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Domingo, 8 de diciembre de 2013

LA OFICINA QUE DA AL MAR

 Por Sergio Kisielewsky

¿Qué huella deja un escritor? Me lo pregunto ahora que lo veo a Norberto, en la nueva edición de Gente que baila, con la camisa pulcra, leyendo un libro: tiene una lapicera en la mano y un pulóver sobre los hombros. Atrás hay unos papeles adheridos a un panel de corcho. Creo descubrir en esa foto su pequeña oficina en el periódico Acción, a principios de los ’80. Iba a hablar con él porque algo en ese hombre no me era familiar: tenía una intimidad en el trato, una cortesía de otra época. En ese lugar aprendí de él la calidez, la buena onda al unísono de su rapidez en el teclado de las viejas máquinas de escribir. El estaba mirando la Olivetti y de pronto giraba la cabeza y te obsequiaba un libro, yo lo hojeaba y él seguía escribiendo. Yo esperaba que dijese algo y así, como dando pequeños sorbos, te iba hablando. Siempre con su tics en los ojos como un parpadeo que una y otra vez sus lentes no podían ocultar, una suerte de contraseña o de timidez sin vueltas. Pero había algo en él que era más que la sabiduría, algo que no se nombraba como un altar de las palabras y cómo transformarlas en escritura, una forma de entrega como si emprendiera una búsqueda de metal precioso a diario. Ahora que veo y leo Gente que baila compruebo que lo logró: lo veo a él en su escritura, los amores cruzados, parentescos, viajes y olvidos. Construyó relatos como quien compone una melodía, un ir y venir y nombrar el deseo para siempre. Leer este libro es una lección de cómo se crean personajes, y él lo era, sospecho que sin saberlo. Siempre lo vi de día en horas de trabajo y al leerlo descubro su tránsito nocturno por el Bajo, Villa Crespo, los bares que ya no están en Corrientes. Cuando te hablaba, era como si levantara una copa y brindara; cuando te corregía un texto, lo hacía sin herirte ni lastimarte. Lo leo y escucho su voz, veo otra vez sus guiños, algo que está entre sus líneas y tiene el aire de quien escribía como quien canta. Algo oblicuo, dispar, tierno y encargado de hacerme saber que la escritura se hace con palabras, con ideas y un humor que en definitiva era sobre sí mismo. Ahora que veo sus bigotes grandes que tapan sus labios y el cuento dedicado al gran fotógrafo Jorge Labraña, y al verlo vuelvo a sentir el tono de esos encuentros, me pregunto qué fue de nosotros, qué fue de aquellos tiempos, donde un ser chaplinesco con andar cansino te dice mucho más que palabras, te abre un mundo de imágenes que hoy son recuerdo. Hoy leerlo es el mejor homenaje. Y yo me voy a pasar la vida tratando de adivinar qué estás leyendo en esa foto de la tapa de tu libro.

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