ahora nadie, pero nadie le va a creer que él es el verdadero Emperador. El país está de luto y no quiere contradicciones. Con lo que el Corso se acomoda con la viuda del capitán y empieza una empresa de venta de melones que enseguida prospera. Sólo un médico lo reconoce y, como advertencia lapidaria, lo lleva de noche a un asilo de lunáticos totalmente dedicado a gentes que se creen Napoleón. Bonaparte decide que el silencio le sirve y que mejor se hace rico, de modo de poder conspirar mejor para un retorno a la política, tal vez con su nombre falso.

Pero la muerte vuelve a intervenir y la ucronía termina en una cama, en una gripe feroz y en la viuda del capitán que le da el gusto a su loquito y le dice con besos, que él es “mi Napoleón”. El Emperador cierra los ojos y siente que asciende a un campo de batalla donde suenan las trompetas y la Guardia Imperial lo espera, las águilas brillando entre las nubes.

LA TIERRA DE TROYA

JAN MORRIS

El truco ucrónico que usa Jan Morris para inventar la tierra de Hav es de una sencillez casi borrosa. Sin dar demasiadas explicaciones, la galesa pone en acción a un Saladín con agenda antiturca, que en la Edad Media logra que una pequeña península de Anatolia quede en una suerte de autonomía o independencia. Protegida por unas montañas escarpadas, con una mínima caleta y un puerto de aguas profundas, Hav es un Shangri-la mediterráneo, un resumen de todo lo que le gusta a la autora, un caldo de chinos y árabes, turcos y venecianos, rusos blancos e italianos, nativos trogloditas y alemanes antinazis, mezclados de un modo que sólo poéticamente es verosímil.

Que Morris elija este berenjenal y que le salga no debe extrañar a los que conocen su ya vasta obra, y sobre todo a los que saben algo de su vida. Con 89 años cumplidos, Jan Morris debe ser la trans más vieja del mundo, una pionera del cambio de sexo cuando el tema era un escándalo impecable y un peligro quirúrgico. Nacida James en 1926, Morris sirvió en la Segunda Guerra Mundial, fue corresponsal de guerra y ganó fama cubriendo la expedición de Hillary y Tenzing al Everest en 1953. Casado y con cinco hijos –uno de ellos es uno de los grandes poetas actuales en lengua galesa– Morris comenzó a construir su identidad femenina en 1964 y tuvo su cambio de sexo en Marruecos en 1972. Curiosamente, se divorció de su mujer sólo años después y en 2008 se volvió a casar con ella cuando hubo matrimonio igualitario en Gran Bretaña. Morris se hizo escritor, todavía como James, con un librazo en tres tomos, Pax Britannica, una historia del Imperio Británico que le sirvió para recorrerlo de punta a punta. Cuarenta libros después, Morris es una de las mejores, más matizadas y cultas escritoras de viajes, de esas que logran “el” libro sobre lugares como Trieste o Estambul.

Hav es el brevísimo título del volumen que recoge Last Letters from Hav y su secuela y contraparte, Hav of the Myrmidons (Las últimas cartas desde Hav y Hav de los Mirmidones), publicados en 1985 y 2006. Lo que Morris hace es pararse en esa verdad de Perogrullo de que toda ficción es, en alguna parte, una mentira, y construye un libro de viajes falsificado. Perfecto, tan convincente que la prensa británica tuvo que aclarar hace treinta años que Hav no existía porque las agencias de turismo estaban hartas de recibir consultas sobre paquetes para ir a verlo. Como Hav parece de movida imposible, la autora la compara con Beirut, otra ciudad que “así como el abejorro no tiene derecho a volar de acuerdo a las reglas de la aerodinámica, no tiene derecho a existir”. En el libro, Morris llega en tren cruzando las montañas, desde Turquía, con seis meses disponibles para escribir una crónica de viajes. Para en un hotel, hace amigos, conoce a medio mundo, se alquila un departamento con balcón y macetas, y se compra un Renault medio abollado. Todo normal.

Sólo que Hav es un palimpsesto de conquistadores y conquistados, de griegos que juran que la verdadera Troya estuvo ahí, de turcos encantados de escaparle al sultán y a Attaturk, de trogloditas medio gitanos que viven en las cuevas de los montes, cuidan a los últimos osos anatólicos y hablan una lengua única. En este imposible nacido en una Edad Media que no pudo ser, las potencias europeas compartieron una “custodia” del paisito, creando un barrio racional dividido en un tercio italiano, uno francés y uno alemán. Con lo que Hav disfruta de trattorias, bierhalles y cafés excelentes, es una babel de idiomas y acentos, y hasta tiene una suerte de Bund de escritores. De hecho, el Imperio Ruso usaba el lugar como resort, con lo que hay otro barrio de villas decadentes y bellas, y memorias de Grandes Duquesas y generales enmedallados dando bailes espectaculares. El Centro podría estar en Sicilia, tiene un Lazaretto veneciano y bordea una Medina laberíntica y árabe. Hasta hay pantanos salitrosos, como para darle algo más de misterio a la cosa.

Morris se divierte más que nadie, criticando a Braudel por no mencionar a Hav en sus monumentales historias del Mediterráneo y creando una genealogía intelectual de visitantes al lugar: Tolstoi, Rimsky Korsakoff, Grace Kelly, Hitler –en submarino y a las apuradas–, Noel Coward, Hemingway, Tomas Mann, Marco Polo –que escribe, en un capítulo perdido de sus viajes, que el lugar es muy aburrido–, Trotsky, Anastasia, Burton el explorador, Wagner, Nijinsky, Mark Twain y D. H. Lawrence. Hasta hay un joven Profesor Doctor Sigmund Freud que pasa unas semanas en el barrio chino estudiando los genitales de las lombrices, algo que el primer psicoanalista realmente hizo, pero en Francia.

La técnica es perfectamente realista, con descripciones vívidas de lugares y personas, sabores y sonidos... de hecho, hasta el más avisado se olvida de a ratos que el lugar no existe y se encuentra pensando en sacar un pasaje. Morris coquetea con hoteleros franceses refinadísimos, descubre el Perro de Hierro que resulta ser un bronce macedonio, se aburre con la insistencia en el origen minoico de Hav, se amiga con la última aristócrata rusa residente y hasta descubre en ese lugar tan oriental, tan vueltero, cuál es el verdadero poder político del paisito. Resulta ser la secreta y arcaica secta de los cátaros, herejía extinta que, ucrónicamente, habría encontrado un refugio en Hav. El final es una inexplicada intervención extranjera, de las de buques de guerra y bombardeos, y una huída acongojada.

Corte y un regreso treinta años después, a ver la República Mirmidónica de Hav, un enclave a la Singapur dominada por una megasupertorre de cientos de metros de altura construida en el Lazaretto. Esta Hav es una especie de McDonalds para el turismo de lujo y los negocios offshore donde los chinos construyen todo y los bancos encuentran una nueva Suiza. Ya no hay trogloditas –ahora viven en monoblocks con todo el confort– y de la ciudad simpática y caótica sólo queda un café, que se salvó porque los cátaros lo usaban para sus reuniones y es un monumento viviente. El resto es arquitectura corporativa en la que andan, medio perdidos, algunos amigos de los viejos.

Morris se inventa, en esta segunda ucronía, un capitalismo stalinista en el que hay que mostrar fe en público y aceptar que el pasado se reescriba. La escritora galesa descubre que su primer libro sobre la península fue prohibido –todos saben que existe, nadie pudo leerlo– y termina rápidamente arrestada y deportada. Es un testigo de que sí hubo otro pasado distinto al de la ortodoxia mirmidona, algo intolerable y también la broma final de un relato basado en jugar con el pasado y cambiarlo.

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