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Domingo, 24 de agosto de 2003

Sexualidades

por Juan José Hernández

Erotismo y pornografía
En 1996, al cumplirse los cien años de la muerte de Paul Verlaine, se realizó en el teatro del Chatelet de París un homenaje al poeta durante el cual se recitaron sus poemas eróticos, entre ellos “Mille e tre”, un anticipo del universo de Pasolini, según una nota periodística publicada en esa ocasión.
El título en italiano del citado poema es una frase jactanciosa de Don Juan sobre el número de sus conquistas femeninas, que Verlaine utiliza en el mismo sentido, pero referida a sus aventuras homosexuales. El poema forma parte de “Hombres”, conjunto de versos andrófilos que sumados a los de “Mujeres” constituyen la totalidad de su Poesía erótica.
A diferencia del público francés, que ha dejado de considerarla tabú, su publicación en castellano despertó en nuestro medio reticencias y escozores por la crudeza de su lenguaje, calificado a veces de pornográfico, y la versatilidad del poeta en sus preferencias sexuales.
No es fácil precisar la frontera entre erotismo y pornografía en una obra literaria, sobre todo tratándose de un gran poeta como Verlaine, capaz de hacer resplandecer su genio verbal hasta en esos provocativos poemas de fines del siglo XIX editados sous le manteau para coleccionistas y lectores morbosos de la belle époque.
En la actualidad, los medios audiovisuales de comunicación, cine, televisión, videos, Internet, y no los libros, constituyen el espacio privilegiado del erotismo y la pornografía. Es sabido que las imágenes visuales superan en audacia y agresividad a cualquier verbalización de lo sexual; de ahí también que la palabra pornografía (del griego porngraphos, el que describe la prostitución) haya sufrido con el tiempo cierta alteración en su etimología. Películas y videos no precisan describir: les basta con mostrar. Otro ejemplo sería el de la pornofonía (teléfonos y casetes), que a veces reemplaza el lenguaje articulado por otro en que se mezclan suspiros, jadeos y balbuceos incoherentes. Mejor suerte ha tenido la palabra erotismo, también de origen griego, que mantiene hasta el presente, sobre todo en poesía, su sentido original basado en el amor y en la afirmación de la vida. Para Platón, Eros es el alma del mundo que anima y vivifica el cosmos entero como un animal feliz.
Octavio Paz traza una división tajante entre erotismo y sexualidad cuando escribe: “El erotismo es un juego, una representación en la que la imaginación y el lenguaje desempeñan un papel no menos cardinal que las sensaciones. No es un acto animal, es la ceremonia de un acto animal, su transfiguración. El erotismo se contempla en la sexualidad, pero ésta no puede contemplarse en el erotismo. Si se contemplara, no se reconocería”. La opinión de Paz nos remite a Georges Bataille, para quien el ingreso de la humanidad a la cultura pasa por el erotismo en tanto actividad sustitutiva que, al apartarse del instinto sexual de reproducción, genera las funciones superiores del espíritu. Cabe preguntarse si esa capacidad sustitutiva de la imaginación no está presente también en la pornografía, incluso en sus manifestaciones más pedestres. Obviamente, la imagen hiperreal y acrobática del acto sexual en una película pornográfica no es el mero reflejo de un acto animal; tampoco lo es la descripción que hace D. H. Lawrence del “éxtasis” de lady Chatterly: aspiran más bien a suscitar en el espectador, o en el lector, una especie de contagio sensual, apelando a una facultad esencialmente humana: la de actualizar, con el recuerdo de los sentidos, la delicia ausente. Delectactio morosa denominaban los antiguos a esa complacencia del hombre en lo imaginario que los modernos llaman fantasía, deseo, sublimación, libido. ¿Cuál sería entonces la diferencia entre un texto erótico y otro pornográfico? Por un lado, la cruda descripción de Verlaine, en estos versos de “Mujeres”: “Ella está desnuda, de cuclillas sobre mi cabeza/ para hacerse lamer, pues lo hice bien ayer,/ fue muy gentil en no haberlo olvidado/ y es ésta su manera real de agradecérmelo”; por el otro, la cadencia hímnica de estos versos de Tomás Segovia: “Tu sexo triángulo sagrado besaré/ besaré besaré/ hasta hacer que toda tú te enciendas/ como un farol de papel que flota locamente en la noche”. Igual celebración en el colombiano Elkin Restrepo cuando escribe: “Nada nos prohibimos de aquella desnudez./ Como un arrepentido bajé y pedí gracia a tu húmedo centro./ Una boca que llenar con mi boca, una sal feliz”. A decir verdad se trata de una diferencia formal para transmitir mensajes básicamente similares que a menudo fluctúan entre lo erótico y lo pornográfico.
Volviendo a la ventaja de los medios audiovisuales sobre la literatura escrita en el terreno del erotismo y la pornografía, es evidente que ellos se llevan la palma en la representación pormenorizada del acto sexual. Videos y películas tienen, sobre cualquier libro, la virtud de conferir no sólo voz y color a las imágenes sino también movimiento. Las escasas palabras que suelen acompañar a esas imágenes suelen ser meramente indicativas. Algo parecido ocurre con los partidos de fútbol que se transmiten por televisión, en los que el locutor se limita a nombrar a los jugadores, pues la acción, al ser contemplada simultáneamente por el espectador, no precisa ser narrada.
Alma del mundo que anima y vivifica el universo en el mito platónico; ceremonia de un acto animal, como escribió Octavio Paz; mística unión de los contrarios en Liscano; sol carnal para Enrique Molina; ternura y lujuria en los poemas de Verlaine escarnecidos por la crítica pacata, el erotismo, no obstante el auge avasallador de los medios audiovisuales, continúa reivindicando un espacio verbal donde evocar el goce real que alguna vez tuvimos, o aquel otro irrealizable, y no por ello menos intenso, que únicamente en sueños pudimos alcanzar.

Tribulaciones de
un picaflor de la Biela*

* A propósito del libro póstumo de Adolfo Bioy Casares

Alguna vez le oí decir a Adolfo Bioy Casares que él, por su educación y preferencias literarias, se sentía más cómodo en el siglo XIX europeo que en el de su época y país de nacimiento. Sin embargo, en su obra póstuma, Descanso de Caminantes, jamás emplea la palabra spleen, típica de las postrimerías del siglo que admiraba, sino la expresión tedium vitae para referirse al desencanto y acritud que lo abrumaron hacia el final de su vida.
Similar a los note-books de Samuel Butler y Somerset Maugham, el libro es una miscelánea de brevedades donde se mezclan apuntes autobiográficos y opiniones literarias; relatos de sueños y transcripciones de grafitos leídos en baños públicos y amuebladas; recuerdos de viajes y de aventuras amorosas; charlas con taxistas y citas del Santoral Romano; chismeríos mundanos y de carácter político; anécdotas familiares y versitos procaces, como esta cuarteta emblemática que el autor atribuye al seudo Vizcacha: “Mucho a las penas no atiendo/ Y en todo imito al conejo,/ Que vive alegre y cogiendo/ Hasta morirse de viejo”.
No obstante su desinterés por los conflictos sociales y políticos del momento, Bioy Casares adhirió en 1965 a una declaración de un grupo de intelectuales repudiando un comunicado de la SADE que condenaba la invasión de Santo Domingo por infantes de marina de Estados Unidos. Tanto él como su íntimo amigo Jorge Luis Borges, y algunas damas letradas(Silvina Bullrich, Susana Bombal), justificaron la invasión porque se realizaba “en nombre de la democracia y en apoyo a la OEA contra el comunismo”.
En Descanso de Caminantes no se menciona este episodio; tampoco el acto de la Biblioteca Lincoln en el que Borges dedicó su traducción de Walt Whitman al entonces presidente norteamericano Richard Nixon, “defensor de los derechos humanos y paladín de la democracia en el Continente”. Años después, el paladín sería depuesto de su cargo a raíz del escándalo de Watergate.
El adulterio gozoso y la tortura del lumbago que padece desde su juventud son temas recurrentes en Descanso de Caminantes: “Ni leo ni escribo, nada o poco hago. El centro de mi vida, es el lumbago”, se lamenta en tono de chacota.
En otro pasaje del libro, cuenta que al ojear una guide bleu de los alrededores de París, descubrió que figuraba allí la hostería Le Roi Soleil, “donde nos acostábamos todas las tardes, durante un mes, con Helena Garro”. Otra víctima de su indiscreción es Beatriz Guido, quien en una ocasión le pide un prólogo para una novela que está por publicar. Le dice que lo hará, pero si acepta acostarse con él. Y añade: “Por supuesto, escribí el prólogo”.
Pese a la reiterada proclama de que sólo escribe para las mujeres y que sin ellas no vale la pena vivir, se adivina en Bioy Casares una profunda misoginia. Con intuición certera, una amiga le dice que él ama a las mujeres, pero no las quiere. A la pregunta “¿Qué esperan las mujeres del hombre de no más de 45 años?”, el escritor responde: “pene y regalitos”. “Las mujeres –agrega–, son como las venéreas de antes; por un corto placer, una larga mortificación.” De ahí que el escritor se sienta hermanado con Lord Byron cuando el poeta inglés, que por lo demás era bisexual, dice en una carta: “No me canso de una mujer en sí misma, sino que generalmente todas me aburren por su naturaleza”. También se sentiría a gusto con los hombres judíos que (según Gore Vidal) suelen rezar: “Te doy gracias, Señor, porque no me has creado mujer”.
Bioy Casares desaprueba la homosexualidad masculina, no así la femenina, como ocurre en las películas (vistas, diría él) pornográficas hétero, y recuerda que en una ocasión tuvo un sueño en el que se disponía a ir con su amiga a una partouse entre mujeres. Si por un lado recomienda la práctica del adulterio como terapia contra el tedio conyugal (changer de viande pour se mettre en appétit), por el otro declara, paradójicamente: “Cuento con dos amantes, para no acostarme con ninguna”. En los últimos años, obnubilado por sus obsesiones eróticas y una incipiente sordera, este fifí gagá confundía la palabra ejecución con eyaculación; elecciones con erecciones; vecina con vagina.
Autor del prólogo que acompaña la edición de sus brevedades (un frondoso volumen de más de quinientas páginas), Bioy Casares recuerda que el libro iba a llamarse, en un principio, Memorias de un mono viejo. Lástima que ese título no haya prevalecido: a decir verdad, le venía como anillo al dedo.

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