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Domingo, 3 de agosto de 2003

Sidra en el Tortoni

Nada confronta más a poetas con psicólogos que la palabra melancolía. Para los primeros, la melancolía es el lugar en que la memoria se hace evocación y suele teñirse con un halo de tibieza y desgarro al mismo tiempo: rara contradicción a la cual el poeta vuelve, una y otra vez, para rasguñar de sus canteras la intensidad perdida de las palabras. De Rilke a Vallejo, de Bécquer a Kavafis o Gonzalo Rojas, cada pluma encuentra en el hueco de la melancolía su propia forma de reunir la agonía con la resurrección, lo fugaz y lo indeleble.
Para la psicología, en cambio, el carácter melancólico entra en la estantería de la neurosis. Duelo que no se logra cerrar, exageración de una pérdida que el paciente no consigue elaborar (“elaborar”, ¡qué palabra más ajena a la poesía!). Como si nuestra biografía se asfixiara de pronto en el limbo de las deudas insaldables del espíritu, dejándonos atascados entre el lamento por lo que se fue y la sorda prolongación de una vida que pierde sentido. Una especie de gélida torridez que recorre la sangre y viscosamente se aloja en la conciencia. Extrañeza enfermiza ante un mundo que esconde el objeto amado bajo pliegues que, a los ojos del melancólico, se han vuelto opacos. Un mundo que no hace más que exacerbar ese espejo odioso en que vemos reflejado el hoyo, la falta, la ausencia. Una patología clasificada con precisión para definir lo que, desde dentro de la melancolía, elude el rótulo.
La melancolía del poeta habla en otro plano. Es el lugar en que el tiempo se revela como absurdo –¿y acaso no lo es?–, pero también remonta, desde una escena difusa del pasado, la incansable lucha entre la memoria y ese mismo tiempo. Moneda cuyo anverso es el milagro de hacer presente lo ido, y el reverso es la certeza de que todo es efímero y nada vuelve a ser lo que era. El lugar de la debilidad del neurótico que no sabe cómo reponerse de la pérdida, el gesto casi heroico de quien remonta el hilo del devenir sabiendo que nada retorna, pero resistiendo ese mismo determinismo. Y la evocación melancólica amarra a dos puntas: morir un poco, y volver a vivir un poco.
Lo cierto es que la melancolía no cesa de golpear a la puerta para ponernos al día –o sacarnos del día– con las pequeñas o grandes muertes que recorren la biografía. Unos más y otros menos, cada cual mezcla a su manera el retorno de lo perdido con la contundencia de la pérdida. Y sabemos que cuanto más interroguemos la ausencia que alguna vez fue plenitud, cuanto más calemos en esta imposibilidad de descifrar la brecha que separa, pero hilvana, la presencia y la ausencia del recuerdo, más podemos oscilar, anímicamente hablando, entre ese sórdido retorno que nos priva de futuro, y ese refugio amable que nos permite burlar el tedio del presente. Cuestión de perspectivas: la melancolía salva y condena, más allá de la psicología y más acá de la poesía.
Como un cielo boca arriba, pero bajo el agua. Quema menos que el dolor. Entibia más que el aburrimiento. Serpentea el corazón sin perforarlo, lo abraza sin estrujarlo.

Martín Hopenhayn

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