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Domingo, 3 de enero de 2010

UNA MUESTRA DE SU AFILADA IRONíA

Nadando contra las corrientes literarias

 Por Cyril Connolly

El viejo mundo es un barco que zozobra; para conseguir un lugar en los botes que se alejan de él no servirá el dinero ni el ocio, ni la elegancia del ensayista ni la erudición del pedante. A los marineros no les impresiona la cortesía o la atención hacia la persona de uno, ni siquiera las buenas ropas y la conversación de un hombre de buena cuna. No podemos llevarnos nuestro sillón con nosotros. Nada nos admitirá excepto el realismo y la sinceridad, una apelación honesta en un inglés claro y directo. Ya en 1847 Tennyson decía que las dos grandes cuestiones sociales que se cernían sobre Inglaterra eran “la vivienda y educación del pobre antes de hacerle nuestro dueño y la educación superior de las mujeres”, y a medida que se aproxima el tiempo en que lo haremos nuestro dueño, su educación es tanto más necesaria, pues de ella dependerán los valores culturales que decida preservar.

Por este motivo los escritores de izquierdas han tendido a escribir en el estilo coloquial, mientras los mandarines, los magos y hechiceros de la prosa, continúan apoyando la administración existente. En Inglaterra, los exponentes más competentes del estilo coloquial entre los jóvenes escritores son Christopher Isherwood y George Orwell, ambos de izquierdas y ambos, en el nivel actual del inglés corriente, legibles en grado superlativo. He aquí un experimento:

El primer sonido de la mañana era el de las fuertes pisadas de las obreras calzadas con zuecos que bajaban por la calle adoquinada. Supongo que las habría precedido los silbatos de la fábrica, pero nunca estaba despierto para poder oírlos. Generalmente éramos cuatro en el dormitorio, una estancia atroz con el aspecto sucio y transitorio de las habitaciones que no sirven para su finalidad propia. Una tarde, a principios de octubre, Fritz Wendel me invitó a tomar café puro en su piso. Fritz siempre te invitaba a “puro café” haciendo hincapié en lo de puro. Estaba muy orgulloso de su café. La gente solía decir que era el más fuerte de Berlín. Fritz llevaba el atuendo marinero que se ponía de ordinario cuando invitaba a tomar café, un grueso suéter y pantalones de color azul muy claro. ¿Sabéis cómo es La Habana temprano, cuando los mendigos todavía duermen apoyados en las fachadas de los edificios, antes incluso de que las carretas del hielo lleguen para surtir a los bares? Bien, cruzamos la plaza desde el muelle hasta el Perla de San Francisco para tomar café. Mi cama estaba en el rincón de la derecha, en el lado más próximo a la puerta. Había otra cama cruzada a su pie y apretujada contra ella (tenía que estar en esa posición para que la puerta pudiera abrirse), por lo que tenía que dormir con las piernas dobladas. Si las enderezaba, golpeaba al ocupante de la otra cama en la región lumbar. Era un hombre mayor, el señor Reilly. Me saludó con la sonrisa sensual de sus gruesos labios.

–¡Qué hay, Chris!

–Hola, Fritz, ¿cómo estás?

–Bien. –Se inclinó sobre la cafetera; su pelo negro, liso y brillante despegándose del cuello cabelludo para caerle en mechones fuertemente aromatizados sobre los ojos–. Este maldito trasto no funciona –añadió.

Nos sentamos y uno de ellos se adelantó.

–¿Y bien? –inquirió.

–No puedo hacerlo –le dije–. Me gustaría hacerlo como un favor, pero anoche te dije que no es posible.

–Puedes poner tu precio.

–No se trata de eso. No puedo hacerlo, eso es todo. ¿Cómo van los negocios? –le pregunté.

–Mal, terriblemente –respondió Fritz, con una sonrisa divertida.

Por suerte tenía que irse a trabajar a las cinco de la mañana, lo cual me permitía estirar las piernas y disfrutar de un par de horas de sueño adecuado después de que se marchara.

He formado este pasaje añadiendo a las tres primeras frases de Road to Wigan Pier, de Orwell, las cinco primeras frases de Sally Bowles, de Isherwood, y luego las dos primeras frases de To Have and Have Not. He entretejido el inicio de los tres relatos un poco más. Siguen tres frases de Orwell, un diálogo de Isherwood, hasta “añadió”, de Hemingway, hasta “eso es todo”, de Isherwood, hasta “divertida”, para terminar con otras frases de Orwell. Ahora el lector puede seguir adelante con el libro que más le guste, Orwell y su cama, Fritz y su café o Harry Morgan y La Habana. Como dice Pearesall Smith de los escritores modernos: “La dicción, el desarrollo de las frases de uno parecen totalmente indistinguibles de los del otro, cada una de cuyas páginas podría haber sido escrita por cualquiera de sus compañeros”.

Esta es, pues, la penalización de escribir para las masas. Cuando el escritor va a su encuentro, a medio camino se le unen otros escritores que van al mismo encuentro y se funden en la misma criatura: el periodista cinematográfico, el novelista propagandista, sermoneador, popular.

Complica este proceso el hecho de que las masas, para las que puede escribir generosamente un escritor cultivado, se superponen ahora con el público de clase media consumidor de best-sellers, con lo que se introduce un elemento venal.

Según Gide, un buen escritor debería navegar contra la corriente, pero los practicantes del nuevo estilo vernáculo nadan con ella. Las familiaridades de los anuncios de la prensa matutina, los amistosos editoriales del Daily Express, la charlatanería de los críticos cinematográficos, las agudezas de los comentaristas en noticiarios, las exhaustivas autobiografías de los reporteros políticos, las novelas de misterio y detectives, las confesiones personales, ese Yo fui tal y cual y tormenta sobre eso y lo otro, los escritores chismosos que juegan a ser Jesús por veinticinco libras a la semana, los hombres que hacen gala de una franqueza absoluta, los novelistas de cultura mediocre pertenecientes a la escuela del Shovehalfpenny, todos ellos nadan también con la corriente. Por un instante la canoa de un Orwell o un Isherwood sube con una rápida sacudida, pero enseguida la empujan la basura flotante y un torrente de literatura barata.

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