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Domingo, 10 de septiembre de 2006

El espejito de bolsillo

“¿Por qué no una novela en un mundo real, con un personaje verosímil, cuya mirada curiosa, rara, moral, sea más penetrante porque se fija en lo que el lector podría reconocer? Precisamente porque el reconocimiento sería un paliativo para la molestia de la sorpresa.” Sobre los modos de inducir esa sorpresa (que no son sino las astucias con que la literatura pretende socavar la anestesia tranquilizadora de lo cotidiano) Marcelo Cohen ha dado pruebas de que conoce y bastante. Ya desde su primera novela, El país de la dama eléctrica, la invención de realidades alternativas a mundos extenuados como el nuestro ha sido una de las fórmulas con que su literatura ha querido poner a sus lectores en la molestia de sorprenderse. Un propósito que también se asienta en su inclinación a experimentar con el lenguaje, algo en lo que seguramente su prolífico desempeño como traductor (que abarca más de cien obras y un proyecto colectivo de traducción al castellano de la obra completa de Shakespeare que estuvo a su cargo) ha abonado el terreno para una escritura que se regodea, casi siempre, en la invención irreverente de palabras y artefactos con pretensión de futuro.

En Donde yo no estaba, Cohen (para quien “no hay literatura sin proyecto”) deja en claro que lo suyo también sigue siendo entrecruzar los géneros literarios. “En éste, como en otros libros, he usado varios géneros, mezclados. Acá hay ciencia ficción, misterio, comedia, una pizca de melodrama y por supuesto, diario. Pero yo no diría que me dedico a jugar con los géneros o a subvertirlos. Simplemente abrevo en ellos tanto como en el arte indefinido o el central. Los géneros son los puestos callejeros que bordean los mercados. Abren el arco temático y el del gusto. Son muestrarios de opciones formales, dan agilidad y, sobre todo los de masas, cuestionan el estado de la realidad. Pero no se meten con el héroe, no lo cuestionan ni profundizan en él, salvo tipos como Dick, o como David Goodis. De ahí que necesite combinar los géneros, sobre todo la ciencia ficción absurda con el realismo.”

En los cinco años que le llevó terminar la novela, Cohen confiesa que hubo momentos en los que sintió que no saldría más de la escritura de ese libro. Como no salieron Macedonio Fernández o Robert Musil. Un proceso que se nutrió en sus prolegómenos, según cuenta, de la lectura de otros diarios, tanto íntimos como literarios. “En el momento en que empecé a calentar para jugar el partido, a prepararme para empezar a escribir la novela, dejé de leer diarios. Quizá porque no quería influencias directas, aunque debo confesar que algunos espié mientras escribía. La idea de hacer una novela-diario como Donde yo no estaba, con un personaje que en principio debía ser un filisteo, un comerciante, un tipo que hace cosas triviales pero que al mismo tiempo, por el hecho de escribir, entra en una mecánica que le agudiza la percepción, salió muy naturalmente del diario de Samuel Pepys, un hombre semicomún, en realidad un alto funcionario de la Inglaterra del siglo XVII, que escribió durante años un diario muy notarial y a la vez muy chispeante, lleno de información política, en el que su vida cotidiana y hasta sus enredos amorosos, aparecen registrados con una minucia tremenda, a la vez que con un gran sentido de la economía. Ese fue uno de los modelos para mi novela, más allá de que Pepys era inglés y uno sea un argentino charleta.”

Locuacidad que, en última instancia, Cohen podría justificar en el hecho de que Aliano, de manera coherente con su proyecto de vaciarse en la escritura, repara casi todo el tiempo en nimiedades que le parecen decisivas. “Algo que tuve muy presente, en ese sentido, fue una frase de Peter Altenberg, alguien de quien sólo conozco algunos aforismos, y que ironiza sobre la idea de Stendhal sobre la novela como espejo a lo largo del camino. Soy apenas una especie de espejito de bolsillo, un espejo de polvera, no un espejo del mundo, dice Alten-berg. Una frase que enlazaría con algo que escribe Roberto Calasso en K.: que en Kafka lo cómico tiene que ver con lo minucioso. Es verdad, me parece: cualquier situación sobre la cual uno ponga la lupa, que detalle escrupulosamente en sus elementos ínfimos, termina por despertar la carcajada. Pasa con las discusiones, con las tragedias y sobre todo con muy diferentes momentos de la vida de todos los días. Si uno las pasa en cámara lenta, va de pequeñez en pequeñez, se vuelven ridículas. La frase de Altenberg invita a apuntar a la pavada, a lo insignificante, a la menudencia, como cuando Aliano se queda mirando un pájaro que se está comiendo una lombriz y siente que le dice: ¿Y qué? Sí, me la estoy comiendo”.

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