GUILLERMO SACCOMANNO
Los cuentos de Cuando temblamos, el nuevo libro de Guillermo Saccomanno, regresan a un territorio extraño e innominado, esa tierra literaria que es el sur mítico y simbólico. Con un tono hipnótico y una mirada por momentos despiadada acerca de la condición del hombre, los textos plantean variantes de fugas hacia el fin del mundo, viajes verticales en búsqueda de una redención siempre esquiva pero anhelada. En esta entrevista, Saccomanno habla de la soledad y el oficio del escritor, de la lectura de los clásicos siempre revitalizados y de la formas de transmitir y renovar la experiencia de la literatura.
› Por Luciana De Mello
Sin importar la dirección que se decida seguir en la encrucijada de los puntos cardinales, el viaje iniciático, siempre, es un viaje al sur. Ese espacio a conquistar –al que tantas veces aludía Dal Masetto– comienza con una pregunta hacia adentro. Y de la pregunta al hecho narrativo: un movimiento en bajada, un camino en picada o una rotunda caída libre que tendrá al sur como constante y única ruta de arribo. La pregunta, que al mismo tiempo guía y persigue, funda al sur como una perspectiva, un dogma estético, el destino obligado de todo escritor cuya obra –cabe aclarar– se construya con la ambición de ser de las que le ganan al tiempo de una vida. En este rumbo de sentido se puede pensar a Taipi –la primera novela de Herman Melville que cuenta el derrotero del autor a bordo de un ballenero, del cual termina escapando–, la experiencia de la vida y la muerte en el Nick Adams de Campamento indio, como a la madre contra el dique en la Indochina de Duras, o al veterano de guerra y su crisis de fe en Wise blood, la primera novela de Flannery O’Connor, el viaje a América de Karl Rossman en El Fogonero de Kafka o la vuelta a la casa paterna en La paga de los soldados de William Faulkner.
Guillermo Saccomanno pertenece a esta última estirpe de escritores y es por eso que ya elija como escenario un pueblo de la costa atlántica o una ciudad futurista en guerra, su obra se dirige y erige desde el comienzo, en un peregrinaje –o confinamiento– hacia la zona más profunda y profusa de ese paisaje humano que a veces coincidirá geográficamente con la tierra del sur argentino, como es el caso de Bajo bandera o Un Maestro, o con una tierra sureña, que podría estar situada en cualquier punto del planeta, como sucede en Cuando temblamos, su último libro de cuentos.
“Mi miedo entonces era la pérdida de la conciencia, entre otras cosas. Yo pedía mi cuaderno, quería a toda costa mi cuaderno para poder escribir. El cuaderno me permitía saber qué había pasado ayer. Aunque no reconocía mi letra yo iba escribiendo y eso me anclaba en tiempo y espacio”. El relato de este episodio vuelve en cada entrevista, cada charla, y acaso esté siempre ahí: detrás de cada texto que haya surgido luego del terrible accidente en el que la escritura fue su única arma de defensa contra la pérdida de sentido. Porque después de terminar Cámara Gesell, a Saccomanno le sobrevino un bloqueo de escritura, pero antes del bloqueo, esa especie de ACV que le produjo uno de los peores miedos a los que puede enfrentarse un escritor: el trastorno del lenguaje, la imposibilidad de reorganizar el mundo en palabras. La medicina entonces fue la vuelta a Chejov, un ejercicio de taller que él usaba con sus alumnos cuando les pasaba lo mismo. “¿Por qué no reescribís ‘La dama del perrito’?”. “Qué buena idea”, le dije a Angela Pradelli cuando me lo propuso–. “Esto es lo que hacías vos en el taller con nosotros”. Entonces me senté a escribir una versión local del cuento de Chejov y también me puse a leer a Marguerite Duras. Y ahí enganché y me embalé. Cuando me quise dar cuenta tenía casi cincuenta cuentos. Todos estos cuentos tienen algo en común: están como en una tierra de nadie, son todos cuentos en tránsito, de intemperie, de paisajes hostiles que determinan o están de acuerdo con los comportamientos”.
El recorte de esos casi cincuenta cuentos dio estos seis que conforman Cuando temblamos, un libro que funciona como reafirmación no solo estética sino también ética de lo que Saccomanno entiende por el oficio de escribir. Y en el centro de la reafirmación, siempre, ese duelo fundante entre las continuidades y las rupturas (el duelo: un tema muy presente en su obra y que reaparece literalmente a cuchillada limpia en el cuento “Los albinos”) que a partir de El oficinista, viene confirmando a Guillermo Saccomanno como a uno de los clásicos más arriesgados de la literatura argentina. Clásico en el sentido del tratamiento de los temas que su narrativa trabaja: la violencia representada en el cuerpo de la sociedad, la construcción de la memoria individual y colectiva, la imposibilidad de cualquier tipo de redención desde la experiencia de lo religioso, un repertorio que en el recorrido de su obra cobra una variedad de tonos y matices, pero que en definitiva se condensa en el problema filosófico del bien y del mal, la soledad del hombre frente a esta pregunta. “Encuentra bello todo lo que puedas, le dice Van Gogh a su hermano Theo. ¿Qué clase de belleza puedo encontrar en gente tirada en la calle, o en los cuerpos deformados? ¿Qué clase de belleza puede haber en el mal?” –anota Saccomanno una y otra vez, ya sea cuando escribe sobre una obra plástica, sobre libros o sobre sí mismo. El problema que le sigue entonces es la representación de este dilema, cómo escribir, cómo roer cada vez más cerca del hueso para pensar los límites entre el bien y el mal. Surge la necesidad de la discontinuidad, el arrojarse por completo a la escritura del angst llevando la dimensión política –recortada antes en un tiempo y espacios precisos como en Bajo bandera, La lengua del malón, 77, Un amor argentino– hacia un escenario en el que lo real se agrieta permitiendo un nuevo paisaje de mayor hundimiento, en el que la sombra del doppelgänger ya es mucho más que una amenaza. La amenaza del doble es ahora una pareja de jóvenes que desaparece de un hotel en llamas, los cuernos de la bestia arremetiendo contra esa mujer que intenta deshacerse de su madre bajo la tormenta, o el cazador perseguido: un pastor sin fe, perdido en la circularidad del bosque. Y también allí, las continuidades: “La cárcel del fin del mundo”, cuento que cierra el libro, está en diálogo con el tratamiento de la fuerza represiva y asesina de Bajo bandera, donde a pesar de las humillaciones, los castigos, el frío y el hambre, es posible que surja algo parecido a la fraternidad. De alguna manera u otra, los personajes de Cuando temblamos se mueven con la urgencia que nace de la desesperación y del remordimiento. Sin otro camino más que la huída, marcados por la imposibilidad de hogar y por la herida siempre abierta de los vínculos familiares, en ellos está haciendo eco aquel diálogo entre el padre y el hijo de Situación de peligro: “–Quisiera preguntarle a mi padre para qué sirve la literatura. Temo que me responda:
–Para transmitir un mensaje de esperanza.
Me atrevo a encararlo días después. Y me contesta.
–Para reafirmar que siempre estamos solos.
En algún momento, avanzado en la escritura de un texto ¿te preocupa de pronto lo que estás diciendo?
–Sí. Yo sé que hay situaciones de peligro que son incorrectas. La abuela con un bufoso es incorrecta. Creo que todos mis libros hablan de que uno tiene que esperar lo peor. No es que yo me lo proponga, es que pienso que no se puede escribir fuera de la realidad. Aún cuando hagas realismo fantástico eso tiene que ver con la realidad, “Casa tomada” tiene que ver con la realidad. Pocos cuentos son tan reflejo de la visión del peronismo como aluvión zoológico. Entonces, este también tiene que ver con este tiempo aunque no lo nombre. Estamos viviendo un momento en el que no sabés si vas a ser despedido de tu trabajo, no sabés si en el hospital te van a dar turno a ciento ochenta días. No sabés si vas a comer al día siguiente. El miedo está instalado desde lo social y hay un miedo propio que es de lo natural, desde que sos chico. Ese famoso aforismo que dice “si tenés miedo del trueno déjate aterrar”. Dejalo que venga a ver qué hacés. Con todas estas situaciones que me pasaron de la salud y de las cajas de pastillas que tengo que tomar, me digo que estoy conviviendo con esto, es natural. Tengo sesenta y ocho pirulos y tengo miedos. Mi miedo principal es no poder escribir, no saber cómo se cuenta una historia. Cuando quemé una novela fue porque no sabía cómo. No me gustaba. Uno no sabe. Y por otro lado yo soy de los que creen que la literatura sirve, ayuda. Uno empieza a leer y se engancha con los libros que lo comprenden a uno. Cuando yo era chico, tenía catorce años y leí Crimen y castigo que mi padre me lo quitó de las manos porque veía que me estaba fundiendo. ¡Tenía catorce años! Y después pasé sin escalas a El juguete rabioso. Me sirvieron para comprender y comprenderme. Mi abuela se moría y yo la quería matar a mi abuela, yo era Raskolnikov. Es decir, este grado de identificación brutal y primitiva. Esto existe, al menos para mí. Dal Masetto siempre me contaba una anécdota de cómo él se había enganchado con la literatura. Descubrió una novela alemana, de la que nunca se acordaba el autor, que contaba la historia de un pibe y de golpe él sintió, se dio cuenta, tuvo como la iluminación de que alguien lo comprendía, que se podía escribir lo que a uno le pasaba. Y no estoy hablando de la literatura del yo, estoy hablando de otra cosa. Entonces la literatura funciona, no te cura pero alivia, atenúa. Te consuela, si querés. Uno va a la literatura en búsqueda de respuestas y lo que hace la buena literatura es cambiarte las preguntas, entonces te preguntás otras cosas. Ahí es donde yo siento que la literatura sirve y que al paso de los tiempos, es lo que queda.
En “A mi abuela se la llevó el viento”, el primer cuento del libro –así como en el último– hay un narrador que lleva un cuaderno, toma notas, irrumpe de pronto en el texto como la voz que formula las preguntas, agazapado detrás del relato se vuelve a cuestionar el para qué de la escritura, el valor de la memoria: “y se pregunta también qué sentido tiene ahondar en el pasado, desenterrar los recuerdos como cadáveres olvidados”. Porque el que huye en esta historia no es un hijo de la casa paterna, sino un nieto junto a su abuela aunque el viaje de ellos, al igual que el del colimba, es un viaje al sur. Este primer cuento de Cuando temblamos puede leerse como relato de iniciación, que acaso estaría funcionando también como un tributo al Hemingway de Nick Adams. Un Nick Adams argentino y setentista que debe sobrevivir con el equipaje mínimo y sin deshacer la valija, aprendiendo a verlo todo sin decir una palabra, y de la mano de una abuela que se prepara para el combate como para el goce fugaz de cada forma inesperada de la felicidad. Así, en el restaurant de algún hotel la abuela bailará con el nieto al ritmo de una vieja música de fonola, ayudará a parir a una mapuche, se maquillará cada mañana de su vida y al igual que aquella otra abuela del cuarto del fondo, en el barrio de Mataderos, le va a enseñar al chico que “La memoria es como la lengua: siempre va a la muela que duele”. Y a su vez, otro tributo: porque en este primer cuento no puede dejar de leerse a las abuelas argentinas, las que pusieron el cuerpo en la lucha por la restitución de sus nietos, las que llevaron adelante ese incansable ejercicio de la memoria y del que surgen, también, disputas por la apropiación del sentido en la construcción de esa memoria colectiva de la historia. Nada más difícil que escribir ficción sobre este tema sin resbalar en el lodo de las buenas intenciones, de la corrección política. Saccomanno lo sabe y es por eso que en este cuento hay una abuela que anda armada y un nieto que se cuestiona, mientras escribe, sobre los alcances de la memoria. El hombre escribe porque le teme al olvido tanto como al recuerdo: teme olvidar la cara de su abuela, poner belleza donde no la hubo, siente terror frente a la vuelta al camino. Vivir escapando, ese es el miedo. Y ya no hay más allá que ese sur al que han llegado para seguir viaje. El hombre entonces anota, se pregunta por el sentido de la memoria, por el falsete de la memoria. El hombre escribe frases, busca en esas anotaciones ese algo que está más allá, y que es el silencio. Se pregunta por el secreto guardado, hay secretos que deben permanecer ocultos, se dice, hay secretos necesarios.
Un niño intenta comprender el dolor de su padre, un nieto a su abuela, el condenado escribe para comprender el deterioro progresivo del alma. En la literatura de Saccomanno hay necesidad y urgencia por comprender, será tal vez éste el valor de la escritura, la respuesta que ahora se da el hijo a sí mismo. Por eso Saccomanno cita a Spinoza en alguna de sus notas: “No llorar, no maldecir, sino comprender”. Y para comprender, el viaje tiene que adentrarse en lo profundo de la noche, en sus lecturas.
“En Gesell pude dedicarme un año a leer a Dante, tomarme dos años para leer a Nietzsche y tomarme el tiempo para levantarme todas las mañanas y leer Las obras del amor de Kierkegaard, un libro estupendo que se puede leer como sermones pero que no lo son. Kierkegaard tiene una escritura muy pasional y racional al mismo tiempo. Todo esto te pega, te forma. Por supuesto que siempre vuelvo a Dostoievski, a Kafka. Estuve desde el año pasado con el diario de Kafka, lo terminé recién ahora. Y me leí toda la obra completa para dar un taller. Y más tarde será un libro. Quizás el año que viene saque un libro de artículos míos. Encontré que tengo arriba de cien. A mí la poesía me ha pegado muy fuerte. Un libro que incidió en este fue El libro del frío de Antonio Gamoneda, el poeta español. Me lo mandó Carmen Balcells firmado por él cuando yo le dije que era fanático. Este libro podría haberse llamado “Libro del frío” o “Temor y temblor”. Después encontré un artículo de Derrida que me pasó Fernanda García Lao: Por qué no temblar donde se acuerda que de chico en Argelia escuchaba el rumor de lso motores y sabía que venía el bombardeo. Y que después de grande cuando estuvo en quimioterapia tenía el temor de no poder volver a escribir.
De lo que más habla ahora Saccomanno es de sus lecturas. Están presentes en el entramado fino de su escritura, como un sello de agua que define el valor de los materiales con los que trabaja. Puede hablar durante horas –como de hecho lo hace por estos días en sus talleres de lectura– sobre Duras, Chejov, Kafka, Carver. Escucharlo hablar de sus lecturas es asistir a una clase magistral de esas que escasean en la academia, porque lo de Saccomanno es una pulsión de lectura, una especie de respirador artificial con el que filtra la experiencia del mundo, buscando comprender en los otros aquello que vive y sobrevive tanto en sus modos de mirar, como de traducir esa mirada en la escritura. Por eso que sus artículos, su narrativa, sus poemas –que acaso alguna vez publique– como sus acuarelas –que acaso alguna vez exponga– están respirando, todos a un mismo tiempo, de esa única válvula renovadora de sentido. De pronto en el fraseo corto, el sonido que irrumpe como en un verso: “El corazón está allí, en ayer”, dice el narrador del primer cuento. Hay un trabajo con el sonido en Cuando Temblamos y esto no es azaroso. Se busca un ritmo furioso, que replica el sonido de la furia. El corazón está allí, en ayer: esta frase podría encabezar cada uno de los cuentos, ese pasado que vuelve a revelar algo que quedó atrás, en ese sur salvaje de la naturaleza humana donde el paisaje blanco es otra forma del silencio. Los sonidos entonces aúllan. En “Hombres solos”, el hijo deambula por la casa la noche que su madre se ha ido para siempre: “Más tarde, ya hombre, pude comprender que hay silencios que despiertan”. Los sonidos de la tormenta en la que madre e hija se funden en una sola voz hasta perderse, juntas. Los sonidos del amor muerto, el de un niño solo esperando a una madre que nunca va a volver, los sonidos de la fe desesperada, la fe como emboscada de un corazón corroído por la culpa, los sonidos del calvario puertas adentro en el que se puede convertir la casa familiar.
Hay un corazón delator en cada cuento de Saccomanno, que sabe a la perfección cómo y cuándo hacerlo estallar.
¿Entonces, cuál es el miedo ahora?
–Yo creo que el miedo a no poder contar una historia está siempre. Tengo dos nouvelles empezadas y quemé una novela que venía laburando porque no iba para atrás ni para adelante. Yo sentía que me estaba repitiendo, no es la primera vez que hago una pira. Hice piras con mi primer diario, con mi primera novela a los diecinueve o veinte años, creo que el fuego es purificador.
De todos, el fuego es el elemento más presente en los cuentos de Cuando Temblamos. En medio del frío, el fuego necesario para sobrevivir no llega a dar calor, no reúne a los que andan por el camino. El fuego que atraviesa estos cuentos está destinado a ser combustión de lo que ya ardía. El fuego en medio del paisaje desolado no es más que otro grito furioso quebrando el silencio. Cuando temblamos, esa afirmación que con la lectura se vuelve pregunta: ¿Qué pasa cuando temblamos? ¿Dónde y cómo nos encuentra el miedo? ¿En las preguntas del pasado, en las reformulaciones del presente? ¿En la fe, en la culpa de los padres, en la venganza de los hijos? ¿A dónde huir del miedo? Cuando temblamos es todas estas preguntas y no solo. Porque en ese viaje en medio de la noche hay un gesto colectivo que los salva a todos, una forma de luz o de esperanza que pareciera volver a afirmar: Cuando el rayo llegue porque va a llegar, es la hora de dar un paso al frente, dejar que el rayo te atraviese porque ya seamos víctimas o victimarios, cazadores o perseguidos, el otro o el mismo, mientras haya quien lo escriba sabremos que no estamos solos frente a tanto vacío.
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