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Domingo, 2 de noviembre de 2014

EL HOMBRE (IN) VISIBLE

 Por Rodrigo Fresán

La noticia incierta o rumor probado de una inminente nueva novela de Thomas Ruggles Pynchon Jr. (alguna vez alumno de Vladimir Nabokov en Cornell University, por más que el ruso haya manifestado en más de una ocasión no guardar memoria alguna de él; Vera, en cambio, aseguró recordar su particular caligrafía) no sólo vuelve a poner a este escritor tan fantasmal como sólido en boca y ojo de todos, sino que, además, se convierte en la excusa perfecta para discutir o alabar una obra rara e irrepetible, pero no por eso menos influyente y viva.

Es decir: cada vez que Pynchon (célebre también por su perfil tan secreto como el de Salinger, con la diferencia de que Pynchon nunca llegó a participar de los ritos de la vida literaria aunque siempre haya sido un muy generoso proveedor de prólogos y blurbs) anuncia la salida de un nuevo libro suyo no es que Pynchon vuelva, sino que vuelve a poner de manifiesto su indiscutida permanencia. Una solidez invisible que le ha ganado el respeto de la Academia (Harold Bloom lo considera uno de los cuatro grandes de su país junto a DeLillo, McCarthy y Roth) y la adoración de sus fans. Así –rara avis de vistoso plumaje y pico afilado– las alturas de las listas de best-sellers y también, dicen, las puertas cada vez más abiertas pero tan difíciles de franquear del Nobel.

El influjo de Pynchon se las ha arreglado para sentirse en discípulos próximos y directos como Don DeLillo y Salman Rushdie (quien una vez cenó con él y lo describió como “extremadamente pynchonesco; él era el Pynchon que yo siempre deseé que fuese”) y buena parte de los –durante los años setenta– llamados “superficcionalistas” y más tarde “posmodernos”, entre los que se contaron Gass, Barth, Barthelme, Gaddis. Pero también Pynchon ha irradiado a fondo a quienes hoy por hoy ya han tomado el relevo. Pensar en David Foster Wallace, Donald Antrim, Ben Marcus, Jonathan Lethem, Neal Stephenson, George Saunders, Richard Powers, William T. Vollmann, David Mitchell, Steve Erickson, Rick Moody y siguen las firmas.

Al límite –cabía esperarlo– no es esa novela sobre la vida y amores de Sofía Kovalevskaya o aquella otra con Godzilla de protagonista que en ocasiones se rumorearon como inminentes. Pero sí es, a su manera, otra novela histórica poco ortodoxa –y desde ya la más atípica entre las muchas composiciones tema 9/11– como lo fueron en su momento El arco iris de gravedad (1973, ganadora del National Book Award pero considerada “ilegible” por los jurados del Pulitzer, entre los que se contaba un despectivo Truman Capote) y Mason y Dixon (1997) y Contraluz (2006), esa especie de toma del History Channel por criaturas lovecraftianas. Una cosa es más o menos segura: no importa el tema –como V (1963), La subasta del lote 49 (1969) o Vineland (1990) o Vicio propio (2009) o sus relatos juveniles reunidos en Un lento aprendizaje (1984)–, está surcada por corrientes de entropía pop-paranoica y conjeturas sociocientíficas entrando y saliendo de personajes poseídos por su singular y muy reconocible visión de las cosas. Seres que no podrían vivir en las novelas de ningún otro. Y que por eso, felices a lo largo de sus páginas, suelen ponerse a cantar en los momentos menos pensados alegres y complejas canciones cuyas letras podrían ser fórmulas de una ciencia inexacta pero precisa –el crítico James Wood la bautizó como “realismo histérico”– que sólo él conoce y maneja y escribe y acaso escenifica desde las sombras.

Pynchon –como ese otro genio irrepetible que fue Kurt Vonnegut– juega con sus propias cartas marcadas al solitario pero está en todas partes desde hace ya mucho tiempo. Cuando se trató de ir a recoger el Premio Nacional de Literatura por El arco iris de gravedad, Pynchon (amparándose en que nadie conocía su rostro, del que sólo circulan un par de fotos adolescentes) envió a un stand up comedian para que se hiciera pasar por él. Promediando la absurda ceremonia, un nudista cruzó el escenario. Años después, alguien aseguraría que Pynchon era el Unabomber. O Salinger. Varias veces se lo ha avistado y se le han adjudicado –bajo seudónimo– páginas de escritores suicidas. Lejos de todo, invitado a todas partes, Pynchon prefirió en su momento aparecer y poner su voz en un par de episodios de Los Simpson.

Así en su vida como en sus libros.

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