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Domingo, 14 de diciembre de 2003

Bella Italia por Adolf Hitler

Si en tiempos de guerra Inglaterra no tenía por qué mantener su enemistad eterna con Alemania por razones de principio, Italia tenía todavía menos motivos. De hecho, los objetivos de la política exterior italiana no tienen por qué interferir con los alemanes. Por el contrario, con ningún otro país tiene Alemania tantos intereses en común que con Italia, y viceversa.
Al mismo tiempo que Alemania buscaba alcanzar una nueva unificación nacional, el mismo proceso se daba en Italia. De hecho, los italianos carecían de un poder centralizado que graduara el desarrollo y, en última instancia, la consolidación de la unidad nacional, tal como había ocurrido en Alemania con Prusia. Pero así como la unificación alemana encontró sus opositores sobre todo en Francia y Austria en tanto enemigos verdaderos, el movimiento italiano de unificación también sufrió el contrapeso de estas dos potencias. La principal causa, por supuesto, radicaba en el Estado Habsburgo que debía tener, y por cierto mantuvo, un interés vital en que Italia siguiera desmembrada (...). La unificación de Italia fue posible gracias a una política de alianzas extraordinariamente inteligente. Su principal objetivo fue provocar la parálisis del imperio austro-húngaro, el mayor enemigo de la unificación italiana. Para finalmente lograr que aquél se retirara del norte de Italia, que tenía ocupado. Incluso después de la unificación provisional de Italia, en Austria-Hungría quedaban unos 800 mil italianos. El objetivo nacional de conseguir una completa unificación de todos los italianos hubo de sufrir una primera postergación cuando comenzaron a presentarse los peligros de un distanciamiento entre Francia e Italia. El gobierno de Roma decidió ingresar a la Triple Alianza, básicamente para ganar tiempo e intensificar su consolidación interna.
La Guerra Mundial llevó así a Italia al campo de la Entente. De este modo, la unidad italiana había dado un poderoso salto hacia adelante. Sin embargo, no puede decirse que ni siquiera hoy haya culminado. Para el Estado italiano, sin embargo, el gran acontecimiento fue la eliminación del detestado imperio de los Habsburgos. De hecho, su lugar fue ocupado por una estructura eslava meridional (Yugoslavia) que presenta un peligro menor para Italia con relación a sus puntos de vista nacionales.
Si nuestra concepción nacional burguesa, meramente de política de fronteras, pudo hacer muy poco en el largo plazo para satisfacer las necesidades vitales de nuestro pueblo, la política de unificación nacional meramente burguesa del Estado italiano tampoco pudo hacer mucho por el vital pueblo italiano. Como el pueblo alemán, el pueblo italiano vive en una superficie pequeña de tierras que en parte son escasamente fértiles. Por siglos, y de hecho durante muchos siglos, esta superpoblación ha forzado a Italia a una emigración permanente. Aunque buena parte de estos emigrantes, como trabajadores golondrina, retornen a Italia para vivir allí de sus ahorros, esto agrava la situación. El problema de la población no se soluciona de este modo sino que se agudiza. Mientras que Alemania, a través de su exportación de mercancías, empezó a depender de la capacidad y buena voluntad de otras potencias para recibirlas, lo mismo ocurrió con Italia al hacer emigrar a sus ciudadanos. En ambos casos, el cierre del mercado de recepción, como resultado de cualquier tipo de acontecimientos, produce forzosamente en estos países consecuencias catastróficas.
Por lo tanto, el intento de Italia de lograr un desarrollo sostenible con un aumento de su actividad industrial no condujo a ningún éxito, porque, ya desde un principio, la carencia de materias primas naturales en la propia patria los privó en gran medida de la capacidad requerida para competir.
Así como en Italia las concepciones de una política nacional burguesa han sido superadas y un sentido popular de la responsabilidad ha ocupado su lugar, de la misma manera este Estado también se verá forzado a desviarse de sus conceptos políticos anteriores para emprender una política territorial en gran escala.
Los bordes del cauce del mar Mediterráneo constituyen el área natural de la expansión italiana. La Italia actual deja de lado su política de unificación y retoma una política imperialista, al modo de la Roma antigua, y no lo hace a partir de ningún tipo de voluntad de poder sino a partir de necesidades profundas, internas. El hecho de que Alemania busque hoy tierras en Europa del Este no es un gesto de lujuriosa sed de dominio sino sólo la consecuencia de sus necesidades territoriales. Y si Italia intenta ensancharse hasta los bordes del Mediterráneo y apunta –en última instancia– a establecer colonias, es también como resultado de una necesidad interna, una defensa natural de sus intereses. Si la política de preguerra alemana no hubiera estado dirigida con total ceguera, habría apoyado y fomentado necesariamente este desarrollo por todos los medios. No sólo porque esto hubiera significado la consolidación de un aliado natural sino porque quizás habría ofrecido la única posibilidad de trazar intereses italianos lejos del mar Adriático y, por lo tanto, disminuir las fuentes de irritación con Austria-Hungría. Tal política, además, podría haber endurecido la enemistad más natural que pueda existir, es decir, la que se da entre Italia y Francia, cuyas repercusiones habrían consolidado la Triple Alianza en un sentido favorable. Fue una desgracia que en aquella época la dirigencia del Reich fracasara en este sentido, pero que, sobre todo, la opinión pública –conducida por patriotas nacionales alemanes insanos, verdaderos soñadores en materia de política exterior– se pusiera en contra de Italia. Y especialmente debido a que Austria vio más bien con antipatía la operación italiana en Trípoli (...).
Ahora, Austria-Hungría quedó borrada del mapa. Pero Alemania tiene incluso menos motivos que antes para lamentar un desarrollo de Italia, que algún día deberá darse necesariamente a expensas de Francia. Actualmente, el pueblo italiano descubre cuáles son las más altas tareas que tiene entre manos, y cuanto más se mueve hacia una política territorial concebida al estilo romano, tanto más debe enfrentarse a su competidor más peligroso en el Mediterráneo. Porque Francia nunca tolerará que Italia se convierta en el país más poderoso del Mediterráneo. E intentará prevenir esto con su propia fuerza o a través de un sistema de alianzas. Francia pondrá obstáculos al desarrollo de Italia allí donde sea posible, y finalmente no descartará el uso de la violencia. Incluso el parentesco supuesto de estas dos naciones latinas no cambiará en nada este estado de cosas, puesto que no es menor el parentesco entre Inglaterra y Alemania (...).
Si Bismarck –y no Bethmann Hollweg– hubiera dirigido el destino de Alemania antes de la Guerra Mundial, la enemistad entre Italia y Alemania no se habría producido. Por otra parte, tanto con Italia como con Inglaterra, es un hecho demostrable que una extensión continental de Alemania hacia Europa del Norte no les representa ninguna amenaza, y por lo tanto no les ofrece motivo alguno de irritación. Inversamente, para Italia, sus intereses más naturales chocan contra cualquier crecimiento de la hegemonía francesa en Europa.
Por lo tanto, Italia, más que nadie, tendría que considerar una alianza con Alemania. La enemistad con Francia ha llegado a ser obvia desde que el fascismo en Italia trajera una nueva idea del Estado y, con él, una nueva voluntad en la vida del pueblo italiano. Por lo tanto, Francia, a través de un sistema entero de alianzas, está intentando no sólo fortalecerse para un posible conflicto con Italia sino también obstaculizar y separar a los posibles amigos de los italianos. El objetivo francés es claro. Un sistema francés de Estados debe construirse uniendo a París vía Varsovia, Praga, Viena y Belgrado (...). Desde el año 1920 he intentado por todos los medios, y con mucha perseverancia, familiarizar al movimiento del nacionalsocialismo con la idea de una alianza entre Alemania, Italia e Inglaterra. Esto fue muy difícil, especialmente en los primeros años después de la Guerra, cuando el sentimiento Dios Castigue a Inglaterra privaba a nuestro pueblo de la capacidad de pensar sobria y claramente en la esfera de política exterior, y lo hacía prisionero de los prejuicios (...). La situación del movimiento juvenil era infinitamente más difícil en relación con Italia, especialmente a partir de la reorganización sin precedentes del pueblo italiano bajo la dirección del brillante estadista Benito Mussolini, sobre quien convergieron las protestas de todos los Estados gobernados por los masones (...).
Para mí, la paz es la continuación de la guerra. Con esta declaración, el viejo y canoso Clemenceau reveló las intenciones verdaderas del pueblo francés (...). Perdimos la guerra debido a una ausencia de pasión nacional contra nuestros enemigos. La opinión de los círculos nacionales era que debíamos sustituir esta deficiencia perjudicial y anclar el odio en nuestros enemigos anteriores en la paz. Al mismo tiempo, era significativo que, en un principio, este odio estuviera concentrado más contra Inglaterra, y luego contra Italia, que contra Francia.

Traducción: Sergio Di Nucci

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