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Domingo, 26 de enero de 2003

EN EL QUIOSCO › RESEÑAS

El espejo al final del laberinto

LOS AÑOS INGLESES
Norbert Gstrein

trad. Daniel Najmías
Tusquets
Barcelona, 2002
302 págs.

 Por Juan Forn

Los años ingleses elige como ambientación un territorio de la Segunda Guerra poco visitado por la literatura y el cine: los campos de detención en la Isla de Man en donde las autoridades inglesas ubicaron a los alemanes que vivían en Londres cuando empezó la guerra (y se desató entre la población el temor endémico de que esos expatriados pudieran convertirse en espías del Reich). El gran enigma del libro, su protagonista in absentia, es un judío vienés que estuvo en esos campos (su padre lo había enviado a Londres luego del Anschluss), que decidió quedarse en Inglaterra después de la guerra y que escribió un solo libro que lo convirtió en un autor de culto en su tierra natal. El mito que rodea a Gabriel Hirschfelder se basa en partes iguales en su decisión de no publicar nada más y en su reticencia a recibir los honores que cosecha en su tierra natal. El libro comienza luego de su muerte, cuando una joven austríaca en Londres comienza a rastrear sus pasos. Lo que busca es el opus magnum en el que Hirschfelder trabajó treinta años, una suerte de autobiografía y fresco de época a la vez, con 21 personajes: los integrantes de una promoción de bachillerato vienés, en cuatro momentos del siglo. El propósito de Hirschfelder era “investigar las veintiuna posibilidades que ofrecía su propia vida, hacerse veintiún veces la misma pregunta y desarrollar los puntos de intersección y de fuga de cada una de ellas”. Por supuesto, no han quedado rastros de ese original (cuyo aparente título era Los vivos viven y los muertos están muertos), y la joven narradora irá descubriendo a lo largo del libro la suma de secretos que sostienen el mito Hirschfelder desanimando a quienes se acercan a él.
Desde que A.J. Symons reformuló el género biográfico con su libro En busca del Barón Corvo, donde convertía su imposibilidad de hacer una biografía convencional (en torno a aquel legendario y misterioso personaje victoriano que decía ser Adriano VII) en una auténtica non-fiction novel de intriga, la literatura viene abrevando en las diferentes posibilidades narrativas que planteaba ese inesperado artefacto para desarrollar el mestizaje (la cruza de ficción y no-ficción) y los límites de lo apócrifo (la superposición de ficción y no-ficción).
Este primer libro traducido al castellano del austríaco Norbert Gstrein (nacido en 1961 y cuyos libros anteriores le merecieron el Premio Ingeborg Bachmann, el Hölderlin Preis, el Berliner Literaturpreis y el Döblin Preis) puede ser visto como un hijo natural de El loro de Flaubert (de Julian Barnes) y Los emigrantes (de W.G. Sebald). Si bien el personaje de Hirschfelder podría perfectamente haber integrado el elenco de aquel libro de Sebald (con su cono de sombra y su rechazo a la tierra natal bernhardianos, con su negativa a abandonar el alemán como lengua privada y su afán por fundirse en el paisaje anglosajón como un anónimo inglés más), la narradora opera tal como lo hacía el narrador masculino del libro de Barnes: en su rastreo del esquivo personaje encontrará respuestas al conflicto en sordina de su propia vida, que apenas aparece entrelíneas. A diferencia de Sebald, no tiene enfrente (aún vivo) al objeto de sus desvelos; y, a diferencia de Barnes, cuenta con exigua bibliografía yhagiografía, pero en cambio tiene a su alcance a los contemporáneos de su presa: en particular, a las tres esposas de Hirschfelder.
A través de esos personajes (la viuda que lo vio morir, la mujer que lo recibió cuando él “volvió” de la guerra y la esposa intermedia que fue testigo de la indeseada revaloración austríaca del esquivo autor), irá saliendo a la luz la rutina cotidiana de borramiento de identidad que practicó Hirschfelder y los motivos de esa voluntaria y empecinada enajenación, que se remontan a lo sucedido durante su confinación en la Isla de Man. La estructura del libro se apoya en ese orden trastrocado del elenco matrimonial (primero la tercera esposa, luego la primera y por último la segunda). Cada uno de esos capítulos lleva una coda, en los tres casos ambientada en el cautiverio en la Isla de Man. Por supuesto, los testimonios de las tres esposas difieren, y el libro suma como capas superpuestas los diferentes Hirschfelder que van asomando. Pero lo que se acumula multiplica las dudas y desdobla las certezas: tal como Hirschfelder aspiraba a diluir (y abarcar) todas sus vidas posibles en aquellos 21 personajes de Los vivos viven y los muertos están muertos (que, en el final del libro, descubrimos que iba a llamarse de otra manera, en realidad: Los años ingleses).
Llegado a ese punto, tiene lugar la revelación final: la identidad de esa narradora femenina, los motivos de su androginia y de su retaceo de toda información sobre sí misma ajena a su atracción por el enigma Hirschfelder (que le contagió su ex marido, responsable de un fallido intento por instalar en el canon a su idolatrado autor). La economía de medios y la límpida eficacia del final se contraponen felizmente a los excesos de interpretación imaginativa de la narradora en las codas que recrean los hechos de la Isla de Man (el terreno menos logrado del libro, a diferencia de la impecable recreación de la Inglaterra de posguerra, en los testimonios de las primeras dos esposas). Tal como proponía Symons en su Barón Corvo y refrenda el desenlace de Los años ingleses, del cándido propósito de reconstruir los pasos que dio un personaje en fuga para llegar al motivo que originó esa fuga, sólo es posible dar cuenta de lo único que se sabía de antemano: que ese personaje no quería ser rastreado, leído como un libro abierto, sino, por el contrario, castigar maquiavélicamente a quienes lo intentaran poniendo un espejo al final de ese laberíntico camino.

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