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Domingo, 21 de septiembre de 2008

> SU MEGA-NOVELA

Jest fest

 Por Dave Eggers

Al pedirme este prólogo, la editorial quería un muy breve y fresco ensayo que fuera capaz de convencer a un nuevo lector de que La broma infinita es un libro accesible, incluso sin esfuerzo muy divertido de leer. Bueno. Es fácil estar de acuerdo con lo primero, más difícil aprobar lo segundo. El libro es accesible, sí, porque no incluye contenido complejo científico o histórico, no necesita una especialización o erudición particular. Siendo tan largo y verborrágico, nunca quiere castigar al lector por un conocimiento que no tiene, ni quiere mandarlo a buscar el diccionario después de algunas páginas. Y aun así, aunque usa un vocabulario lo suficientemente familiar, no hay que equivocarse: La broma infinita es algo distinto. Quiero decir: no tiene semejanza con nada que se haya escrito antes, y las comparaciones con textos editados después son desesperadas y vacías. Apareció en 1996, sui géneris, muy diferente que virtualmente cualquier cosa anterior. Desafía cualquier categorización, y derrumba los esfuerzos para descifrarla y explicarla.

Para el lector astuto es posible, con la mayoría de las novelas contemporáneas, reducirlas a sus partes, desarmarlas como si fueran un auto o una repisa de Ikea. Esto es si pensamos que el lector es una especie de mecánico. Y digamos que este lector-mecánico particular ha trabajado en un montón de libros, y después de unas cien novelas contemporáneas, el lector piensa que puede desarmar y volver a armar cualquier novela. Esto es, el mecánico reconoce los componentes de la ficción moderna y puede decir, por ejemplo, he visto esta parte antes, y sé por qué está acá y cuál es su función. Y ésta también, la reconozco. Esta parte se conecta a ésta y cumple esta tarea. Esta usualmente va acá, y hace aquello. Todo esto es suficientemente familiar. Lo que digo no implica que la ficción contemporánea es reconocible y desarmable. Pero sí incluye a cerca del 98 por ciento de la ficción que conocemos y amamos.

Pero hacer esto no es posible con La broma infinita. Este libro es como una nave espacial sin elementos reconocibles, sin puntos de entrada, sin explicación sobre cómo desarmarla. Es muy brillante y no tiene fallas discernibles. Si de alguna manera se pudiera destrozar hasta reducirla a sus mínimas piezas, seguramente no habría manera de volver a armarla. Sencillamente, es. Página a página, línea a línea, es probablemente el más extraño, más destacable y más comprometido trabajo de ficción escrito por un estadounidense en los últimos veinte años. En ningún punto de La broma infinita a uno se le escapa que éste es un trabajo de obsesión completa, de estirar la mente de un joven escritor hasta el punto de, asumimos, casi la locura.

Que no es decir que es locura de la manera en que Burroughs o incluso Fred Exley usaron un tipo de locura para crear. Exley, como muchos escritores de su generación y unos pocos de la generación anterior, bebía en exceso, y Burroughs consumía cada sustancia controlada que pudiera comprar o pedir prestada. Pero Wallace es un tipo de loco diferente, uno que está en completo control de sus herramientas, uno que en vez de caminar al borde del precipicio o que, bajo la influencia de las drogas y el alcohol, parece dirigirse cada vez más adentro, en las profundidades de la memoria y la conjura incesante de un cierto tipo de lugar y tiempo de un manera que evoca –parece tan equivocado tipear este nombre, pero bueno, adelante– a Marcel Proust. Existe el mismo tiempo de obsesión, la misma increíble precisión y focalización, y la misma sensación de que el escritor quería (y, se puede discutir, lo lograba con éxito) dar en el clavo de la conciencia de una era.

Hablemos de edad, en el sentido más pedrestre de la palabra. Es esperable que la edad promedio del nuevo lector de La broma infinita sea de unos 25 años. Habrá entre ellos muchos universitarios, y probablemente habrá un igual número de lectores entre los 30 y los 50 que por cualquier razón alcanzaron el momento de sus vidas en que se animan a entrarle a este libro, que este o el otro amigo les recomendó. El punto es que la edad promedio es la apropiada. Yo tenía 25 cuando leí esta novela. Sabía que estaba por publicarse hacía como un año porque la editorial, Little Brown, había sido muy inteligente al construir un clima de anticipación, con postales que llegaban una vez por mes, escritas con frases y pistas, enviadas a todos los medios del país. Cuando finalmente lanzaron el libro, lo empecé de inmediato.

Y así pasé un mes de mi joven vida. No hice mucho más. Y no puedo decir que fue siempre divertido. Ocasionalmente costó. Demanda atención completa. No se puede leer en un café muy concurrido, o con un chico sobre la falda. Era frustrante que las notas al pie estuvieran al final del libro y no en la parte de abajo de cada página, como estaban ubicadas en los ensayos y los textos periodísticos de Wallace. Hubo momentos en los que, por ejemplo, cuando leía la exhaustiva crónica de un partido de tenis, pensaba, bueno, me gusta el tenis como a cualquier persona, pero ya basta.

Y sin embargo el tiempo pasado con este libro, en este mundo de lenguaje, es absolutamente recompensador. Cuando uno se va de estas páginas después de un mes de lectura, es una mejor persona. Es demencial, pero también difícil de negar. El cerebro es más fuerte porque ha tenido un mes de entrenamiento, y más importante, el corazón se agranda porque rara vez ha habido un relato más conmovedor de la desesperación, la depresión, la adicción, la stasis generacional y el deseo, o la obsesión con las expectativas humanas, con las posibilidades artísticas y atléticas e intelectuales. Los temas aquí son grandes, y las emociones (guardadas como están) son muy reales, y el efecto acumulativo del libro es, se podría decir, sísmico. Sería muy raro encontrar a un lector del libro que, después de terminarlo, se encogiera de hombros y dijera: “Está bien”. Aquí hay una pregunta que me ha hecho un estudiante de Letras grandote que usaba una gorra de béisbol en una universidad mediana del oeste: ¿Es nuestro deber leer La broma infinita? Es una buena pregunta, y una que mucha gente, particularmente gente interesada en la literatura, se hacen. La respuesta es: quizás. A lo mejor. Probablemente, de alguna manera. Si creemos que es nuestro deber leer este libro, es porque estamos interesados en el genio. Estamos interesados en la ambición de la escritura épica. Estamos fascinados por lo que puede hacer una persona con el suficientemente tiempo, foco y cafeína y, en el caso de Wallace, tabaco masticable. Si nos atrae La broma infinita, también nos atrae 69 Love Songs de Magnetic Fields, un disco para el que Stephin Merritt escribió esa cantidad de canciones, todas de amor, en alrededor de dos años. Y nos atraen las diez mil pinturas del artista folk Howard Finster. O el trabajo de Sufjan Stevens, que está en una misión para crear un disco sobre cada estado de la Unión. Actualmente se encuentra en el estado Nº 2, pero si lo termina, se va a acercar a lo que hizo Wallace con este libro que tienen en las manos. El punto es que si estamos interesados en las posibilidades humanas, y estamos capacitados para animarmos mutuamente en cada paso adelante de la ciencia, el deporte, el arte y el pensamiento, debemos admirar el trabajo que nuestros pares han logrado crear. Tenemos una obligación, en primer lugar con nosotros mismos, de ver lo que un cerebro, y particularmente un cerebro como el nuestro, puede hacer. Es el motivo por el que vemos Shoah o visitamos el rollo sin fin en el que Jack Keroauc escribió (en días afiebrados) En el camino, o las 3.300 páginas de Rising Up and Rising Down de William T. Vollmann, o las series de películas de Michael Apted 7-Up, 28-Up, 42-Up o... bueno, la lista sigue.

Y ahora, desafortunadamente, nos encontramos de vuelta con la impresión de que el libro es arduo. Y no lo es, realmente. Es largo, pero tiene placeres por todas partes. Hay humor por todas partes. También hay una callada pero muy firme corriente subterránea que es trágica y tiene que ver con gente que está completamente perdida, que está perdida en el seno de sus familias y en su país, y perdidas en su tiempo, y que sólo quieren alguna especie de dirección o propósito o sentido de comunidad o de amor. Lo que, después de todo, y convenientemente para esta introducción, lo que un autor está buscando cuando se sienta a escribir un libro –cualquier libro, pero particularmente un libro como éste, y libro que entrega tanto, que requiere tanto sacrificio y dedicación–. ¿Quién haría semejante cosa salvo por un deseo de conexión y por lo tanto de amor?

Una última cosa: en el intento de convencerlos para que compren este libro, o que lo busquen en su biblioteca, es útil decirles que el autor es una persona normal. Dave Wallace, como se lo conoce comúnmente, tiene perros perezosos y nunca los ha vestido con tafeta o los ha hecho usar impermeables. Se ha quejado con frecuencia sobre que transpira demasiado cuando lee en público, tanto que usa una bandana para evitar que el sudor humedezca las páginas. Una vez fue un jugador de tenis que entró en los rankings nacionales, y lo preocupa tener un buen gobierno. Es del estado de Illinois (medioeste, este central, para ser específico), una parte intensamente normal del país (no lejos, de hecho, de una ciudad que, fuera de joda, se llama Normal). Así que es normal, y regular, y ordinario y éste es su logro extraordinario e irregular y anormal, algo que va a vivir más que ustedes y yo, pero que va a ayudar a la gente del futuro a entendernos –a entender cómo nos sentimos, cómo vivimos, qué nos dimos los unos a los otros, y por qué.

El texto de Eggers es parte del prólogo a la edición especial del 10º aniversario de La broma infinita.

A comienzos del 2000 empezó a editarse en castellano la obra de Wallace, pero por la crisis de aquellos tiempos, recién ahora empieza a llegar a la Argentina en las ediciones de Bolsillo de Mondadori.

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