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Domingo, 23 de noviembre de 2003

RESEñA

Felices los niños

Un libro para niños
basado en un crimen real
Chloe Hooper

Traducción de Cecilia Ceriani
y Txaro Santoro
Anagrama
Barcelona, 2003
268 págs.

Por Sergio Di Nucci

Después de los atentados a las Torres Gemelas, la globalifóbica canadiense Naomi Klein (de quien hoy cuesta entender por qué a un libro suyo se lo comparó con El Capital), comentó en tono didáctico no exento de orgullo: “Hace apenas unos días, en un programa infantil de TV norteamericana, los niños me preguntaron qué les había hecho Estados Unidos a los musulmanes”. El mismo tono, la misma confianza en la sabiduría incontaminada de los chicos (y como colorario, el mismo desprecio por el mundo adulto y sus miradas rencorosas y sometidas), recorre la primera novela de la australiana Chloe Hooper, Un libro para niños basado en un crimen real.
La protagonista de la novela es Kate Byrne. Esta posadolescente abandona la casa de sus padres, se convierte en maestra de escuela primaria en la isla de Tasmania y tiene éxito en enredarse con un varón casado, que resulta ser el padre de uno de sus alumnos, por cierto el más despierto y sexuado. Ahora Kate es toda una mujer. Y Lucien Marne, porque éste es el nombre del pequeño alumno, comienza a inquietarla con dibujos que parecen seguir los trazos de un psicópata. Luego se entenderá: la madre de Lucien se había hecho famosa al publicar el relato de un asesinato verídico, y las familias siempre comparten los detalles de un crimen. A medida que avanza el romance clandestino, Kate sufre una serie de atentados mínimos. Al parecer, son provocados por la celosa madre de Lucien, en un crescendo que amenaza con desbarrancarse por los mismos acantilados donde transcurren los episodios.
Los críticos celebraron de esta novela la equidistancia que su autora buscó mantener respecto del thriller erótico, de la novela de aprendizaje y del cuento infantil. También, la audacia de someter a los lectores de una novela casi policial, oscura, dura, realista, al escándalo de aceptar la voluntaria suspensión de la incredulidad y leer fragmentos en los que hablan, literalmente, animalitos silvestres.
Sin embargo, el ímpetu rebelde y provocador que singulariza la primera parte del libro se disuelve en una suave ética normativa acerca de la niñez y el mundo adulto. “Los niños –observa la narradora–, entienden la tragedia de un modo que los adultos son incapaces de entender, átomo por átomo.” En el último capítulo, la señorita Kate edifica así a los alumnos, con un tono donde resuenan los preceptos de la nueva pedagogía: “Platón sostenía que en una sociedad ideal quienes gobernarían serían los filósofos. Si yo pudiera hacer un mundo perfecto, les daría [a ustedes los niños, por supuesto] los cargos más importantes”. Y la atómica Hooper torna a señalar una y otra vez: “La idea de que los niños necesiten ser protegidos de la verdad es seguramente el modo que tienen los adultos para protegerse ellos mismos”.
Se supone que los lectores deben emocionarse ante la conexión que logra la heroína Kate con sus alumnos (y con los animalitos silvestres), porque Hooper la presenta, al igual que a los niños, como víctima del horrible universo adulto. Sin embargo, las reflexiones, opiniones y sentencias que profiere la protagonista acerca de los niños y la educación huelen a tesis de grado o posgrado en psicología infantil sostenida por una posadolescente australiana, canadiense o argentina para una universidad argentina. Para algunos lectores, entonces, el valor del libro de Hooperresidirá acaso en sus equivocaciones: basta pensar a contrapelo para entender a los chicos, y a los grandes que escriben sobre ellos.

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