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Domingo, 11 de septiembre de 2016

LA GUERRA Y EL ESPIRÍTU

 Por Laura Galarza

“El placer de Natalia es contar historias familiares que son, o podrían ser, las nuestras”, dijo Italo Calvino de Todos nuestros ayeres, que acaba de reeditar Lumen para conmemorar el centenario del nacimiento de Natalia Ginzburg. Escrita en 1952 a los 36 años y recién casada por segunda vez, resulta su novela más afamada y la que podrá leerse como la ficción de lo que diez años después será Léxico Familiar, la cruel y bella crónica de la familia Ginzburg. Es cierto que ambos libros comparten ese microcosmos familiar inmerso en el drama mayor de la guerra. Y la lucha por la liberación se libra en dos frentes: afuera, con la persecución ideológica y política; y adentro, en lo cotidiano, entre los que más se quieren.

En la casa de Todos nuestros ayeres, la madre está muerta (“cuatro hijos había sido demasiado para ella”) y su retrato cuelga en el comedor: una señora con sombrero de plumas, cara larga y cansada. Así que a los chicos, Anna, Concettina, Ippolito y Giustino, los cría la señora María, que usa chinelas de pompón, cada tanto dice que se acabó y hace las valijas, pero al rato las vuelve a guardar debajo de la cama porque es el alma mater de esa casa.

El padre –como el de Ginzburg– también vocifera: “El dinero es cagada del diablo” o: “Es mucho más feo escupir sobre la infancia del propio padre que quedarse con algún kilo de trigo cuando se pasa necesidad”. Mientras, escribe su libro de memorias que le dicta a su hijo a la vez que camina en piyama por la habitación. Y nada más que la verdad, se llama ese libro que escribe el padre lleno de opiniones incendiarias sobre el fascismo y el rey. Aunque de repente se desanime y piense que “los italianos están todos equivocados y quién va a poder cambiarlos con un simple libro”.

La voz de esta historia es Anna, la menor, una niña que quiere “hacer la revolución”, tiene cara de insecto, silencio en su corazón y usa vestidos que parecen cortinas. Cada vez que Anna quiere decir algo, lo primero que piensa es en las palabras. En cómo decirlo. Porque las palabras importan más que los hechos. Y los hechos dependen de las palabras. En la casa de Anna se lee a Spinoza, Kant y Marx. También se leen –y se queman– los diarios de la resistencia. La familia alterna entre la casa de campo en Los Guindos y la ciudad donde se respira aire revolucionario. Hasta que la guerra avanza como una lava por Europa y entonces ya no se sabe qué es peor, si Mussolini o los alemanes apagando cigarrillos sobre la frente de los prisioneros.

¿Cómo se vive sabiendo que el mundo va a estallar? Como se pueda, los hermanos van haciéndose hombres y mujeres junto a sus amigos de la casa de enfrente: Emanuele, Franz y Giuma y Danilo, el pretendiente de Concettina. Ninguno entiende cómo mientras caen bombas sobre el mundo “hay gente muy sentada tomando el té” y todos en mayor o menor medida, cada uno a su manera, luchan por la liberación. Hasta que Danilo cae preso. Cuando vuelve ya creció, y hace crecer a los demás. “En la cárcel había pensado en tantas cosas, dijo, y le daba la impresión de haber vivido a lo tonto perdiendo miserablemente el tiempo. En la cárcel se vuelve uno adulto, dijo, llegas a no poder aguantar nada que huela a afectación o a pose.”

Entonces lo que comenzó como una historia familiar –la de cualquiera– con niños correteando por ahí, con la preocupación de lo que habrá para la cena, se torna otra cosa. La pequeña infelicidad propia de lo cotidiano, cobra otro cariz cuando para esperar los bombardeos se cuelgan telas negras en las ventanas y se come racionado. Los soldados disparan tiros desde la montaña, y la disentería ataca a los niños que mueren desangrados. Desde la ventana se ve pasar a las familias refugiadas que arrastran los colchones por las calles, escapan –“sabe Dios hacia dónde”– porque la tierra entera parece venirse abajo. “Qué cosa tan triste ver todos aquellos colchones rodando por Italia de acá para allá, toda Italia se había puesto a vomitar colchones de las casas despedazadas.” Con la guerra adentro, la vida sigue, como se puede. Entonces mientras se da de mamar a un bebé alguien entra y dice que Alemania le declaró la guerra a Rusia. O que en el diario hablan de una cantidad de muertos que habría que multiplicar por diez. Ginzburg pinta estampas de las que es imposible escapar. Porque quedan adheridas a la retina. Ya ni angustia se siente porque después de todo, sentir angustia es lo de menos cuando la tierra está por estallar. “La tierra empieza a destruirse, con ciudades enteras derrumbándose por doquier, gente que huía y aquellos largos trenes precintados donde los alemanes hacinaban a miles y miles de judíos.”

Ahora la casa de enfrente está cerrada y ya no se asoma nadie. Ya no leen todos juntos a Montale. Anna descubre el lado oscuro del amor y termina casándose con Cenzo Rena, un amigo de su padre, líder de los campesinos del sur. Anna siente escalofríos de solo pensar que acaba de decidir algo para toda la vida, pero parece que el matrimonio es su oportunidad para dejar de ser “ese insecto que vive entre otros insectos”, le dice a su flamante esposo. “El que tiene miedo de un escalofrío no merece vivir, a ése le está bien empleado quedarse colgado de una hoja para toda su vida. Y ella ahora tenía que desprenderse de esa hoja, a las hojas se agarraban los insectos con sus ojillos penetrantes y tristes, las patitas inmóviles y su jadeo leve y triste.”

Todos nuestros ayeres. Natalia Ginzburg Lumen 354 páginas

Es que Anna –a pesar de hacerse mujer a la fuerza y tener que confinarse en ese pueblo lejos del pasado– sigue siendo la guardiana de las palabras y el destino de cada uno de los personajes que se deslizan en este libro. Es quien, a la sombra de algún árbol y sin aburrirse, se la pasa trenzando y destrenzando sus largos pensamientos. Recoge los hilos dispersos de su vida y la de los demás para armar con ellos una sinfonía que tenga algún sentido en el caos de este mundo. Y lo hace con tal destreza, que aquella guerra de la que alguna vez escuchamos que existió, de repente toma relieve, y esas imágenes –lo que se escucha, lo que se ve– parecen levantarse desde las hojas del libro y decirnos: así fue. La guerra ya no está en los manuales de historia, está dentro de nosotros. Esas vidas de gente común, ahora atravesadas por la desgracia de la guerra, se convierten en epopeyas. Y nos dejan con el aire contenido.

Pero ahí está –cada vez, no falla– Ginzburg, para rescatar al lector sobre final de este viaje nostálgico: “La soledad y el dolor eran la salvación del espíritu, eso por lo menos decían los libros y tal vez, fuera verdad”.

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