libros

Domingo, 8 de febrero de 2004

RELECTURAS

La vuelta a Cortázar

¿Qué significó la lectura de Julio Cortázar para cada uno de nosotros? Un puñado de escritores confiesan aquí su relación personal de entonces y de ahora con la literatura y la figura de Cortázar.

De terror

por Mariana Enriquez

Cortázar fue para mí una lectura de pasaje, cuando abandoné la colección juvenil ilustrada “Mis Libros” de Hyspamérica y me aventuré hacia la biblioteca adulta. Bestiario, Las armas secretas y Final del Juego estaban en la biblioteca de casa en ediciones de los años ‘60, pero en aquel entonces yo sentía un rechazo extraño por las hojas amarillentas y me incliné por una recopilación de Bruguera, El perseguidor y otros relatos, que lucía casi flamante. El comienzo fue bastante decepcionante: no me gustaron –ni me gustan ahora– sus cuentos ingeniosos, y pasé con indiferencia “Continuidad de los parques” y “No se culpe a nadie”. El tercer cuento, sin embargo, me dejó boquiabierta y aterrada. Leí “Casa Tomada” sin mediación alguna: con el tiempo, supe que la invasión podía interpretarse como el peronismo y tantas otras lecturas, pero entonces fue sólo un cuento de terror, mi género favorito, el menos visitado por la literatura argentina.
Julio Cortázar me sigue gustando sobre todo como escritor de género, con esa pasión que desata la lectura absolutamente placentera. No es extraño que, por lo general, se considere los cuentos de terror de Cortázar como fantásticos, categoría menos “menor”, un poco más respetable. El terror nunca fue zona central de la literatura canónica, a diferencia de lo fantástico. Pero los límites entre “fantástico” y “terror” son francamente difusos y quizá se le aplique el primer género a gran parte de los cuentos de Cortázar sólo para conservar su respetabilidad.
Por supuesto, allí están Rayuela, su obra maestra “El perseguidor”, los cuentos realistas-costumbristas, los cronopios y las famas y su última etapa militante para derrumbar la teoría de que el terror fue el tema central de su obra, pero todo lo anterior no basta para minimizar la importancia del género en su literatura.
Y Cortázar no es tímido en absoluto a la hora de aplicar los trucos en sus cuentos. Los finales, por ejemplo. “Circe” (de Bestiario) y “La Puerta Condenada” (de Final del Juego) utilizan casi el mismo remate efectista: “hiciera callar a Delia que lloraba, hiciera cesar por fin el llanto de Delia”, termina Circe; “No se había mentido al arrullar al niño, al querer que el niño se callara para que ellos pudieran dormirse”, cierra “La puerta condenada”. Éste sencillo cuento, con carnadura de leyenda urbana, es uno de mis favoritos justamente por el desenfado de su ejecución: un niño fantasma que llora detrás de las paredes de un hotel, escenario terrorífico por excelencia –pensar en Hotel Comercio de Bernardo Kordon o El resplandor de Stephen King; un espectro que llora, símbolo atávico del horror. “La puerta condenada” y “Circe” toman también la histeria femenina, como Otra vuelta de tuerca de Henry James, en la tradición gótica de las mujeres locas y encerradas. No son cuentos ambiciosos ni pretenden deslumbrar con desbordes imaginativos, pero son tan originales porque ni un hotel uruguayo ni un barrio suburbano de Buenos Aires fueron utilizados jamás como geografía del horror con tanta eficacia.
Otros grandes cuentos de Cortázar se inscriben dentro del terror. “Las armas secretas”, a pesar de sus lecturas políticas, habla de una posesión y del infierno de la repetición; “El otro cielo”, con su barrio parisino de prostitutas asoladas por un asesino serial cita claramente los asesinatos de Whitechapel a manos de Jack El Destripador. “Verano” toma los elementos clásicos de la pareja encerrada, el animal que acecha en la oscuridad y la niñez maligna, como “Bestiario”. “El ídolo de las cícladas”, con sus arqueólogos posesos por el poder de una estatuilla –y por el poder del deseo– está en la línea de Poe y Lovecraft, sólo que sin la morosidad ni la escritura ripiosa de los norteamericanos. “Las Ménades”, con una velada teatral que acaba en aquelarre desenfrenado precedido por El Maestro –que acaba consumido por la furia que desata– tiene otro de esos remates repetitivos que subrayan la marca de género: “Pero la mujer vestida de rojo iba al frente, mirando altaneramente, ycuando estuve a su lado vi que se pasaba la lengua por los labios, lenta y golosamente se pasaba la lengua por los labios que sonreían”. “Las babas del diablo” fue adaptado por Michelangelo Antonioni en su extraña película Blow Up, y su ignorada novela Escuela de noche podría ser adaptada hoy por Wes Craven, porque se trata, sin mayores rodeos, del “terror adolescente” que reina en el cine de género norteamericano.
Julio Cortázar fue el primero –y el único– escritor argentino que me asustó. En la adolescencia, me debatía entre la ansiedad por terminar el cuento y las ganas de arrojar el libro hacia la otra punta de la habitación –como hice alguna vez con Cementerio de animales de Stephen King–, convencida de que si continuaba leyendo esa bruja de barrio resultaría ser mi vecina, la vuelta de la esquina me depositaría en los callejones del East End, y escucharía llorar al bebé espectro en pena ni bien apagara la luz. Ya adulta, intenté copiarlo sin éxito –¡qué difícil es el cuento de terror!– y seguí encontrando indicios siniestros en el barco maldito de Los premios, la muñeca rota de 62 Modelo para armar y hasta la muerte de Rocamadour en Rayuela. Además, los cuentos de terror de Cortázar pueden ser leídos una y otra vez, pasada ya la primera sorpresa, porque el secreto de su eficacia no es el golpe de efecto, sino su escritura hermosa, poco explícita, que planta anuncios en un clima sobrecogedor.

Moderno

por Daniel Molina

El 28 de noviembre de 1967 era un martes anodino. Yo estaba a punto de terminar el primer año del secundario en el Colegio Nacional Nicolás Avellaneda. A media mañana, durante el recreo más largo, uno de mis compañeros se me acercó con un paquetito en la mano. Se descubría fácilmente que era un libro. Varios más se le sumaron y entre todos me cantaron el Happy Birthday: inauguraba mis 14 en un día que no tuvo casi nada de memorable salvo por el contenido del paquetito. Estaba allí el primer libro de Cortázar que leí, Todos los fuegos el fuego, que había sido publicado por Sudamericana un año antes. Todavía recuerdo su tapa roja, el papel grueso y blanco de las páginas, la tipografía moderna que caracterizaba esa colección (tan distinta de la de los libros de Losada, Fabril o Peuser, que parecían de décadas anteriores).
Esa misma noche terminé el libro. Era, para mí, toda una hazaña, porque todavía me costaba leer. Había sido un alumno excelente (y lo seguiría siendo), pero aprender a leer me costó muchísimo. Esos cuentos de Cortázar me destrabaron para siempre. Me ingresaron de golpe –y con una aceleración que sólo el tiempo iba a ir disminuyendo– en el territorio de la literatura, de la ficción como mapa del mundo, como sentido y garantía de lo real.
Era 1967. El Che ya había muerto en Bolivia y su gesta todavía no había convocado la ordalía de sangre que hoy reivindican las remeras de los jóvenes que no vivieron esa época. Desde hacía un año y medio, Juan Carlos Onganía gobernaba tranquilamente un país que aún no añoraba el gobierno de Arturo Illia. No había Internet y la TV transmitía en blanco y negro, se necesitaba una antena para verla y la imagen era de muy baja calidad. Sólo existían cuatro canales. Estábamos condenados al cine (íbamos casi todos los días) y a los libros y revistas. Ya habíamos leído Cien años de soledad (la moda fue instantánea y éramos jóvenes muy enterados) y a Borges (maravillas de la escuela pública de entonces). Pero el colombiano era demasiado folklórico, aunque simpático, y Borges estaba demasiado distante. Exigía un Virgilio que nos guiara a él. Y Cortázar fue mi Virgilio.
Ese verano leí todo lo que encontré de él: otros tres libros de cuentos y la novela Los premios –a Rayuela, si bien ya publicada, la leería un par de años más tarde. Todavía había poco Cortázar y todo era bueno, por eso tuve mi primera experiencia adulta con la literatura: lo releí. Además de mi Virgilio, Cortázar fue mi biblioteca. Hasta entonces yo había sido un dichoso lector omnívoro y nada selectivo. Un lector cabal, que leía los libros que se comentaban en Primera Plana y Confirmado, y los autores de los que se hablaba. En mi promiscua mesita de luz estaban uno sobre otro Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sabato, Mañana digo basta de Silvina Bullrich, La peste de Albert Camus, La náusea de Jean-Paul Sastre, Lolita de Vladimir Nabokov y El incendio y las vísperas de Beatriz Guido.
A partir de leer a Cortázar me hice moderno. Discriminé. Comencé a creer que la lectura era una causa (este pensamiento me preparó para la peor de las causas, la militancia política, que estaba esperándome, agazapada, a la vuelta de la esquina). Los autores que Cortázar citaba, los libros que nombraba, inmediatamente ingresaban a mis lecturas. Así leí en el glorioso 1968 a Lezama Lima, Joseph Conrad, Franz Kafka y otros autores magníficos, pero también muchos olvidables y, por suerte, olvidados.
De a poco, con el correr de los años, con la acumulación de lecturas que el mismo Cortázar habilitaba, fui comenzando a desencantarme. Ese espíritu lúdico, esas referencias contemporáneas, esa habilidad de orfebre para narrar, todo lo que me había seducido en su escritura, se fue resquebrajando. Al mismo ritmo que él iba atentando contra sí mismo, escribiendo en la vorágine de la fama, sin poder detenerse, libros cadavez menores, desnudando a la vez lo pequeño que son algunos de sus grandes libros (Rayuela, especialmente), yo daba un salto zen y ahora sí leía a Borges, con una intensidad que me transformó la vida. Y descubría de paso cuán borgeano era el mejor Cortázar, el que me gustaba, y cuán poco interesante el militante en el que los setenta lo habían transformado.
Casi al fin de su vida intercambiamos unas pocas cartas. Allí comprobé lo que muchos decían: era por sobre todas las cosas un buen tipo. Hacía varios años que yo estaba preso cuando él entró en contacto conmigo a través de mi familia. De todas esas cartas sobresale en mi memoria la última, apenas tres párrafos, que escribió un par de días antes de morir. Recuerdo mi sorpresa cuando el demorado correo de entonces me la entregó. Hacía ya más de un mes y medio que los diarios habían anunciado su muerte.
Quizás porque los muertos no suelen cometer errores, ahora se lo ensalza de manera casi unánime. Y se lo elogia sobre todo por lo menos interesante de su obra: su compromiso político. Es un típico homenaje al pasado. Es ese amor por los despojos del sentido del tiempo que se llama memoria. A eso no me sumo. El Cortázar que me interesa, el que quiero, el que propongo, está en sus primeros cuentos. Es sólo literatura, pero me gusta.

Antipatía

por María Moreno

Si la consigna es “Cortázar y yo”, lo más indicado sería escribir simplemente “yo no”. Pero la columna de sesenta líneas exige detalles. A una edad en que se lee para autoproducir una personalidad, y a todos los géneros como si fueran guiones optativos para la propia vida, los textos de Cortázar no me gustaban, sin argumentos. Recuerdo las risotadas que me causaron frases como “o vendrás lentamente hacia mí con las uñas manchadas de desprecio”, la información de que las muñecas duermen bien entre camisas y guantes, y la r transformada en g del Cortázar oral, que yo asociaba al afrancesamiento y no a una imposibilidad de dicción. Que escribiera: “Ahora mi paredro está en Londres con los muy” no me parecía un desafío a la lengua ni una monada vanguardista sino mero idiotismo, juicio que hacía desde un existencialismo fashion que consistía en usar la boina ladeada y morleys negros sobre cuyos hombros me hubieran gustado unos toques de caspa si este elemento hubiera podido alquilarse en las casas de vestuarios teatrales. Sin embargo, adopté la palabra “paredro” para definir amistades relevables, más basadas en la complicidad que en la reciprocidad. La Maga me provocaba desprecio en nombre de la Ivich de Sartre que se pedía un pepermín sólo para mirar el color verde adentro de la copita, reprobaba exámenes a propósito porque le daba asco que el profesor mencionara a los celenterados, llamaba a un intelectual “escritor de domingo” y se abría la mano con un cuchillo para poder sentir el propio cuerpo.
Sin embargo tuve largos períodos adolescentes de viajes a Montevideo donde vagabundeaba en busca de no sé que huella de La Maga, venida del tango como La Uruguayita Lucía. Sitiada por la mitología cortazariana, me sorprendía que algunos amigos militantes que hablaban en siglas como la COP (clase obrera peronista) o la LA (lucha armada) matizaran el elogio de los fierros con el uso del gíglico, esa lengua infantil que cultivaba Oliveira con La maga. Sin embargo rescato todavía la potencia de la palabra “petiforro”. Por mis mocedades en los bares se seducía diciendo si se prefería La autopista del sur o Las babas del diablo y hasta en las disquerías de la calle Corrientes sonaba la voz de Cortázar redundante con esa erre enrulada con que repetía soporíferamente: “Bebé Rocamadour, bebé, bebé”. Entonces yo callaba o impostaba un respingo de escándalo calcado del que sentía Violette Ledouc cuando Cocteau ponía panza arriba a su perra y, entre balbuceos mimosos, le acariciaba el sexo. Habría que aclarar que en esas mitologías el niñismo era crucial y quizás la divisa antiborgeana de Cortázar, una exploración de los signos emitidos por los llamados perversos polimorfos, aunque la muñeca compartida por él y Alejandra fuera la autómata de la condesa Bathory. Porque habría que reconocer que hay un niñismo a lo Arturo Carrera, otro a lo Belleza y Felicidad, pero que el primero fue el de Cortázar. Y tan popular que ayudó a muchas parejas de lectores, que no tenían nada en común y nada que decirse, al firmar que lo importante era la inventiva en cómo se decía aquello que nada tenía que decir. Yo a ese niñismo lo criticaba con mi pesado tomo de La edad de la razón y siempre, al leer el ritornello de las calles de París esparcido por Rayuela, tenía en la punta de la lengua la palabra comodín: colonizado. Y cómo me molestaba que Cortázar mencionara con insistencia en Rayuela y en 62, modelo para armar la calle 24 de Noviembre donde quedaba su colegio, cuando yo vivía en la misma calle y veía el colegio pedante enfrentado a las pensiones llenas de “cabecitas negras” y, obvio, pensaba que Casa tomada era una alegoría gorila.
Con el tiempo pude entrever entre los pliegues algo anticuados de Rayuela su aventura radiante, el espesor de un estilo. Pero eso no tiene casi nada de “Cortázar y yo”. Hugo Vezzeti, al advertir que en las grandes novelas argentinas de la generación del ochenta siempre hay un niño quemuere –de crupp en Sin rumbo de Eugenio Cambaceres, durante un incendio en La gran aldea de Lucío V. López y así siguiendo–, interpretó que eso era menos un dato realista que el aborto de un sueño: el nacimiento de un ser nacional producto de la fecundación por un ego europeo de la pampa virgen. ¿Habrá en la muerte de Rocamadour el fantasma de un fracaso semejante?, ¿el de un belga criado en Buenos Aires y anclao por la lengua en París, pero nunca francés? Qué sé yo.

Fechado

por Alan Pauls

Nunca entendí muy bien cuál era la enfermedad de Cortázar. ¿No podía envejecer? ¿Había envejecido demasiado rápido? ¿Ya de joven era viejo? A veces se me daba por poner en orden cronológico las fotos que tenía de él para desentrañar el misterio, y la sensación era siempre la misma: cuando se parecía a Malraux, cuando se fidelcastrizaba (dejándose crecer la barba y usando esas chaquetas horribles), cuando se esforzaba por impostar el aplomo de un viejo sabio o la magnánima agresividad de un sacerdote tercermundista, Cortázar era siempre el mismo. Si se le sacaban uno por uno los accesorios con que lo habían ido maquillando a lo largo del tiempo sus fotógrafos (anteojos, ropa, barbas postizas, cigarrillos, impermeables), se llegaba siempre a una especie de cara básica, primordial, un Cortázar grado 0 que, liberado de sus sucesivos afeites históricos, no cambiaba jamás. Esa cara se podía fechar, digamos, en alguna zona entre fines de los años ‘40 y mediados de los ‘50. Muy bien. Pero ¿qué edad tenía? ¿Era la cara de un joven prematuramente avejentado? ¿Era la cara de un viejo con hormonas juveniles infatigables? No lo voy a saber nunca. Todos los escritores que son importantes para otros escritores se llevan a la tumba el secreto de esa importancia. Ése –la relación entre el cuerpo y el tiempo– es el secreto que Cortázar se llevó para mí. Y no hay minucia biográfica ni parte médico que puedan consolarme.
Tal vez el problema sea mío. Obviamente el problema es mío. Y el problema es que no tengo lectura adulta de Cortázar. Por un lado, intacto, está el efecto extraordinariamente permisivo que me produjo su literatura, en especial sus cuentos, los de Bestiario, los de Las armas secretas, cuando yo empezaba a escribir; por otro, la incomodidad, la decepción, incluso el fastidio que me produjo releerlo de grande, cuando ya escribía y, supongo que suponía, no lo necesitaba. Entre una y otra cosa –esto es lo extraño–, nada: ninguna transición, nada que se pareciera a un cambio, una erosión o una despedida paulatina. Entre la euforia de la autorización –”Cualquiera puede escribir”– y el malestar del desencanto –”¿Este tipo me dijo que cualquiera puede escribir?”–, una gran laguna de años: un hiato.
Descubro ahora que en esa palabra, hiato, sigue estando para mí todo Cortázar. La aprendí de él, leyendo “Las babas del diablo”, donde la usa para designar el lapso oscuro, inevitable, que separa siempre doscristalizaciones fotográficas, no importa lo cerca en el tiempo que estén una de la otra. Es fácil imaginar el impacto que ese uso podía producir en mí, artista cachorro. Yo estaba en la escuela secundaria: “hiato” era el partenaire macho de “sinalefa”, con la que formaban la diabólica pareja de baile que me atormentaba en las clases de versificación. Y Cortázar –que al fin y al cabo era maestro– deportaba la palabra de ese ghetto técnico y la dejaba caer en otra dimensión, en un reino sin reglas conocidas, plural, donde en vez de exigir, como hacía cuando era la vedette de los ejercicios de métrica, sólo abría.
Esa operación significó todo, todo de un golpe, de manera fulminante: cargando de radioactividad una palabra hasta entonces completamente inofensiva, un escritor me enseñaba que lo que había entre las cosas podía ser mucho más interesante que las cosas mismas. A los doce, trece años, eso es todo. Pero así como apareció, con la misma instantaneidad con que me deslumbró y se apoderó de mí, el influjo de “hiato” palideció, perdió vigor, se estancó, y terminó convirtiéndose en la parodia exangüe de lo que alguna vez había sido: la versión denodada de una modernidad fatalmente pasada de moda. (Tal vez la modernidad de Cortázar siempre haya sido una modernidad un poco paranoica, preocupada, demasiado atenta a calcular todos los riesgos y recaídas que encierran los saltos al vacío. Pienso en su famoso trabajo con las voces sociales en Los premios, por ejemplo, tan custodiado por el higienismo del entrecomillado, y cuando lo comparo con el de Puig en La traición de Rita Hayworth no lo puedo creer: Cortázar parece un escritor de pequeñoburguesía provinciana y Puig un demente llegado del futuro). Es a menudo el problema de los escritores que “flechan”: inoculan un veneno sublime pero conservador, que prefiere aferrarse a su identidad antes que cambiar, antes que transformarse con el tiempo en la sangre nueva que acaba de infectar. Y de un día para el otro, cuando menos lo pensamos, el veneno está vencido. Dudo que haya en la literatura argentina un libro tan vencido –es decir: tan históricamente moderno– como Rayuela. De ahí, creo, el malestar extraño, sin duda singular, que me produce releer a Cortázar. Sus libros, aún los mejores, parecen ahora exigirme lo imposible: que vuelva a ser joven. Como si sólo así, rejuveneciéndome, pudieran ejercer sobre mí algo parecido al efecto de audacia y de aventura que ejercieron alguna vez.

Enamorado

por Guillermo Piro

Lo siento, no puedo escribir sobre Julio Cortázar. ¿Por qué? Supongo que porque creo en la sentencia barthesiana: de que no se puede hablar de lo que se ama. ¿Por qué? Porque creo, y porque para hablar haría falta empezar desde el principio, y no hay principio. Mentira. Debe haberlo. No sé cómo empezó todo, pero sí cuándo. ¿Cuándo? En el ‘78, cuando leer un libro de Cortázar era en cierto modo ejercer al máximo un don, no el don de la lengua, o no solamente el don de la lengua, sino el don de sentirse libre, de portar con uno un libro de alguien mal visto, de un demonio que a la distancia parece bastante inofensivo, pero que en ese momento no lo era. ¿Y qué libro era ése? Rayuela. Como Don Quijote con el Amadís de Gaula, llegué a convertirme en un caso clínico por culpa de esa novela. Llegué a aprenderme capítulos de memoria (hay testigos), y todavía no conseguí olvidarlos. ¿Y después? Los cuentos, de los que apenas, a veces, puedo recordar una línea. Sus cuentos, que siempre han sido lo más cortazariano de la producción cortazariana, nunca me movieron un pelo. O tal vez alguno. Rayuela misma, ahora, significa poco, salvo por esa plaza eterna que tiene reservada en mi cabeza, en mi memoria sentimental. Todo eso está muerto, más muerto que la carne fría. Pero quedan otras cosas: poemas y textos menores, misceláneas perdidas, de los que apenas recuerdo el título. Son textos que afloran como posibles soluciones cada vez que escribo, como atajos y coartadas a la hora cerrar ciertas frases (Cortázar era un maestro en los anhelados “golpes de conejo” de los que Borges es especialista y de los que todos los demás somos aprendices). ¿Por ejemplo? No, no quiero dar ejemplos. Sí, voy a darlos. No sé cuántas veces escribí, después de una enumeración cualquiera: “cosas así, siempre tan tristes”. El uso recurrente del “para dar un ejemplo perfumado”, que Cortázar desenfundó en la mitad de “Me caigo y me levanto”, una pieza brevísima que muchos recuerdan recitada por su propia voz. Aquí mismo, ahora, estoy recurriendo a él, lo estoy llamando todo el tiempo.
Lo que trato de decir es que no puedo hablar de él, porque para mí es idéntico a hablar de mí mismo. Sepan disculpar, pero no puedo. Lo que puedo decir es demasiado poco. Le debo mucho más de lo que le debo a tanta gente –y debo mucho. Bien, pero entonces, ¿qué queda? ¿qué se salva? La vuelta al día en 80 mundos, Ultimo round, Pameos y meopas, no mucho más, pero demasiado si se entiende que convivo con ellos desde hace 25 años. Lo que quiero decir es que ningún otro autor resistió tanto, sobrepasó todas las edades, todos los conjuros y todas las pruebas. Y sin embargo él queda. Y no sólo él. Quedan también todos aquellos que él me hizo conocer. Son nombres que desde entonces menciono hasta dos veces por día, pero con los que me topé por primera vez en La vuelta al día...: Raymond Roussel, Marcel Duchamp –para dar sólo los ejemplos más perfumados.
Es sorprendente. Cortázar me hizo comprender que Julio Verne, a quien me había saltado en el momento apropiado, era un autor que merecía la pena ser visitado. Los autores, incluso los mejores, tienen la vida de los perros: nos acompañan durante un período determinado de la vida; después su presencia se apaga, o mejor se diluye, se disipa, los olvidamos. Recordamos haberlos leído, pero no podemos dar cuenta de qué hicieron por nosotros, su presencia en la memoria no es mensurable en términos mnemotécnicos, no recordamos nada. Viajé a París sólo para verlo. No lo vi. Emprendí una cruzada que nadie me había ordenado que emprendiera, fui más cortazariano que nadie, milité por él, llevé su voz, transmití su legado. No lo acompañé a ningún lado, y sin embargo fui su Sancho. Lo siento, pero no puedo escribir sobre Julio Cortázar.

Punk

Por Claudio Zeiger

Varias veces durante estos años me prometí una relectura total de la obra de Cortázar. Empezaría por Rayuela como una especie de muro divisorio (más de París que de Berlín), el lado de acá y el lado de allá. Seguiría con los cuentos más clásicos –desde Bestiario a Las armas secretas– y luego saltaría de las misceláneas de Ultimo round a textos políticos, a Teoría del túnel, su ensayo sobre las vanguardias. En fin: leería todo lo posible, saldaría cuentas. En rigor, nunca lo releí todo como tampoco releí entero a mi otro gran deslumbramiento juvenil: Juan Carlos Onetti. Hice, finalmente, lo que razonablemente hacemos todos: intentar volver a los lugares en los que fuimos felices, en los que nos sentimos colmados, desesperados pero encendidos, vivos.
Entonces, hablando de Cortázar, volví a Las armas secretas (quizás, integralmente, el mejor libro de cuentos de la literatura argentina), a “El otro cielo”, “Casa Tomada”, “Circe”, “Carta a una señorita en París”, “La señorita Cora”, “La autopista del sur”, parcialmente volví a Rayuela y 62 Modelo para armar, a cuentos gloriosos de la última etapa como “La escuela de noche” o “Usted se tendió a tu lado”. No necesitaba ya alimentar ese afán totalizador, que suele ser más bien una fantasía de descubrir algo nuevo del Todo de un escritor cuando en verdad conocemos más por la pausada suma de las partes.
A pesar de mi educación sentimental psicobolche y a una marca iniciática nada desdeñable (fui al Mariano Acosta, el colegio de Cortázar, el del cuento de la escuela de noche), nunca me engancharon especialmente los derroteros militantes pro Cuba y Nicaragua de Cortázar y los debates de allí derivados. Desde que empecé a leerlo (antes de cualquier forma de militancia) fue más bien una experiencia literaria intensa, casi me animaría a decir que en mi vida leer a Cortázar fue la primera experiencia estética.
Cortázar me sirve de antídoto cuando al escribir mis propias ficciones noto que tiendo a ponerme excesivamente racional o sociológico. Su literatura, además de abrir puertas a fantasías literarias que casi nunca me permití (la literatura fantástica, concretamente), tiene una enorme, demoledora sensualidad, sensualidad de la palabra, terciopelo de las frases espiraladas (releer ya mismo “Las babas del diablo”), la pátina de una escritura melancólica, lenta, sepia, de jazz y tango, esfumada. Lamentablemente, ese estilo generó como efecto no deseado mucha mala literatura “cortazariana”. En mi caso, si quedé a salvo de ese mal fue, primero, por la época, por no haber sido un escritor de los sesenta y los setenta (cuando se extendió el cortazarismo), y segundo gracias al otro escritor que llevo en el código genético, el ya mencionado –gótico, dark y depresivo– Onetti. Onetti pasado por Cortázar atempera la acidez. Cortázar pasado por Onetti atempera el dulzor.
Se exageró mucho con Cortázar, en varias direcciones. Tanto desde la apropiación sentimental de parte de muchos lectores que en cierto modo erosionaron el espesor de su literatura, hasta la excesivamente dura revisión anti-cortazariana emprendida por algunos críticos y escritores durante los años noventa. Claro que cuando uno trata de ser menos afectivo o emocional con sus libros, la dificultad vuelve a surgir. Siempre hay un resto por el que se escurren la pasión y el afecto. Cortázar no es sólo literatura. Siempre hubo y hay algo más con él. Quizás, en el futuro ya insinuado donde preponderen los lectores europeos de su obra a los lectores argentinos (aunque por el momento es indudable que Cortázar sigue siendo una lectura de pasaje juvenil) eso no suceda o suceda de otra manera.
“Cortázar y yo” como consigna demuestra que todavía estamos los dos –y todos nosotros–, en una misma constelación de sueños adolescentes, jazz, misterios de París, parques y niños jugando a las estatuas. Cortázar, en gran medida, fue un capítulo de nuestro punk: la mezcla de la eterna juventud (Cortázar como el hombre que no envejecía) y la tragicidad de ser jóvenes románticos en tiempos decididamente no románticos. Como en “Las babas del diablo”, como en “la señorita Cora”, como en “El otro cielo”, y como en los entretelones de ciertas revoluciones políticas y estéticas.

 

 

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