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Domingo, 26 de enero de 2003

EN EL QUIOSCO

Mediocracia

MEDIOS DE COMUNICACIóN
Y PROTESTA SOCIAL
Carlos Alvarez Teijeiro, Marcela Farré
y Damián Fernández Pedemonte

La Crujía Ediciones
Buenos Aires, 2002
172 págs.

POR RUBÉN H. RIOS
Si con las palabras, según el memorable y malogrado filósofo oxoniano J.L. Austin, es posible “hacer cosas”, más todavía será su eficacia cuando se recurre al demonio de las imágenes para completar o respaldar las acciones verbales. Austin murió en 1960 sin conocer el Leviatán mediático de la comunicación generalizada, la sociedad de la pantalla total, las grandes corporaciones multimedias, pero sus teorías acerca del poder realizativo del lenguaje lo habrían llevado quizá a considerar como extremadamente peligroso –dada su enorme capacidad “performativa”– el complejo audiovisual masivo de nuestra época.
La investigación que presenta Medios de comunicación y protesta social en cuanto al comportamiento de éstos durante las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 que culminarían con el derrumbe del gobierno de Fernando de la Rúa es, en este sentido, un trabajo de campo notable.
Los autores siguen, a partir de ciertas teorías contemporáneas sobre la penetración mediática de onda larga en el imaginario social, el tratamiento periodístico de la insurrección popular en dos diarios nacionales –Clarín y La Nación– y dos noticieros televisivos -”Telenoche” y “Azul Noticias”–, de un modo sistemáticamente exhaustivo (leyendas de foto, volantas, cintillos, fuentes, focalizaciones, bandas de sonido, voces en off, etcétera).
Con matices y alguna excepción rápidamente corregida, los medios examinados caracterizan a los protagonistas del 19 con palabras peyorativas (“salteadores”, “hambreados”, “saqueadores”, “vándalos”, “pillos”, etc.) y a los del 20 más bien con cierto respeto (“gente”, “personas”, “ciudadanos”, “vecinos”, “la sociedad”, etc.), del mismo modo que en circunstancias ordinarias –no de protesta popular– cierto famoso y gélido comunicador de Canal 13 que suele emocionarse en cámaras aplica el término “pibe” a los niños pobres y “niño” a los otros. En general, la criminalización de la pobreza es un fantasma que recorre la cobertura del 19, así como la identificación emocional con la multitud urbana del día posterior. Los investigadores registran un salto irreflexivo, una ruptura en la significación –muchas veces traducido de forma maniquea, al discriminar “saqueos” de “cacerolazos” en Mariano Grondona, por ejemplo–, un corte en el hilo que va de la crisis social a la política, del hambre de comida al de justicia que, además de amplificar el talón bobo del Aquiles mediático, también pone de manifiesto simpatías de clase, prejuicios ideológicos, intereses corporativos, imaginarios sociales. Para Medios de comunicación y protesta social, que se nutre en esto de Hannah Arendt, sobre todo se trata de una falta absoluta de ética profesional.
Básicamente ninguno de los medios estudiados, en esos días históricos que quisieron poner freno a las miserias del modelo neoliberal en el país, se hacen cargo de elaborar una semiótica política que desvíe la violencia social –función de la democracia– hacia significaciones que la trasciendan. Por el contrario, la acción mediática parece irradiar hacia el conjunto de la vida social su propia violencia, esta vez potenciada. No a otra dinámica respondería el diario La Nación, cuyos editoriales exaltan las libertades democráticas, cuando justificó en su edición del 20 lo injustificable: el estado de sitio decretado por el entonces presidente.

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